TODAS: «LO BUENO ES MALO Y LO MALO ES BUENO» (5 DE 5)


Sus comportamientos se insertan –y se explican– en un contexto ideológico de arrogancia y desprecio que las envuelve y condiciona.


Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

Nota original: https://gauchomalo.com.ar/bueno-malo-bueno/

Nota 5 de 5 en la serie “Tres mujeres infames”.



Bruja primera. — ¿Cuándo volveremos a vernos las tres, entre el trueno, el rayo o la lluvia?
Bruja segunda. — Cuando ceda el alboroto, cuando se pierda o se gane la batalla.
Bruja tercera. — Tendrá que ser antes del ocaso.
Todas. — Lo bueno es malo y lo malo es bueno. Internémonos en la niebla, en el aire impuro.

William Shakespeare, Macbeth, Acto I, Escena I



L
as mayores criminales políticas del siglo XXI efectivamente son mujeres. Pero no se trata de una cuestión de género. O no se trata solamente de eso. Ambiciosas de poder y de dinero, estas tres mujeres, nacidas y criadas en un mundo conducido por hombres despiadados, en algún punto sobreactuaron su propia impiedad para demostrar que estaban a la altura, que se les podía confiar el timón sin temor a que una supuesta cordialidad femenina se interpusiera a la hora de tomar decisiones. Pero sus comportamientos se insertan –y se explican– en un contexto ideológico de arrogancia y desprecio que no les es en absoluto ajeno, que las envuelve y condiciona, y al que las atan lazos políticos, académicos e incluso familiares.

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La implosión de la Unión Soviética a principios de los 90 sacudió la estantería intelectual de Occidente. Después de décadas de haber hecho carrera simplemente manteniéndose dentro de los andariveles conceptuales de la Guerra Fría, ensayistas, politólogos y publicistas tuvieron que ponerse nuevamente a pensar. La mayoría ya no sabía cómo hacerlo, y muchos optaron por seguir agitando sus viejas consignas como si nada hubiera pasado. En los Estados Unidos hubo quienes se dejaron arrastrar por la idea simplista de que el triunfador se lleva todo. Occidente había ganado la Guerra Fría, y por lo tanto ahora el mundo le pertenecía. Abrazaban, como escribió el economista Jeffrey Sachs: “…la falsa premisa de que la superioridad militar, financiera, tecnológica y económica de los Estados Unidos les permite imponer condiciones a todas las regiones del mundo.”

Neocons: una pandilla de intelectuales demócratas de Nueva York, trostkistas, sionistas e izquierdistas, que ante el fracaso del comunismo soviético, decidieron voltear la página, y perseguir los mismos fines colectivistas globales pero desde la vereda de enfrente.

En Washington quedaron encantados con la idea. A la influencia del belicismo tradicional, con motivaciones económicas, se sumó, durante la presidencia de Bill Clinton, la irrupción masiva en el diseño de la política exterior norteamericana de un belicismo con motivaciones ideológicas. Lo impusieron los llamados neoconservadores, o neocons: una pandilla de intelectuales demócratas de Nueva York, trostkistas, sionistas e izquierdistas, que ante el fracaso del comunismo soviético, decidieron voltear la página, y perseguir los mismos fines colectivistas globales pero desde la vereda de enfrente. No desde Moscú sino desde Washington, no conducido por indescifrables jerarcas eslavos sino por las élites occidentales, no cimentado en las masas sino en el capital financiero.

En términos de filosofía política, Francis Fukuyama anunciaba el fin de la historia: atrás quedaban las cruentas polémicas del pasado, en el horizonte asomaba un mundo unificado en el imperio de la democracia republicana y la economía de mercado. Pero en términos de política práctica los neoconservadores se mostraban resueltos a acelerar la unificación del mundo único mediante acciones militares encaminadas en los papeles a remover los residuos más odiosos del pasado (regímenes autoritarios, racistas, violadores de los derechos humanos) pero apuntadas en los hechos a borrar cualquier resistencia soberana a las imposiciones de una superpotencia sin rivales.

En su libro America alone. The neoconservatives and the global order (2004), Stephan Halper y Jonathan Clarke llaman la atención sobre el mesianismo de los neocons, su tendencia a entender la historia como un duelo entre buenos y malos (con ellos mismos en el lugar de los buenos), su convicción de que es posible reconfigurar el mundo mediante la voluntad y la fuerza, y su opción por un orden que los autores describen como “unilateralismo global”. Fukuyama, el mismo que quince años antes había entusiasmado a los neocons con su visión de un mundo uno, expuso de manera inapelable en un artículo de 2006 la impronta colectivista de su mentalidad, aun cuando propiciaran un modelo de validez universal no ya comunista sino socialdemócrata. “El leninismo fue una tragedia en su versión bolchevique”, escribió, “y ahora regresa como farsa, practicado por los Estados Unidos”.

La prehistoria del movimiento neoconservador se remonta a la década de 1970, y es contemporánea de la prehistoria del globalismo. Mientras John Rockefeller y Zbigniew Brzezinsky ponían en marcha la Comisión Trilateral (repasar hoy la lista de adherentes y simpatizantes causa escalofríos), el politólogo de la Universidad de Chicago Leo Strauss y el clasicista de la Universidad de Yale Donald Kagan sentaban las bases ideológicas del neoconservadurismo. Neocons y globalistas son las dos caras de una misma moneda, y desde Bill Clinton hasta hoy -con la inesperada pausa impuesta por Donald Trump- han conducido u orientado la política exterior estadounidense, desde el Departamento de Estado pero también desde una intrincada trama de think-tanks, grupos de presión, fundaciones, consultoras, academias y publicaciones.

Las políticas conducidas por Albright, Clinton y Nuland responden fielmente a la hoja de ruta trazada por esos neoconservadores y globalistas.

Las políticas conducidas por Albright, Clinton y Nuland responden fielmente a la hoja de ruta trazada por esos neoconservadores y globalistas. Albright siguió ese rumbo por convicción ideológica y por intereses económicos; Clinton lo adoptó por mero oportunismo especulativo: cualquier escuela capaz de aportar fondos a la fundación familiar y solventar sus aspiraciones presidenciales le habría dado igual; la familia de Nuland –los Kagan: su marido, su suegro y sus cuñados– conforma una verdadera PYME neoconservadora con ramas en la academia, los grupos de presión y el gobierno cuya influencia decisiva en los fiascos de la política exterior se remonta a la invasión y destrucción de Irak por George W. Bush en 2003.

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Ni las cuestiones ideológicas, ni las ambiciones políticas o económicas, ni las razones de género alcanzan para justificar la destrucción, la muerte, la enfermedad y el sufrimiento indecibles causados por las decisiones de estas mujeres. Todo a cambio de nada: en los lugares por donde pasaron dejaron las cosas peor que antes, y ni el bienestar ni la seguridad de los ciudadanos estadounidenses, a quienes estaban legal y moralmente obligadas a servir, se beneficiaron en un ápice, todo lo contrario. La propaganda mediática, como las brujas de Shakespeare, ha procurado convencer a la opinión pública de los Estados Unidos y del mundo de que lo bueno es malo y lo malo es bueno. Pero el mal es el mal, y la confusión es cosa del demonio: estas mujeres fueron -son- agentes del mal, y no hay juego de palabras capaz de disfrazarlo. Hay un lugar en el infierno para ellas, aunque se hayan apoyado recíprocamente. 


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