ANTES DE HABLAR DE EDUCAR
ANTES DE HABLAR DE EDUCACIÓN
Algunas cuestiones previas antes de hablar
de Educación en la Argentina
Ilustración: Claudio Gallina, Pintura Contemporánea.
Año tras año la única noticia que recibimos sobre la educación en la Argentina es que se encuentra en retroceso. No sólo en comparación con nuestras estadísticas en años anteriores, sino también en términos relativos respecto al resto de los países del mundo, incluidos los de la región.
Lo cual nos trae un principio de solución: el problema de la educación en la Argentina, inscripta en el marco de una declinación global, presenta cualidades exclusivas que pueden ser superadas aplicando métodos pedagógicos que funcionan en los países que nos superan.
Después de todo, si tenemos tantos países por encima nuestro en los rankings internacionales entonces no puede resultar muy intrincado observar qué funcionó y aplicarlo.
Nos fijamos qué hacen en Suecia, Colombia, Inglaterra, Italia, Alemania, Uruguay y vemos cómo aplicarlo. Si están mejor en materia educativa, todo cambio en esa dirección conllevará una mejora - al menos en los rankings.
Sin embargo, existen tres aspectos que rodean a los programas pedagógicos que dependen de definiciones políticas, sujetas al proceso de decisión democrática, en un caso, otra que depende de los valores vigentes en nuestra sociedad y la tercera que consiste en la estructura de incentivos de nuestro sistema económico y jurídico.
El primer aspecto consiste en ponernos de acuerdo sobre qué modelo de educación queremos y si las herramientas son consistentes. Existe un consenso extendido: desde Domingo Faustino Sarmiento la Argentina tiene un modelo igualitarista en materia educativa. Significa que cada alumno argentino, en cualquier etapa educativa, recibe el mismo tipo y nivel de educación, independientemente del hogar del que provenga.
Este rasgo de la educación argentina, sobre el que casi todos los argentinos coincidimos, es merecedor elogios. Es el que permitió que Argentina sea un país receptor de inmigración al mismo tiempo que homogéneo, con una sociedad democrática y un bajo nivel de analfabetismo, universidades públicas populosas y una clase política heterogénea en su composición social. Características elogiables.
Sin embargo, no existe el Paraíso en la Tierra. Nuestro modelo educativo tiene contratiempos: si damos la misma educación a todos los habitantes sin distinción -algo con lo que expresamente estamos de acuerdo-, nos veremos en la disyuntiva de elegir entre un alto nivel académico al costo de alta deserción escolar o baja deserción al precio de un bajo rendimiento educativo.
Un “lecho de Procusto”: al principio primó el criterio de la alta exigencia y por consiguiente obtuvimos una rápida alfabetización de toda la población y numerosos Premios Nobel, sin embargo, no eran muchos en la Argentina los que lograban terminar la escuela secundaria y menos aún llegar a la universidad. En las últimas décadas, manteniéndose el principio de “igual educación para todos”, primó el criterio inverso: la eliminación de la deserción. Los resultados de esta última etapa están a la vista.
Si estamos dispuestos a mejorar resultados, fijémosnos que las herramientas que elijamos sean coherentes con el principio de educación democrática que caracterizó a la educación argentina. Muchos de los sistemas que se presentan como exitosos cuentan con niveles de estratificación social inaceptables para nosotros.
Si estamos dispuestos a preservar los valores de una sociedad democrática, tenemos que entender que un sistema educativo acorde nos obligará a elegir entre una educación de excelencia para todos, con etapas de deserción, o una escolarización que acompañe al alumno hasta la edad adulta, pero de bajo nivel de rendimiento.
Una educación de excelencia con bajos niveles de deserción es concebible. El problema es que esto resulta de improbable materialización, si no se presta atención a los otros dos aspectos del problema: qué valores priman en nuestra sociedad y qué sistema de incentivos proveen nuestras instituciones.
Sobre los valores vigentes debemos preguntarnos: ¿Cuántos colegios privados prometen educación exigente? ¿Cuántas veces se menciona la palabra exigencia en los discursos de los ministros de educación? En los folletos de los establecimientos educativos, qué proporción ocupa el rigor intelectual frente al deporte, el valor de la familia, la religión, la jornada de convivencia de los padres, el viaje de egresados, etc., etc..
Lo mencionado hace al desarrollo integral del ser humano, pero nos preocupa el resultado del desempeño en lenguaje, matemáticas y cultura general. Tal vez corresponda sincerarnos y, que cada vez que descendamos en las pruebas PISA, contestemos que dichas evaluaciones no miden nuestra destreza en deportes o el nivel de networking que los padres de los alumnos desarrollan entre ellos. Más allá de las ironías, lo que sí debemos tener en cuenta es que los resultados en las mediciones educativas reflejan qué lugar ocupa la exigencia académica en los valores vigentes en nuestra sociedad. No tiene sentido despotricar si previamente no somos consecuentes con qué valores inspiran nuestras decisiones al momento de elegir un colegio para nuestros hijos.
La tercer cuestión extra pedagógica - previa a definir qué reforma educativa propiciaríamos - consiste en exponer cuál es el sistema de incentivos en cuanto a ingresos y bienestar que prima en la Argentina. ¿Qué porcentaje de científicos es exitoso en la Argentina sin depender del Estado? No sólo cuántos científicos se quedan en el país, sino cuántos científicos extranjeros se radican. ¿Qué incidencia tiene la educación en el primer trabajo y cuánta la inserción social? ¿Qué rol cumple la eficiencia en el progreso ulterior en las carreras profesionales y cuánto el networking? Nadie negará que un padre busca la mejor educación para su hijo, pero si la evidencia enseña que, para el desempeño económico individual, la inserción social es más importante que la competencia profesional y que los más elevados niveles de educación deben emigrar del país para encontrar su adecuado desarrollo, entonces resulta sumamente razonable que, a la hora de elegir un colegio para sus hijos, a tales padres les preocupe tanto o más las relaciones sociales que la disciplina de estudio. A menos que se propongan que sus hijos sean futuros emigrantes.
Hasta aquí no hemos mencionado ninguna cuestión pedagógica. Se supone que la ciencia cuenta con herramientas para lograr el mejor desarrollo del educando, dadas determinadas condiciones institucionales. No podemos reclamar que la pedagogía sustituya a las instituciones, compuestas por directrices políticas, valores y marcos de incentivos que condicionan el actuar humano. Por supuesto que la pedagogía puede ser un paliativo para suplir el funcionamiento deficiente de otros subsistemas de la sociedad, pero nunca podrá funcionar como un sustituto perfecto.
Por eso, cada vez que nos encontremos con un nuevo deterioro en los rankings educativos, sabrán los pedagogos qué solución brindar, pero lo que nosotros como ciudadanos no podremos eludir es discutir qué sistema de valores e incentivos se encuentra vigente. De otro modo, no sólo no habremos cumplido con los objetivos intelectuales de nuestro programa educativo, tampoco habremos cumplido con los ideales democráticos y progresistas -en el sentido de D. F. Sarmiento- que lo inspiran.
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