EL GENOCIDIO PEDAGÓGICO
Argentina y el genocidio pedagógico
Año 2020 que culmina en
medio de una fulminante caída socio – económica, consolidando nuestros país indicadores
del tenor de África Subsahariana. Resulta trágico, pero ya ni siquiera podemos
compararnos con el resto de Latinoamérica: la Argentina de los últimos 30/40
años, se ha erigido en un modelo paradigmático de autodestrucción nacional. Todo
auspiciado bajo el mandato de una socialdemocracia siniestra, de la que
participan todas las “fuerzas políticas tradicionales” en sus distintas
vertientes, ante una sociedad anestesiada y sin reacción. Muchos coinciden en
señalar la “tragedia educativa” de las últimas décadas, como causa fundante de
nuestra eterna desventura. Realicemos una mirada al respecto.
La
“socialdemocracia educativa” nacida en los mediados del ‘80
Comienzan los primeros Congresos Pedagógicos, y los resultados, progresivamente, empiezan a verse. Se vilipendia la exigencia académica. Y lo más preocupante: un pensamiento único, progresista, se instala en las estructuras curriculares. La ideología de los DD. HH. (aquí y aquí), en su versión deformadora de la historia reciente, se apodera de las aulas. Empiezan a proliferar, en los distintos rincones del país, todo tipo de Institutos de Formación Docente –en la actualidad se estiman que son más de 1300- que redundan en los hechos, en una efectiva pérdida de calidad pedagógica y académica para los futuros formadores. Al compás de magros sueldos y de la ausencia de una política en búsqueda de calidad educativa en estudiantes y docentes, la “carrera del maestro / profesor” empieza a convertirse simplemente en “una salida laboral” segura, sin una real “presión de selección” en la formación de los educadores.
Los
gremios docentes, partícipes necesarios del fracaso escolar
Fundamentalmente a partir de los ’90, los gremios docentes, comienzan a tener una fuerte injerencia en el sistema educativo. Se resisten a todo tipo de pruebas de calidad, obstaculizan cualquier tipo de programas de mejoras, impidiendo evaluaciones a educadores y educandos, como si se tratara de una casta selecta e iluminada que no puede ser controlada. Al ritmo de las “autonomías educativas” que imponen los ’90 con la descentralización de las partidas presupuestarias, cada jurisdicción adopta su propia política en educación, consagrándose una certera desigualdad y disparidad de criterios en la mayoría de las provincias. Más allá del “relato permanente” de los 180 días de clase, meta a la que no sólo nunca se llega objetivamente, sino que se está muy por debajo de la misma, la Argentina, a diferencia de países vecinos, no cuenta con jornada extendida en la mayoría de las escuelas, lo que determina pérdidas tangibles de aprendizajes significativos. La movilidad docente y los ofrecimientos de cargos, hacen que una total inestabilidad en las plantas funcionales de las escuelas atente contra la obvia necesidad de que los estudiantes mantengan un período razonablemente prolongado a los mismos maestros – profesores. Empiezan a multiplicarse las carpetas médicas y el ausentismo docente, llegando en algunas jurisdicciones, a estar con un promedio del 40% de su planta profesional, con reemplazos de reemplazos. El insistente paro docente es otro sello distintivo que termina de conformar el combo perfecto de la ruina educativa.
El descalabro a partir
del 2000
Ante la obviedad de que la escuela pública no garantiza clases sostenidas ni orden en sus colegios, se produce una fuerte migración a los establecimientos de gestión privada, resultando afectados, principalmente, los sectores de menores ingresos, que deben padecer las peripecias de la enseñanza estatal. Más allá de la declamación de la educación “pública y gratuita para todos”, nos encontramos con la tajante certeza de que la UBA, por citar la Universidad pública de mayor matrícula, cuenta entre sus estudiantes a más de un 60% de universitarios provenientes de colegios privados. La fábula de la “Universidad inclusiva”, se transforma en una genuina estafa a los sectores más postergados, que no sólo no pueden llegar a la Universidad, sino que siquiera están en condiciones de terminar la escuela media. La deserción de la enseñanza secundaria se mantiene altísima, en promedios superiores al 50%. El nivel secundario, ha renunciado ya de forma abierta a sus tres pilares básicos: la formación para el mundo del trabajo, la preparación para estudios superiores y la educación de ciudadanos libre – pensantes y críticos. Se trata de una parodia de aprendizaje: educadores disimulan que enseñan y educandos fingen aprender. Amparados en discursos ideologizados lejanos a cualquier búsqueda formativa, un número muy relevante de docentes se dedica, cuando es que realmente trabaja, a “bajar línea”, violentando el espíritu de formar para pensar.
La educación en tiempos
de COVID-19
A estas alturas, la Argentina ostenta el fatídico récord de ser el único país del mundo que cerró un año entero sus establecimientos educativos. Con todas las deficiencias que marcábamos precedentemente, la escuela aún sigue siendo, cuanto mínimo, un ámbito de interacción social, de adquisición de algunas destrezas y un espacio generador de ciertas habilidades de comunicación. Hemos privado a los estudiantes de un ciclo completo, con todas las secuelas emocionales y psicológicas que ello traerá aparejado. El genocidio pedagógico perpetrado en 2020, bajo la tutela del estado nacional y provincial, la complacencia de gremios docentes y la desidia de las autoridades de los colegios, tendrá consecuencias irreversibles en el mediano y largo plazo. Estaremos, seguramente, fomentado generaciones de legítimos idiotas con todas las letras. Deviene como imperdonable la alianza de hecho, entre la clase dirigente y los gremios docentes, para sentenciar este feroz retroceso educativo a horizontes impensados. Ya no hay dudas, de que se trata de un proceso premeditado para lapidarnos en una auténtica sociedad de la ignorancia, pusilánime, manejable y carente de virtudes cívicas.
Muchos ya comienzan a pensar seriamente, que la educación formal que
brinda o brindaba la escuela, ya no sólo no sirve como garantía de progreso
social, sino que se transfigura en un verdadero obstáculo. ¿Habrá llegado la
hora en la Argentina de asumir y forjar “redes familiares afines” para educar a
nuestros hijos y librarse del impedimento de aprendizaje en que ha degenerado
el Estado y sus cómplices? George Bernard Shaw ironizaba: “Suspendí mi
educación cuando tuve que ir al colegio”. En esta actualidad argentina, lo
parafraseamos: “Mi educación estuvo bien hasta que fue interrumpida por los
maestros.”
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(*) GONZALO IRASTORZA – gonzaloirastorza@yahoo.com.ar – Tw: @eamondevalera - El autor es Lic. en Ciencias Políticas con Esp. RR. II. (UCA). Ex Oficial de Infantería, Ejército Argentino. Prof. en Secundario y Terciario. Empleado agropecuario.
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