HILLARY: "FUIMOS, VIMOS Y ¡SE MURIÓ!" (3 de 5)
Autor: Santiago González (@gauchomalo140)
Nota original: https://gauchomalo.com.ar/hillary-fuimos-vimos-murio/
Para Hillary Clinton, Albright representaba todo lo que ella quería ser: rica, poderosa y “europea”. Las dos se habían educado en el Wellesley College, una universidad privada para mujeres, y aunque Madeleine era diez años mayor ambas se jactaban de esa confraternidad. Se dice que Hillary, como primera dama, influyó para que Albright fuera nombrada secretaria de estado. Madeleine le respondió acompañándola y guiándola en sus ambiciones, incluso en sus frustrados intentos de llegar a la presidencia en 2008 y 2016. Y estuvo a su lado cuando en 2009 Barack Obama la convocó para que ocupara el mismo sillón en el Departamento de Estado que Madeleine había desocupado ocho años antes. Pero a Hillary nunca le preocuparon como a su mentora las cuestiones geopolíticas: la impulsaba la más crasa y simple ambición de poder y de dinero.
Su desempeño en la secretaría de estado estuvo dominado por la intención de mostrarse dura, intransigente y “presidenciable”, y sus decisiones tuvieron consecuencias mucho más catastróficas en términos humanos y políticos que las de Albright; ésta pareció obsesionada con los Balcanes porque sabía que si atacaba a Yugoslavia le mojaba la oreja a Rusia, y ese reto tenía que ver con sus concepciones geopolíticas. Clinton se volcó hacia el medio oriente, señala la experta en corrupción y terrorismo Rachel Ehrenfeld, entre otras cosas porque los suníes (Arabia Saudí, y especialmente Qatar) eran proveedores asiduos de donaciones para la Fundación Clinton, creada cuando su marido dejó la presidencia. Según denuncias por conflicto de intereses, esas donaciones no cesaron cuando Hillary asumió la secretaría de estado.
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Al iniciarse la segunda década del siglo, Clinton estaba más ocupada en encontrar “su oportunidad” que en definir el lugar de los Estados Unidos en el mundo. Ehrenfeld recuerda que en pleno estallido de la “primavera árabe” (revueltas contra gobiernos autoritarios que se propagaban de un país a otro) Clinton emprendió una gira por el Golfo Pérsico para discutir cuestiones de seguridad regional cuya agenda no hacía la menor referencia a los sucesos que en esos momentos conmovían a Túnez y Egipto, y que iban a enmarcar sus grandes desaciertos en la Secretaría de Estado, empezando por el derrocamiento y asesinato de Muammar Gaddafi en Libia. Revisados los comentarios de la época y los análisis posteriores, todo indica que Clinton, impulsada por su doble ambición de poder y dinero, le hizo el juego a dos que sí sabían lo que querían: el presidente de Francia Nicolas Sarkozy y la familia Al Thani, la casa reinante de Qatar.
A fines de 2010, la monarquía catarí estaba exultante. Su propósito de convertir el poder económico de su pequeño reino en influencia política marchaba viento en popa: la señal de noticias Al Jazeera le permitía proyectar sobre el mundo árabe una mirada suní, con simpatías por la Hermandad Musulmana; desde 2006, la versión en inglés de Al Jazeera ofrecía una visión árabe de las noticias en términos familiares para el público occidental; sus esfuerzos como mediador en los conflictos del medio oriente, particularmente en el Libano en 2008, habían resultado exitosos y, como frutilla de la torta, la FIFA acababa de aceptar su postulación para organizar el mundial de fútbol de 2022. La “primavera árabe” le daba la doble oportunidad de mostrarse alineada con Occidente y de respaldar con dinero y propaganda unas revueltas en las que sus protegidos de la Hermandad Musulmana tenían o buscaban protagonismo. Los viejos lazos con los Clinton iban a convertir a Hillary en interlocutora dilecta de Qatar a esos efectos.
El 17 de febrero de 2011 las tensiones acumuladas tras largas décadas de gobierno autoritario de Gaddafi estallaron en violentas protestas populares. Esas tensiones eran más políticas que económicas y encontraron su centro en Bengazi, la segunda ciudad del país. Agentes de la inteligencia francesa acudieron de inmediato con dinero y asesoramiento para la creación de un gobierno paralelo encabezado por Mustafá Jalil y anunciado el 27 de febrero. En nombre de Sarkozy, le prometieron el reconocimiento oficial a cambio de favorecer los intereses de Francia, especialmente en materia de petróleo. Sarkozy recibió a Jalil el 10 de marzo en el Elíseo, y cumplió su parte del pacto. Según versiones no confirmadas de la inteligencia estadounidense, desde mediados de abril se advirtió la llegada a Libia de ejecutivos de grandes empresas francesas confundidos entre el pasaje de vuelos humanitarios.
La mesa para el desastre en Libia estaba servida. Sólo faltaba que los Estados Unidos pusieran en marcha la máquina bélica. Clinton ya había escuchado a los cataríes, y había visto por televisión la manera como Al Jazeera presentaba la primavera árabe. Sarkozy, y también el primer ministro inglés David Cameron, con un ojo puesto en el petróleo libio, miraban con el otro hacia Washington a la espera de una intervención militar, agitando el fantasma de un baño de sangre conducido por Gaddafi contra la población civil en rebeldía. “Los teléfonos estaban al rojo con las llamadas de nuestros aliados europeos más cercanos, que nos pedían les ayudáramos a evitar lo que describían como un genocidio masivo. Y teníamos a los árabes de nuestro lado, diciéndonos: ‘Queremos que nos ayuden a lidiar con Gaddafi’,” recordaría Clinton más tarde.
Argumentando que los Estados Unidos no tenían en Libia ningún interés nacional evidente en juego y que las operaciones podrían resultar más prolongadas y costosas en vidas que lo anticipado, el secretario de defensa Robert M. Gates, el asesor de seguridad nacional Thomas E. Donilon y su segundo Denis McDonough, el jefe de gabinete Willam M. Daley, el jefe del estado mayor conjunto Michael Mullen, y el asesor de seguridad interna John Brennan, entre otros, hicieron conocer su oposición a la acción militar, según recordaría el secretario Gates en su libro Duty y olvidaría Clinton. Los únicos apoyos que tuvo la acción armada en el gobierno de Obama provinieron de otras dos mujeres cercanas a la secretaria de estado: Susan Rice, embajadora ante la ONU, y Samantha Power, asesora de la Casa Blanca.
A comienzos de 2011, Gaddafi no representaba peligro alguno para Occidente. Aleccionado por la invasión estadounidense de Irak, hacía rato que había abandonado sus sueños panarabistas, cerrado los campos de entrenamiento para terroristas, y renunciado a sus programas nucleares y misilísticos. A modo de reconocimiento, su gobierno fue aceptado como miembro no permanente del consejo de seguridad de la ONU entre 2008 y 2009. Desde hacía tiempo buscaba incorporar al poder a su hijo mayor Saif al Islam, que había obtenido un doctorado en la London School of Economics y era un mimado de las élites europeas. Cuando los rebeldes instigados por Francia formaron un gobierno alternativo en Bengazi, Gaddafi despachó tropas para reprimirlos, pero nada permitía pronosticar un genocidio ni un baño de sangre.
Sin embargo, Clinton estaba convencida de que una acción militar conducente a un cambio de régimen en Libia iba a promover su propia carrera política. Cuando los 21 miembros de la Liga Árabe (todos con antiguos resentimientos contra Gaddafi, todos más o menos influidos por la Hermandad Musulmana) pidieron al Consejo de Seguridad de la ONU que reconociera al gobierno rebelde, la secretaria entendió que contaba con su aprobación para un bombardeo. Viajó a París, se entrevistó con delegados europeos y árabes, escuchó a Sarkozy decirle “Algo hay que hacer”, tomó una decisión y se la comunicó a Obama. A diferencia de Albright, Clinton pidió y obtuvo un ambiguo mandato del Consejo de Seguridad que autorizaba “todas las acciones necesarias” enderezadas a “proteger a la población civil”.
Aviones estadounidenses neutralizaron primero todo el poder aéreo libio, y de inmediato la OTAN pasó al ataque. Como no había población civil que proteger porque nadie, excepto los insurgentes, estaba amenazado, la coalición Noratlántica se dedicó a bombardear a las tropas y las instalaciones militares libias. Según documentación conocida en 2015, el hijo de Gaddafi desde Trípoli, congresistas de los dos partidos y funcionarios del Pentágono desde Washington abrieron múltiples canales de diálogo para detener los bombardeos, pero Hillary bloqueó todas y cada una de esas iniciativas. “Todo lo que me responden en el Departamento de Estado es que no quieren saber nada”, le dijo un funcionario de inteligencia estadounidense a Saif Gaddafi. “La secretaria Clinton no quiere negociar”.
El contralmirante Charles R. Kubic, que fue asesor de los gobiernos de Ronald Reagan y Donald Trump, contó que “semanas después de la revolución hubo dos oportunidades válidas para un cese del fuego, una presentada al Departamento de Defensa y al Estado Mayor Conjunto, y otra presentada al Comando Estadounidense en África sobre negociaciones directas entre comandantes militares para lograr la abdicación de Gaddafi en la que estuve personalmente involucrado. Ambas oportunidades fueron rechazadas y abortadas por la secretaria Clinton [quien] ya se había reunido con los rebeldes en París y comprometido el apoyo a su revolución”
Los bombardeos de la OTAN siguieron hasta octubre, cuando un Gaddafi acorralado apareció escondido en una cueva en Sidra, fue capturado con vida y arrojado a los brazos de una turba, maltratado, vejado y humillado, y finalmente, según versiones confiables, rematado de un balazo en la cabeza por un agente francés infiltrado entre la muchedumbre desencajada. “We came, we saw, he died!”, se pavoneó Hillary Clinton ante las cámaras de TV, parafraseando torpemente la frase histórica de Julio César. Más de 1.000 civiles muertos y 4.500 heridos dejaron los bombardeos según fuentes libias; 65 y 40 según las Naciones Unidas. La tragedia de Libia no terminaba allí, sin embargo, sino que apenas empezaba, e iba a proyectarse sobre toda Europa.
Que a Clinton le importaban un comino la suerte de Libia y los libios, los derechos humanos y el peligro de un baño de sangre lo prueba el hecho de que toda su preocupación previa a los bombardeos se concentró en asegurarse apoyos internacionales, en Europa y el mundo árabe, y cubrirse legalmente bajo el amparo de un mandato de las Naciones Unidas. Lo que pudiera ocurrir una vez derrocado el régimen la tenía sin cuidado: su único contacto con los rebeldes libios fue una sumaria entrevista en París con Mahmoud Jibril, un doctor en ciencias políticas de la Universidad de Pittsburg, que había trabajado para Gaddafi y gozado de la amistad de su hijo Saif pero cuyas ideas modernizadoras terminaron por enviarlo al exilio en Qatar. Ahora este alto integrante de la Hermandad Musulmana en Libia se presentaba como primer ministro del gobierno de transición encabezado por Mustafa Jalil, y a Hillary le pareció agradable y educadito.
Sin embargo, los bombardeos de la OTAN, que condujeron al asesinato de Gaddafi en octubre de 2011 y desbarataron su régimen, provocaron la implosión de Libia como nación organizada (y como tapón al tráfico de migrantes africanos hacia Europa) y desencadenaron una guerra entre facciones políticas y religiosas, atravesadas por intereses múltiples, que no se ha resuelto doce años después. Las decisiones de Hillary Clinton causaron miles de muertos, decenas de miles de heridos y enfermos, y centenares de miles de desplazados de sus hogares que buscaron y siguen buscando un destino en la Europa mediterránea, aún a riesgo de morir en el intento. Es imposible poner en palabras lo que esto implica en términos de sufrimiento humano. Pero para esta mujer lo suyo no fue más que una manifestación de “poder inteligente” (smart power) y así lo defendió durante su campaña para la presidencia en 2009.
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Más que esas catástrofes humanitarias, de la que a veces ni llega a tener conciencia porque la prensa se las oculta, el público de su país le reprochó a Clinton lo ocurrido en Bengazi en septiembre de 2012, cuando uno de los grupos islámicos en pugna en Libia atacó un complejo diplomático estadounidense, causando la muerte del embajador, un funcionario del servicio exterior y dos mercenarios. El episodio quedó incluso registrado en una película famosa. Lo que no quedó registrado es que ese complejo y otro vecino eran verdaderos nidos de agentes de la CIA dedicados a recoger armas que habían pertenecido a las huestes de Gaddafi y despacharlas hacia los rebeldes que en Siria procuraban derribar el régimen de Bashir al Assad. Esta operación, revelada por el periodista Seymour Hersh y negada por Washington, enlazaba la tragedia de Libia con el otro gran desatino político de Hillary Clinton: la guerra civil siria.
En varios artículos, el economista Jeffrey Sachs describió con toda precisión la naturaleza de ese conflicto: nada tiene que ver con Assad ni con Siria, sino con Irán y con Rusia, que son sus aliados. Por diferentes razones, algunos jugadores en el tablero del medio oriente (Arabia Saudí, Turquía e Israel) querrían ver a Irán fuera del mapa; por sus propias razones, además, los Estados Unidos querrían ver a Rusia -que posee una base naval en la costa siria sobre el Mediterráneo- fuera del medio oriente. Desde sus épocas de senadora, Clinton venía apoyando la idea de aislar y debilitar al gobierno sirio, y en ese sentido fue coautora en 2004 de un proyecto de ley que exigía de Damasco desarmarse, retirarse del Líbano y negociar con Israel bajo la amenaza de severas sanciones económicas.
Ya como secretaria de Estado, Clinton promovió en 2010 unas negociaciones secretas con el régimen de Assad para apartarlo de los iraníes. Como esas conversaciones fracasaron, el Departamento de Estado y la CIA se volcaron hacia su alternativa preferida: el “cambio de régimen”. La primavera árabe, otra vez, les ofreció la oportunidad. Las protestas populares que se encendieron en Siria, donde el descontento con el gobierno ya era amplio y antiguo, comenzaron por reclamar mayores libertades, pero gradualmente, y según muchos observadores por la acción de agentes infiltrados por la CIA, pasaron a exigir justamente “un cambio de régimen”. En agosto de 2011, Washington anunció su posición oficial respecto de Siria: “Assad debe irse”.
Rusia y China, disgustados porque la OTAN había excedido en Libia el mandato de “proteger a la población civil” para convertirlo en un ataque frontal contra Gaddafi, usaron su poder de veto para frenar cualquier intento de intervención multilateral. Clinton convenció entonces al presidente Obama de que armara y entrenara a los rebeldes enfrentados a Assad. Washington asignó 500 millones de dólares a esa tarea. Pero el teatro de operaciones en Siria era infinitamente más complejo. “Los grupos armados apoyados por los Estados Unidos y sus aliados desde 2011”, observa Sachs, “se agrupaban bajo la bandera de un Ejército Libre Sirio. Pero no había tal ejército, sino grupos armados rivales con diferentes patrocinantes, ideologías y objetivos. Entre los combatientes había desde sirios disidentes y kurdos secesionistas hasta jihadistas suníes apoyados por Arabia Saudí y Qatar.”
Las armas y el entrenamiento reclamados por Clinton no sirvieron sino para fortalecer a los grupos islámicos más extremistas, que terminaron por sembrar el terror en todo el país en una devastadora guerra civil que más de una década después no se ha resuelto, y cuyo costo en términos de sufrimiento humano, una vez más, es inabarcable. “La política estadounidense resultó un fiasco masivo y horrible”, escribe Sachs. “Assad no se fue, ni fue derrotado. Rusia acudió en su apoyo. Irán acudió en su apoyo. Los mercenarios enviados para derrocarlo resultaron ser unos jihadistas radicalizados con sus propias agendas.” Y agrega: “Si se conociera toda la verdad, los múltiples escándalos involucrados rivalizarían con Watergate en su capacidad de estremecer los cimientos del establishment estadounidense.”
En abril de 2012, las Naciones Unidas y la Liga Árabe comisionaron a Kofi Annan para negociar un cese del fuego. El ex secretario general de las Naciones Unidas elaboró un plan de seis puntos que según Reuters y Al Jazeera fue aceptado por Assad. Pero la intransigencia de Hillary Clinton hizo fracasar esa iniciativa. Su consigna era “primero el cambio de régimen, después el cese del fuego”. La centenaria revista norteamericana The Nation lo comentó así en su momento: “La exigencia estadounidense sobre la remoción de Assad y la imposición de sanciones como condición para iniciar en serio cualquier negociación, junto a la negativa a incluir a Irán en el proceso [algo sugerido por Annan], selló la suerte de la misión”. Frustrado por esa falta de respaldo, Annan renunció en agosto. A Clinton, y a Obama, la intransigencia no les costaba nada: la sangre era siempre siria.
Según estimaciones independientes, el número de muertos en la guerra civil siria desde 2011 hasta el presente supera los 600.000, de los cuales algo más de la mitad son civiles. Según cálculos de las Naciones Unidas, unos siete millones de personas debieron abandonar sus hogares, y otras tantas huyeron del país, para terminar hacinados en campamentos de refugiados en el mejor de los casos. A todo ello debe sumarse una cantidad no determinada de heridos, y de muertos no como consecuencia de acciones armadas sino por enfermedades y otras causas condicionadas por el estado de guerra. Para Clinton, la culpa de todo la tuvo Obama, por no haber armado un ejército lo suficientemente fuerte como para derrotar a Assad y por no haber ordenado bombardeos como lo habían hecho su marido y Albright en Yugoslavia, y ella misma y Obama en Libia.
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