VIRUS, MENTIRAS Y TESTEOS

La Universidad Johns Hopkins propone un recuento de contagios y muertes irrelevante para los virólogos pero eficaz para crear pánico


Artículo #5 de 5 en la serie “Una pandemia ideal”


Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

Nota original: https://gauchomalo.com.ar/virus-mentiras-y-testeos/

“Lo que estamos analizando en las cifras está mal hecho: o no es Covid, o las cuentas no dan”. Pablo Goldschmidt, un virólogo argentino que hizo su carrera en el ministerio de salud francés, lo dice sin rodeos. Repasa los números comúnmente aceptados y expone su incongruencia: “No hay ninguna lógica al analizar las cifras de mortalidad. Algo no cierra si digo que en Bélgica hay 797 fallecidos por millón, Alemania tiene 100 y Nigeria tiene uno. O en Panamá, que tiene 68 fallecidos por millón, México tiene 54 y Venezuela, cuatro. Argentina tiene 10 fallecidos por millón, Sudáfrica siete y Australia cuatro, pero Guinea tiene uno por millón de habitantes. Cuando veo esto, digo que todo esto no sirve.”

Cuando el CoV2 desembarcó en la Argentina y hubo que examinar la cuestión en detalle, lo primero que me llamó la atención fue la falta de correspondencia entre los datos escalofriantes y las fotos macabras que llegaban de Europa y las cifras de mortalidad registradas en esos mismos escenarios: nada se apartaba de la normalidad. El doctor Goldschmidt, a través de una entrevista concedida a Infobae a fines de marzo, fue la primera autoridad científica en la que pude apoyarme para suponer que no andaba descaminado. Casi dos meses después su visión es la misma: “Numerosos analistas dicen que en los primeros cuatro meses de 2020 hubo más muertos que en 2019, probablemente por el Covid”, señaló en una reciente disertación. “Cuando se miran las cifras, son casi los mismos muertos que en 2018”.

En la primera nota que escribí sobre el tema, a partir de esa misma comprobación, planteé la hipótesis de que sobre el virus biológico, del cual todavía no tenemos mucha información, se había montado un virus ideológico que prometía ser mucho más peligroso. Las notas siguientes estuvieron dedicadas a rastrear los orígenes y las razones de ese virus ideológico. Esta vez quiero ocuparme de su peligrosidad, de su poderosa capacidad de contagio, que le permitió infectar con pareja intensidad a la prensa y la política, a los gobiernos y la comunidad científica, portadores para nada pasivos cuyos dichos y acciones mantienen aterrorizadas a las sociedades occidentales.


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El terror social se origina en una falsedad, y esa falsedad tiene un epicentro: la Universidad Johns Hopkins. El 23 de enero, tan pronto el virus comenzó a propagarse, con una celeridad y eficacia expositiva que suponen un entrenamiento previo (el famoso Event 201), la universidad comenzó a difundir, desde el sitio Coronavirus Resource Center, y con datos de la Organización Mundial de la Salud, cifras continuamente actualizadas sobre la evolución, en el mundo y en cada país, de los contagios y las muertes atribuidas al CoV2. El sitio proveyó enlaces para que los medios pudieran incorporar esos contadores a sus respectivas plataformas, y se convirtió en modelo para presentar la información sobre el virus. Ni la OMS ni la Johns Hopkins podían ignorar que las cifras ofrecidas se recogían de cualquier manera, eran incoherentes e incompatibles entre sí, resultaban irrelevantes en términos científicos o estadísticos, y carecían de cualquier utilidad más allá de la propaganda.

La prensa aceptó encantada el plato servido, se amparó en la autoridad de sus firmantes, y se desentendió de la seriedad de los números. Más aún, replicó la idea en sus áreas de influencia, como podemos ver entre nosotros, donde cada noche los canales de noticias interrumpen sus programas con un Alerta o un Último momento para anunciar las cifras de muertes y contagios de la jornada, las mismas cifras que el nuestro y todos los países recogen como mejor pueden, con técnicas y criterios y alcances diferentes, transmiten a la OMS y ésta entrega a la Universidad Johns Hopkins. Las mismas cifras sobre las que los políticos, los gobiernos y los expertos que los asesoran toman sus decisiones. Pues bien: esas cifras así presentadas son una patraña, una mentira, un engaño, una falsedad. Por eso no le cierran al doctor Goldschmidt ni a nadie que las examine con apenas una pizca de sentido común y sobre la evidencia elemental de que ningún país del mundo está en condiciones razonables de contar cuántos contagiados hay en su territorio ni cuántos muertos por el virus.

Empecemos por la cifra de los contagiados. ¿Cómo se obtiene? Sabemos lo que pasa en la Argentina: la autoridad sanitaria hace pruebas según criterios que han variado con el tiempo: primero a los que declaraban ciertos síntomas y a los que habían tenido contacto con ellos; luego se agregaron algunos exámenes al azar en estaciones de ferrocarril, más tarde abandonados en favor de poblaciones consideradas de riesgo como internados en asilos y geriátricos, o habitantes de barrios de emergencia. En un primer momento, los tests los hacía sólo el Estado; luego se autorizó la práctica privada. De esas experiencias cambiantes salieron, y salen, las cifras diarias de contagios que, por resultar de pruebas efectuadas según criterios distintos, representan distintas cosas y sin embargo se las presenta como si fueran un continuo. Y la OMS las suma al continuo mundial que divulga la Universidad Johns Hopkins.

Bien descriptas, las cifras así obtenidas no muestran el número de contagiados sino el número de contagiados detectados por los tests realizados cada día, que es una cosa distinta. El sentido común dice que la cifra real de contagiados probablemente sea mucho mayor, e incluya a los pacientes asintomáticos, o escasamente sintomáticos, y a los que nunca fueron alcanzados por un test ni tuvieron los medios, los conocimientos o la oportunidad de dar aviso de su estado a alguna autoridad sanitaria. El sentido común también dice que para saber cuántos contagiados efectivamente hay en su territorio, y cómo evoluciona ese número día tras día, cada país debería examinar a todos y cada uno de sus habitantes día tras día, empresa a todas luces materialmente imposible.

Insisto. El número de contagios que la televisión anuncia cada noche, con expresiones de alivio o preocupación según supere o no al del día anterior, es en realidad el de contagios detectados, que no guarda relación alguna con el número de contagios reales que pudo haber existido. La detección depende de cuántos tests se hicieron, dónde se hicieron y cómo se hicieron. No es lo mismo examinar a mil personas con una prueba rápida en la estación Constitución que a cincuenta ancianos de un geriátrico con un análisis exhaustivo. Como la detección resulta de circunstancias cada día distintas, que nunca se aclaran, los números ni siquiera son comparables, ni su variación justifica el optimismo o el pesimismo. Con mayor o menor grado de seriedad, cosas parecidas ocurren en el resto del mundo.

Esas cifras de contagios detectados,  que no significan absolutamente nada, ni en sí mismas, ni en relación con otras similares, propias o ajenas, han servido para sustentar toda una serie de indicadores que el gobierno, los expertos y los periodistas arrojan diariamente sobre el respetable pero nunca respetado público. Entre los más socorridos figuran la curva de contagios (que tercamente tiende a empinarse pero que los políticos, asesorados por los expertos, buscan aplanar), el índice de propagación (ese que se escribe R0, pero nadie sabe cómo se pronuncia, y que debería ser inferior a 1 para estar tranquilos), y el plazo de duplicación de los contagios (cuanto mayor mejor).

Como esos indicadores se construyen sobre un número esencialmente arbitrario, el de los contagiados, resulta evidente que nadie puede, a partir de ellos, afirmar nada sobre el aumento o disminución de los contagios, ni sobre la capacidad de propagación del virus, ni su velocidad. Sin embargo, periodistas, expertos y funcionarios, abusan de esos indicadores para disertar sobre cosas que nunca aciertan a explicar con claridad. Para disimular esa dificultad usan un lenguaje saturado de expresiones tremendas como “pandemia”, “víctimas fatales”, “infectados”, “grupos de riesgo”, “cuarentena”, “confinamiento”, “pico inminente”, que, desplegadas sobre el telón de fondo de las cifras del día, no tienen otro efecto que el de sembrar el pánico en la población y someterla psicológicamente. “Hay que bajar un poco esta locura de estar mostrando cifras de muertos todo el día, como si fuera un exorcismo”, reclamó Goldschmidt. “Ya basta, llegamos al límite de lo tolerable.”


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Lo que dije respecto del número de contagiados, que no es tal, puedo también decirlo respecto del número de fallecidos, que tampoco es tal. Los científicos todavía no se han puesto de acuerdo sobre la letalidad de este virus corona: no han logrado determinar si es mayor o menor que la de otros virus gripales, ni han podido decidir en qué consiste; unos dicen que ataca el sistema respiratorio, otros afirman que despliega su acción nociva en el sistema circulatorio. Sin embargo, otra vez, todas las noches la televisión anuncia con la alarma del caso que en la jornada el virus mató a tantas personas. ¿Cómo lo saben? En realidad no lo saben. En el mejor de los casos saben que el fallecido era portador del virus.

Pero la abrumadora mayoría de los muertos en estas condiciones, en la Argentina y en el mundo, son ancianos con enfermedades preexistentes. ¿Murieron por el virus o con el virus? ¿Cómo asegurarlo sin una autopsia, que en ningún caso se ha hecho? Probablemente el virus haya apurado un desenlace que iba a producirse de cualquier manera. Pero la prensa, los expertos, los gobernantes nunca aclaran estas cosas porque le quitarían dramatismo a los números. Con el mismo propósito (no se me ocurre otro) escamotean las cifras reales de mortalidad total, mundiales y locales. En su momento, el diario Clarín informó que en la primera quincena de abril la mortalidad en la ciudad de Buenos Aires había descendido un 20%. La publicación de ese dato no se repitió en períodos posteriores.

Parecería que la prensa, los expertos y los gobernantes sólo estuvieran interesados en mantener el clima de terror, fascinados con una situación que inesperadamente los ha puesto en el centro de la escena, les ha dado poder. Y todos tratan de aumentar la apuesta. La prensa suma nuevas maneras de atemorizar: la última expone la “edad promedio de contagio”. Como un virus se lo pesca cualquiera, el nuevo indicador arroja un número muy inferior a la “edad promedio de muerte”, y ahora ningún joven puede sentirse a salvo pensando que sólo los viejos están amenazados. Del mismo modo, los expertos aportan teorías cada vez más amañadas: la última dice que el virus parece cosa de viejos porque se cuentan los muertos en los geriátricos, que si no se los incluyera otro gallo cantaría. (Se la escuché a un médico que es también político, cuyo nombre no incluyo por razones humanitarias.) Y los gobernantes, por fin, aprovechan la ocasión para testear con mayor o menor disimulo los mecanismos de control social que han acumulado en su caja de herramientas, poniendo a prueba el nivel de tolerancia de la sociedad.


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Lo cual nos lleva finalmente al tema de los tests. “Testear, testear y testear”, es el mantra en el que coinciden personas que no tienen idea de lo que están hablando, y que repiten como loro lo que escucharon en algún lado o leyeron en el sitio de la OMS: “No hicimos los tests a tiempo…”, “No había insumos…”, “Se hacen pocos tests…”, “Hay que testear a los grupos de riesgo”, “…las villas”, “…las estaciones”, “…los geriátricos.” Con permiso, voy a tratar de hacerme un lugarcito en la tribuna. Hay, me parece, dos tipos de tests: los que se hacen con propósitos preventivos, para detectar al infectado y a su entorno y aislarlos del resto, y los que se hacen con propósitos estadísticos, de diagnóstico, para observar el progreso de la infección en la sociedad, a qué grupos afecta, y cuál es su dinámica. Los tests del primer tipo no sirven a los fines del segundo, pero los del segundo tipo bien podrían servir a los del primero. ¿De cuál estamos hablando?

Los tests del primer grupo sirven para proteger vidas individuales y reducir los riesgos a terceros, como sirven una ambulancia o un camión de bomberos. Los test útiles para definir políticas sanitarias son los del segundo grupo, y no necesitan ser muy numerosos, sino estar bien dirigidos. Cualquier sociólogo ducho en sondeos de opinión podría haber ayudado, en principio porque tienen bien caracterizados los distintos segmentos sociales como para ir directamente a ellos y además porque el procedimiento debería ser el mismo: tomar muestras aleatorias, periódicas, y en condiciones similares, y estudiar su evolución en el tiempo. En lugar de hacer preguntas, practicar un hisopado. Pruebas de este tipo habrían permitido obtener cifras coherentes, comparables y estadísticamente útiles para extraer conclusiones y tomar decisiones.


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Los medios, los políticos, los gobernantes no pueden ignorar la falta de seriedad y relevancia de los recuentos de contagios y fallecimientos divulgados por la Johns Hopkins y la OMS, ni la escasa utilidad de los tests en general preventivos recomendados por la OMS y entidades similares, no pueden ignorar que esas prácticas probablemente encierren un propósito diferente del que aparentan tener. No pueden ignorar que el recuento de infecciones y muertes sólo sirve para afianzar el miedo y la sumisión social, no pueden ignorar que los tests de diagnóstico brindarían una magnífica herramienta para medir la evolución de la inmunidad de rebaño, que es la única solución realista frente a la moderada amenaza que plantea este virus.

Si lo ignoran es porque comparten los objetivos subalternos de esos grupos y organizaciones globalistas, embarcadas en proyectos planetarios de ingeniería social, que describimos en nuestra nota anterior. “El tratamiento científico y mediático (del coronavirus) provocó una contracción de la democracia”, observó Goldschmidt en la exposición reseñada por Infobae. “Muchos pensadores están preocupados por el estado de sopor, por el consentimiento que tuvo la población. Se pierde la libertad por la ilusión de ser curados, y por esa ilusión se acepta la violencia institucional. Hay un acoso incesante de la fuerza pública”, dijo. Efectivamente, detrás del virus hay otra cosa. Mucho más peligrosa.

–Santiago González


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