MADELEINE: «UN PRECIO JUSTO A PAGAR» (2 de 5)

El Kosovo creado por Albright es hoy, paradójicamente, un modelo de limpieza étnica: 92 por ciento de albaneses, 96 por ciento de musulmanes, y los monasterios ortodoxos que los serbios habían erigido allí en la Edad Media destruidos o vandalizados


Autor: Santiago González (@gauchomalo140)


Nota 2 de 5 en la serie “TRES MUJERES INFAMES”

Nota original: https://gauchomalo.com.ar/madeleine/

Nota previa en la serie:  http://restaurarg.blogspot.com/2023/03/tres-mujeres-infames.html



E

ntre marzo y junio de 1999, fuerzas combinadas de la OTAN bombardearon Yugoslavia hasta obligar a su lider serbio Slobodan Milošević a ceder de hecho la provincia de Kosovo al control de un grupo terrorista albanés conocido por la sigla de KLA. La operación fue concebida desde el Departamento de Estado norteamericano, en ese entonces a cargo de Madeleine Albright, y conducida por la OTAN. Respaldada por una intensa y mentirosa campaña de prensa, Albright acusó a los serbios de promover en Kosovo una limpieza étnica contra la minoría albanesa. La realidad era exactamente al revés. Inmigrantes albaneses mayormente musulmanes se habían ido asentando a lo largo del tiempo en ese territorio históricamente serbio hasta convertirse en una mayoría hostil a la población original, cristiana ortodoxa, que comenzó a emigrar.

Ibrahim Rugova, un líder albanés inclinado hacia la negociación pacífica, buscó y en muchos casos obtuvo libertades políticas encaminadas a lograr la autonomía de Kosovo en el contexto de la República Federal Yugoslava. Pero pronto fue desafiado por un grupo de estudiantes extremistas, unidos bajo el nombre de Ejército Kosovar de Liberación (KLA), que no aceptaban otra cosa que la independencia total y absoluta, y respaldaban sus reclamos con acciones violentas contra la población y las instituciones serbias. A pesar de que funcionarios de su propio Departamento de Estado habían descripto al KLA como un grupo terrorista, Albright vio en ellos el instrumento ideal para adelantar sus propias ambiciones políticas, que iban mucho más allá de los Balcanes.

Aunque buscó y logró justificar su campaña contra Yugoslavia como una defensa de los derechos humanos, de las minorías étnicas y de las libertades civiles, esas cosas nunca habían tenido un lugar privilegiado en la agenda de Albright. En 1994, como representante de su país ante la ONU, se abstuvo de reconocer el genocidio en Ruanda (unos 600.000 miembros de la minoría tutsi asesinados a manos de los hutus, unas 300.000 mujeres violadas), hasta que las pruebas fueron abrumadoras. En 1996, declaró en un reportaje que la muerte de miles de niños en Irak, presumiblemente como consecuencia de unas sanciones estadounidenses, había sido “un precio justo a pagar”, y en 1998 sostuvo que “si tenemos que usar de la fuerza es porque somos los Estados Unidos, la nación indispensable.”

El presidente Clinton, que estaba a punto de finalizar su segundo mandato sin haber arrastrado a su país a una nueva guerra, se involucró sin embargo en el ataque a Yugoslavia atrapado en un juego de pinzas cuyos brazos se unían en algún punto: el rastro de semen en el vestidito azul de Mónica Lewinsky y la cargosa insistencia de Albright. Los observadores coincidían en que sin esa presiones Clinton nunca habría decidido autorizar los bombardeos. Tan grande era el interés de la secretaria de Estado, y tan intensa su campaña para conseguir la aprobación del ejecutivo, que en los mentideros cercanos al Capitolio la guerra de Kosovo pasó a ser conocida como “la guerra de Madeleine”.

Respecto de sus objetivos humanitarios, el ejercicio fue un fracaso: miles de muertos de todos los bandos, decenas de miles de desplazados, y el nacimiento de un país cuya soberanía no tiene reconocimiento unánime (tampoco el de la Argentina). Buena parte de la dirigencia del KLA, entre ellos su líder Hashim Thaçi, terminó acusada e investigada por violaciones a los derechos humanos y delitos comunes como el tráfico de órganos y el contrabando de heroína. El Kosovo creado por Albright es hoy, paradójicamente, un modelo de limpieza étnica: 92 por ciento de albaneses, 96 por ciento de musulmanes, y los monasterios ortodoxos que los serbios habían erigido allí en la Edad Media destruidos o vandalizados.

Pero, como lo demostraban sus antecedentes, las preocupaciones de Albright nada tenían que ver con los albaneses ni con los derechos humanos. Sus ambiciones tenían miras más altas: poner en marcha un sistema de organización mundial diferente del que había regido desde los años de la guerra fría, uno que reflejara lo que ella y quienes pensaban como ella veían como el triunfo indiscutido de los Estados Unidos luego del colapso de la Unión Soviética, un mundo unipolar diseñado desde la “nación indispensable” y sus aliados de la OTAN, e impuesto al resto del planeta, a las naciones “dispensables” como Yugoslavia. Era el fin de la historia que proclamaba (por esos años) Francis Fukuyama.

Antes de Kosovo, el sistema internacional, el lugar donde los dos bloques que se repartían el mundo dirimían sus conflictos, residía en las Naciones Unidas, y en especial en su Consejo de Seguridad. Sólo un mandato de las Naciones Unidas autorizaba la intervención militar en un tercer país. Al decidir exclusivamente en el seno de la OTAN y al margen de la ONU el ataque a Yugoslavia, Albright identificó a la alianza atlántica con la “comunidad internacional” y le asignó de hecho la potestad de atacar a cualquiera, en cualquier momento, y por las razones que fueran. El poder de veto que Rusia y China tenían en el Consejo de Seguridad quedó de pronto pedaleando en el aire.

Las consecuencias de ese episodio se proyectarían sobre lo que va del siglo, y en especial sobre la guerra en Ucrania, también como “modus operandi”. Los terroristas del KLA fueron entrenados desde su misma aparición en 1996 por los Estados Unidos y Alemania para hostigar a Yugoslavia, provocar la reacción de Milošević y denunciar luego violencia étnica. A la prensa, en su nuevo modelo de negocios, le correspondió el papel de constructora del relato, con la difusión de cifras falsas, datos fabricados y fotos engañosas, para presentar ante la opinión pública un conflicto concebido con propósitos ideológicos y geopolíticos como si se tratara de una defensa de las libertades y los derechos humanos. Lo mismo que ocurrió con las “revoluciones de colores” en la Europa del este, luego con el Euromaidan en Ucrania, y ahora mismo se insinúa en Georgia.

A la muerte de Albright en 2022, Hillary Clinton escribió una nota en el New York Times  en la que destacó su papel en la reconversión de la OTAN: “Como secretaria de estado, Madeleine ayudó a mi marido a recibir a Polonia, Hungría y la República Checa en la OTAN, terminada la Guerra Fría. Años después le pedí que encabezara una comisión internacional para redefinir la misión de la OTAN en el siglo XXI. Habiendo experimentado en carne propia los traumas históricos de Europa, comprendió que la seguridad proporcionada por la OTAN era clave para mantener al continente libre, unido y en paz. La vio como una alianza política, no sólo como un pacto militar, destinada a cimentar la democracia en países que acababan de librarse del autoritarismo.”

Albright (nacida en Praga como Marie Jana Korbel) integró el gobierno de Bill Clinton primero como embajadora ante la ONU (1993-1997) y luego como secretaria de estado (1997-2001), y dedicó el resto de su carrera a promover sus intereses personales. En 2001 creó The Albright Group, una firma de consultoría económica y política (léase tráfico de influencias) de la que proviene una decena de integrantes del gobierno de Joe Biden. Más tarde concibió Albright Capital Management, una firma de inversiones que en 2007 había amasado 350 millones de dólares, que en 2012 intentó licitar en la privatización de la empresa de telecomunicaciones de Kosovo, y que en 2014 se unió a George Soros y Jacob Rothschild en un proyecto dirigido a construir torres de comunicaciones para teléfonos celulares en África. A su muerte continuaba como directora de ambas firmas, y su fortuna personal superaba según la revista Forbes los 65 millones de dólares.



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