QUIJOTES DEL SXXI

Mientras creamos que los molinos son gigantes y los rebaños ejércitos seguiremos descabalgados y descalabrados como el de la triste figura

Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

Nota original: https://gauchomalo.com.ar/quijotes-del-siglo-xxi/

Hay momentos en los que la historia avanza con tanta morosidad que ni nos damos cuenta de su movimiento. Me viene a la memoria ese dibujito en el que dos campesinos, en una pausa sobre el surco, charlan apoyados en sus azadones y uno le dice al otro: “¿Sabes una cosa? Hoy empieza el Renacimiento.” En este tiempo vertiginoso en el que nos ha tocado vivir, los cambios se suceden ante nuestros ojos a tal velocidad que cuando todavía no hemos llegado a componer una imagen en nuestra mente, ya fue reemplazada por otra. Los labradores medievales carecían de referencias que les anunciaran el cambio de época, y de esa ausencia manifiesta brota la gracia del dibujito; nosotros estamos tan abrumados de referencias, flechas, indicaciones, que ya nos resulta imposible interpretarlas, entender qué quieren decir, qué rumbo anuncian.

En el medio se cuela una cuestión generacional: la prolongación de la vida ha logrado que todavía permanezcan activas y atentas generaciones acostumbradas a pensar que la historia tiene una dirección. Es común que una pareja de edad mediana termine de ver el noticiero de la noche, con su profusión de novedades que ayer nomás eran inconcebibles, y se pregunte: “¿A dónde vamos a parar?” Sospecho que los más jóvenes ni siquiera llegan a formularse esa pregunta, porque no se les ocurre que las cosas vayan hacia alguna parte. Han sido acondicionados, que no educados, para percibir el curso de la historia como una sucesión de presentes, en los que nada dura, nada se proyecta, nada tiene consecuencias, nada exige compromisos porque el compromiso se establece entre partes que creen que mañana van a estar, y hoy nadie da eso por seguro.

Sin embargo, las cosas van hacia alguna parte, e interpretar mal las señales puede ser más peligroso que desconocerlas o ignorarlas. Para los campesinos del chiste, que lidiaban con la Naturaleza día a día, de sol a sol, la cuestión era irrelevante, porque el sudor sobre la tierra de labranza iba a ser tan copioso en el Renacimiento como en el Medioevo. Pero en cambio fue decisiva para la vida y aventuras de don Alonso Quijano, que se lanzó a los caminos provisto de un mapa medieval para lidiar con hombres mentalmente instalados en territorio renacentista, imprudencia que le costó infinidad de golpes, insultos y magulladuras. La broma en su caso no nace de la falta de referencias, sino del empleo de referencias equivocadas.

Las referencias equivocadas hacen ver cosas que no son. Don Quijote se asoma al siglo XVII con la cabeza llena de libros del siglo XVI que referían sucesos reales o imaginarios de siglos anteriores, nosotros nos internamos intrépidamente en el siglo XXI con la historia del siglo XX en la cabeza, interpretada según ideas del siglo XIX. El ilustre manchego tenía como valores humanos el honor, la belleza y el heroísmo, y dispuesto a batirse en su defensa veía gigantes donde había molinos, ejércitos donde había rebaños, castillos donde había posadas; nosotros tenemos como valores humanos la vida, la libertad y la propiedad, y dispuestos a combatir en su defensa vemos a sus enemigos de antaño donde hay otra cosa. Nos falta un escudero que nos diga con su mirada libre de lecturas e ideologías qué es esa otra cosa.

Cuando el virus corona hizo su inesperada aparición en nuestro mundo, nos inclinamos a ver una pandemia mortífera donde había una gripe porque nos apoyamos en las referencias equivocadas. Con la mentalidad firmemente instalada en la cultura del siglo XX (y del siglo XIX), asignamos credibilidad, responsabilidad, autoridad a la academia, la política, la prensa, los institutos supranacionales, todos los cuales nos convencieron con la solemnidad y la urgencia del caso de que el virus planteaba una amenaza mortal, capaz de extenderse como fuego en el rastrojo, y que lo mejor que podíamos hacer era parar todo, cerrar todo y refugiarnos en nuestras casas. Más aún, esos mismos actores empeñaron todo su poder de censura y policía para acallar, desacreditar, marginar a cualquier Sancho que se animara a decir que los gigantes eran en realidad molinos.

Nos apoyamos en las referencias equivocadas porque espiritualmente, mentalmente, seguimos viviendo en otra época, cuando la universidad, el estado, los medios y los organismos multinacionales eran pilares de certidumbre, suficientemente empinados por sobre los conflictos de intereses que normalmente agitan las aguas de la vida como para apoyarse en ellos al necesitar de consejo u orientación. Pero todas esas instituciones han sufrido tales alteraciones en su integración, naturaleza y propósitos que conferirles hoy el mismo valor y función social que tuvieron hasta, digamos, hace medio siglo, es lo mismo que ver Dulcineas donde apenas hay campesinas zafias y desgarbadas, o ciudadanos arbitrariamente privados de libertad donde sólo hay una recua de galeotes mal encaminados.

La cuestión es más seria aún, porque instituciones como las mencionadas, la prensa o la universidad por ejemplo, son, por decirlo de alguna manera, instituciones de segundo nivel, que dependen de otras más importantes que la cultura occidental supo darse para proteger sus valores más caros -la vida, la libertad, la propiedad-, y que también se han degradado, desnaturalizado si se quiere, en el curso del último medio siglo. Me refiero al sistema republicano y a la economía de mercado, dos instrumentos exquisitamente refinados, concebidos para resolver de manera tan civilizada y pacífica como fuese posible los dos problemas más arduos que debe afrontar cualquier sociedad: la distribución del poder y la distribución de la riqueza.

Esos instrumentos demostraron ser eficaces: muchas personas emergieron del vasallaje para adquirir sus cuotas de poder político, otras muchas superaron la miseria y la marginación y amasaron sus cuotas de poder económico en el marco de un sistema concebido para alentar, posibilitar y proteger ese crecimiento sin otra condición, en ambos casos, que el trabajo duro, la disposición al riesgo y la tenacidad. El sistema fue satisfactorio para muchos, pero no para todos, especialmente para los remisos al trabajo, los quedados y los flojos. Estos prefirieron argumentar que tenían naturalmente derecho a su cuota de poder político y económico, fuese en razón de su linaje, su raza, su nacionalidad o su religión, fuese en razón de su misma condición humana. Ninguno de ellos quería trabajar, mucho menos dejar evidencia de su propia mediocridad, y preferían ceder libertades a cambio de amparo, unos invocando la noble igualdad, otros el privilegio de casta, todos dispuestos a la recta obediencia.

Esto no explica el fascismo y el comunismo como fenómenos históricos, pero sí da cuenta de sus filosofías y del atractivo que ejercieron tanto entre las élites como entre las masas. Como fenómenos históricos y como filosofías, el fascismo y el comunismo constituyeron a lo largo del siglo XX las mayores amenazas contra esos tres valores centrales de la cultura occidental que mencionamos -la vida, la libertad, la propiedad–, a punto tal que su defensa se identificó con el combate contra esas dos fuerzas contrarias, nacidas también de las entrañas de Occidente y con su propia genealogía. Como fenómeno histórico, el fascismo fue aplastado en 1945 por el ejército comunista, y el comunismo implosionó en 1989, incapaz de resistir la presión de las democracias occidentales. Sin embargo, muchos honestos defensores del sistema republicano y la economía de mercado, Quijotes del siglo XXI, siguen trabados en demorados combates contra nazis, fascistas, rusos, chinos y cubanos, cuando éstos ya no alcanzan ni para sostener el argumento de una película de James Bond.

Los nazis y fascistas de hoy son saludables muchachones, con cierta inclinación por el folklore, urgidos de descargar energías en una buena pelea; la Rusia de Putin tiene más puntos de contacto con el orgulloso imperio zarista que con las adustas troikas soviéticas; describir a China como un régimen comunista es forzar demasiado el lenguaje: se trata de una dictadura pura y simple, más allá del nombre con el que guste vestirse. Ni rusos ni chinos alientan por ahora propósitos expansionistas más allá de cuidar la seguridad de su entorno. Cuba no puede hoy alimentarse a sí misma, menos va a poder alimentar una revolución continental. La distancia que hay entre Fidel Castro y Nicolás Maduro se mide en magnitudes siderales, como la que separa a los montoneros de los 70 de los camporistas de hoy. Los tiempos han cambiado: ni el apretado haz, ni la hoz y el martillo, ni el fusil y la lanza combinan bien con Google, Twitter y Whatsapp..

Y sin embargo, al apagar el televisor después de ver las noticias cada noche, la pareja de edad mediana de que hablábamos al comienzo (a los jóvenes no les interesan las noticias) no puede dejar de sentir de que la vida, la libertad y la propiedad, las suyas, están amenazadas. No se trata sólo de las noticias locales: cosas parecidas se ven en Europa, en los Estados Unidos, nuestros habituales puntos de referencia. Su primera reacción, inercia del siglo XX, es buscar a los sospechosos habituales, los extremistas clásicos. Y sus publicistas de confianza alientan esa inercia: ¡Los fascistas antiglobalización estuvieron detrás del Brexit! ¡Moscú intervino para asegurar el triunfo de Trump! ¡El Partido Comunista Chino infectó al mundo con el virus corona! Pero, como don Quijote ante el retablo de Maese Pedro, esos comentaristas confunden títeres con moros. Algunos de buena fe, otros deliberadamente.

En la tercera salida de la pareja improbable, Sancho le presenta a su señor tres aldeanas mal entrazadas, y le dice que se trata de Dulcinea y sus doncellas. “Yo no veo sino a tres labradoras sobre tres borricos”, responde el de la triste figura. De a saltos, de a chispazos, don Quijote comienza a tomar conciencia de la realidad que lo rodea, que es como decir conciencia de su momento y su lugar. Esos relámpagos de lucidez estallan como respuesta a quienes, sabiendo ya para qué lado corrían sus fantasías, se atrevían a presentarle las cosas según lo que presumían era su gusto o inclinación. Algunos de buena fe, como Sancho; otros deliberadamente, con malicia. Reaccionando frente al engaño ajeno, el manchego pudo comenzar a librarse de sus propios engaños, a descartar las referencias equivocadas.

La aparición del virus corona nos ha puesto en una situación semejante a esas que ayudaron por fin a Alonso Quijano a ver claro. Desde la derrota del nazismo y la implosión del comunismo, pocas veces la vida, la libertad y la propiedad han sufrido un ataque tan directo, generalizado y contundente como el que le asestaron las cuarentenas y confinamientos decididos por los gobernantes, con el apoyo de la academia, la prensa y las corporaciones, al dar respuesta a la acción de un virus cuya peligrosidad, al cabo de seis meses, no ha sido comprobada ni en la teoría ni en la práctica. Millones de personas han perdido o vistos comprometidos sus empleos, sus viviendas, su patrimonio en la emergencia. El sistema republicano y la economía de mercado, nuestros institutos más caros, parecieran haber sido arrollados por los acontecimientos, extrañamente impotentes ante un fraude masivo y descarado.

Si como el héroe cervantino reaccionamos frente al engaño ajeno tal vez podamos librarnos de nuestros propios engaños, ponernos al día con la historia, entender lo que pasa en el siglo XXI –esta especie de locura colectiva a la que inesperadamente nos vemos arrojados, esta desconcertante sucesión de acontecimientos inconcebibles, esta repentina pérdida de asideros y puntos de apoyo– con referencias propias del siglo XXI. Nada mejor para ello, nada más oportuno, nada más disponible y al alcance de la mano, que desentrañar la maquinaria que convenció al mundo de que los molinos eran gigantes, los rebaños ejércitos y la gripe pandemia, y descubrir de qué manera se propone sacar partido de nuestro quijotesco anacronismo. Las referencias equivocadas hacen ver cosas que no son, y no permiten ver las que son. Si no acertamos a identificar qué es lo que amenaza hoy nuestros valores, mal vamos a asegurarnos su defensa.

–Santiago González
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