SANTA SOFÍA
Nuestros mitos fundadores son cristianos, nuestros grandes caudillos son santos y guerreros; nuestras fiestas, nuestras canciones, nuestros refranes y hasta nuestras rutinas tienen un origen cristiano bajo el que transpira la primitiva religión natural
Nota original: https://elmanifiesto.com/tribuna/471941830/Santa-Sofia.html
Cuando el abad Suger empezó la renovación de Saint-Denis, aquella obra que originó el milagro del gótico y el esplendor de las catedrales, su objetivo no era otro que emular la aérea luminosidad de Santa Sofía, de hacer patente a los fieles la mística de la luz que desde Plotino a la Escuela de Chartres había fascinado a los intelectos europeos. Dos siglos antes, según cuenta la Crónica de los Primeros Tiempos rusa, los legados de Vladímir de Kíev fueron a Constantinopla y les asombró tanto la magnificencia del primer templo de la Cristiandad y fue tanta la belleza de la liturgia, que les pareció estar en el cielo, entre los coros de los ángeles. Dice la leyenda que el príncipe del Rus, después de escuchar este relato, decidió convertir sus dominios al cristianismo. Gracias al arte y a la mucha ciencia de Antemio de Tralles y de Isidoro de Mileto (y al empeño de Justiniano), hoy disfrutamos de la liturgia rusa, de las novelas de Dostoievski y de los iconos de Rúbliov.
Santa Sofía es el culmen de la tradición constructiva romana, el resultado de unos saberes que nos han dejado el Panteón de Roma, el puente de Alcántara y las bóvedas del Coliseo. La enorme cúpula es un logro de la ingeniería imperial y de su conocimiento tanto de la geometría como de la resistencia de los materiales. La era de Justiniano (527-565) es el último impulso constructor del mundo antiguo, a apenas un siglo de entrar en el primer medievo. Primer templo de la Cristiandad, con el que el emperador se jactó con justo motivo de superar a Salomón, Santa Sofía fue durante casi un milenio la iglesia más espectacular del orbe. Tendrían que pasar siete siglos para que Chartres, Reims o Beauvais la desafiasen. El 29 de mayo de 1453 las tropas turcas entraron en su recinto, Mehmet Fatih extendió su alfombra y oró la primera azalá islámica. Desde entonces hasta 1931 Santa Sofía es mezquita, símbolo de la conquista de la Gran Manzana por los otomanos y meta de una nunca olvidada reconquista por griegos y eslavos, nostálgicos de la antigua Tsarigrad. Como mezquita, Santa Sofía fue el modelo de las milagrosas construcciones de Sinán, en especial de las espectaculares Suleymaniya de Estambul y Selimiya de Edirne. Frente a ella, en el siglo XVII, se alzó la más hermosa de todas: la mezquita Azul. Convertida en museo en 1935 por Ataturk, Santa Sofía, por primera vez en más de mil años, dejó de ser sagrada; se convirtió en uno de los símbolos de la secularización kemalista, como la adopción del alfabeto latino, la persecución de las cofradías sufíes o la “liberación” del velo en las mujeres.
Este año, hace unos días, el presidente Erdogan ha devuelto a la vieja iglesia su condición de mezquita, lo que ha provocado la indignación de los laicistas y una suerte de protestita cobarde y abstrusa del aparcero de la cátedra de San Pedro. Para el biempensante occidental, esta medida es un paso atrás en la marcha triunfal del laicismo y para las iglesias ortodoxas (las únicas que todavía creen en Dios) un triste recordatorio de que su gran templo sigue en manos de los infieles. Sin embargo…
He tenido la suerte de estar tres veces en Santa Sofía. Al visitarla no es difícil darse cuenta de que se trata de un edificio violado, que ha sufrido una profanación. Testigos de ello son los prodigiosos mosaicos que sobrevivieron al iconoclasmo turco, los mudos recuerdos de una civilización refinada y espiritual, que no pudo resistir la presión conjunta de la codicia de Occidente y de la barbarie de las estepas. Las columnas y los capiteles clásicos contrastan con el lenguaje formal turco, con los delicados mocárabes y los azulejos persas que caracterizan el arte otomano, más inspirado en Irán que en Bizancio. Todavía más que en la mezquita de Damasco o en la Cúpula de la Roca, hay elementos demasiado griegos, hay mucha romanidad triunfante. Santa Sofía sólo volverá a ser ella misma cuando en su altar se oficie la liturgia bizantina y sus paredes se decoren con mosaicos dorados. Pero esa es otra cuestión.
De momento, Santa Sofía es una mezquita y es mejor que sea eso a que siga siendo un museo. Erdogan ha sido valiente, su decisión le devuelve a la iglesia de la Divina Sabiduría la condición de espacio sagrado y de símbolo vivo de la nación turca. Una de las notas características de esta época de regresión espiritual absoluta que padecemos es el cegar las fuentes de la fe, el convertir en museo lo que fue templo. Los poderes que dominan la modernidad son decididamente enemigos de todo aquello que le recuerde al hombre que tiene un alma y que no es una mera unidad de producción y consumo. Secar la savia del impulso religioso o encarcelar la espiritualidad en el ámbito de lo privado es uno de los fines esenciales del sistema en el que vivimos. Hemos llegado a tal extremo que es políticamente más significativo el género al que uno pertenece que su religión. Así nos va. Pero la fe sólo tiene sentido si se vive en comunidad, si se hace pública, si conquista las calles. La religión tiene que salir del armario. Eso es lo que hace la Turquía de Erdogan, que ha perdido su complejo de inferioridad frente a una Europa incrédula, atea, avara, mezquina, degradada, sin fe, sin hijos, sin futuro y en vías de islamización en sus países clásicos, como Francia o España.
Mientras Europa destruye a conciencia la idea de Cristiandad, a la que debe su ser, de la que ha surgido como un sujeto histórico diferenciado, Turquía vuelve al Islam, redescubre su alma y se reencuentra en la magia sutil del sufismo. Nuestros mitos fundadores son cristianos, nuestros grandes caudillos son santos y guerreros; nuestras fiestas, nuestras canciones, nuestros refranes y hasta nuestras rutinas tienen un origen cristiano bajo el que transpira la primitiva religión natural. Porque en Europa no se puede ser pagano sin ser cristiano. Y viceversa. ¿Podemos hablar de Europa sin san Isidoro, san Luis, san Fernando, santa Juana de Arco, san Eduardo, san Olaf o san Vladímir? ¿Qué sería de Europa sin Notre-Dame, El Escorial, el monte Athos, la catedral de san Basilio o el Vaticano? ¿Y sin Homero, Snorri Sturlusson o Jenofonte? Todo eso está siendo destruido por el nihilismo economicista de nuestros dirigentes, que en la iglesias ven monumentos, en los ritos folklore, y superstición en las creencias que han forjado durante dos milenios nuestras concepciones de la familia, la patria, la belleza, el honor o la libertad. Para ellos sólo existe el dinero. Su alma hace tiempo que la vendieron.
Erdogan le devuelve la vida y el ánima a lo que la esterilidad del racionalismo imperante quiere convertir en planta seca de herbario. Mientras, la Unión “Europea” no pierde ninguna oportunidad de renegar de su esencia cristiana y de ponerla en igualdad de condiciones con cualquier cosa que diluya, degrade, niegue o disipe la esencial identidad de todos los europeos. Y así nos vamos convirtiendo en un “espacio” susceptible de llenarse con cualquier contenido, en un solar urbanizable, en un descampado, en un yermo de las almas, en un campamento de nómadas, en una gran superficie repleta de sucedáneos baratos, en un museo lleno de cosas muertas, cada vez más difíciles de comprender y de explicar. La tradición consiste en transmitir un legado de padres a hijos: Erdogan quiere que los turcos sigan siendo lo que son, que sigan poseyendo un alma. Europa no lega nada, incluso le corta las manos a sus hijos para que no puedan recoger ese legado.
Justiniano elevó un templo a la Divina Sabiduría que todavía hoy se alza en la frontera de Europa y Asia, en una ciudad predestinada para ser capital de imperios, al contrario de la moderna, burocrática y provincial Ankara. En Occidente pocos templos se le han dedicado a la celeste Sofía. El renegar de ella nos ha llevado a donde estamos. Dios quiera que nos ilumine en los recios tiempos que nos esperan.
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