VICTORIA NULAND (4 de 5)

Victoria: “¡A la mierda con la UE!”


Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

Nota original: https://gauchomalo.com.ar/victoria-nuland/

Nota 4 de 5 en la serie “Tres mujeres infames”

 

La traición de Zelenski a Ucrania queda empequeñecida sin embargo frente a la traición de los líderes europeos a sus propios pueblos, que han quedado condenados por generaciones a pagar el costo de una guerra ajena.


E
l Wellesley College, la prestigiosa universidad femenina donde se educaron Madeleine Albright y Hillary Clinton, alberga desde hace un tiempo en su estructura académica al Albright Institute for Global Affairs, una institución creada, obviamente, por la ex secretaria de Estado, con el propósito general de ofrecer becas y formación a jóvenes aspirantes a lideresas mundiales. Por sus estrados han desfilado para contar sus historias o exponer sus visiones mujeres que ocupan o han ocupado posiciones relevantes en la conducción de los asuntos internacionales. Primera entre todas, naturalmente, Hillary Clinton, la discípula preferida de la fundadora del instituto, pero también otras como Susana Malcorra, la ministra de exteriores del ex presidente argentino Mauricio Macri, y Victoria Nuland, ahora tercera funcionaria en importancia en el manejo de la política exterior de Joe Biden.

Nuland, embajadora de carrera, ingresó al Departamento de Estado en 1993 durante la administración de Bill Clinton. Desde posiciones en general poco expuestas al gran público, excepto cuando Hillary Clinton la eligió como su portavoz en 2011, sirvió a todos los gobiernos, demócratas y republicanos (menos el de Donald Trump, que no la aceptó), e influyó en el diseño de la política exterior durante tres décadas. Fue representante ante la OTAN entre 2005 y 2008, y estuvo a cargo de los asuntos europeos y euroasiáticos entre 2013 y 2017. Su perfil se asemeja más al de Albright que al de Clinton: sus motivaciones son principalmente ideológicas y sus decisiones han apuntado siempre en la dirección de un mundo unipolar diseñado y conducido desde Washington, en el que rivales como Rusia y China son incómodos obstáculos a remover.

Podría decirse que Nuland recibió de Albright la obsesión por doblegar a Rusia usando a la OTAN y de Clinton el recurso al “cambio de régimen” como herramienta legítima en cualquier país periférico que plantee obstáculos a las pretensiones geopolíticas de Washington. Uno entiende mejor la mente de Nuland cuando repasa sus actividades en el ámbito privado: funciones ejecutivas en el Center for a New American Security, un ente bipartidario cuyo objeto es el diseño de políticas de defensa y seguridad orientadas a asegurar la primacía de los Estados Unidos en el mundo, y funciones directivas en el National Endowment for Democracy, otro ente bipartidario cuyo propósito es promover en terceros países políticas públicas funcionales a la primacía estadounidense en el mundo. Ambas instituciones son sostenidas, entre otros, por la flor y nata del complejo militar-industrial y de las fundaciones globalistas.

Cuando Biden designó a la escasamente conocida Nuland, uno de sus diez funcionarios de política exterior procedentes de The Albright Group, en la opaca posición de subsecretaria de Estado para Asuntos Políticos, el gran público no le prestó atención porque la gran prensa optó por preservarle el perfil bajo. Pero en los ambientes políticos y periodísticos todos supieron leer con claridad las implicaciones del nombramiento. “La elección de Victoria Nuland por Joe Biden significa que las relaciones con Rusia podrían empeorar”, escribió por ejemplo The National Interest. Y el ex asesor de Obama James Carden recordó: “Victoria Nuland ayudó a promover un golpe y una guerra violenta en Ucrania.” En Moscú sonaron las mismas alarmas, y antes de transcurrido un año, Vladimir Putin lanzó su “operación especial” en el territorio que fue la cuna de Rusia.

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Los temores de esos observadores, y de Moscú, estaban más que justificados. Al igual que Albright, desde sus tiempos de embajadora ante la OTAN, Nuland propició transformarla de una alianza defensiva en un ariete para enfrentar a Rusia, mediante la incorporación de los países del Este que habían formado parte de la Unión Soviética, y la instalación de “bases permanentes a lo largo de la frontera oriental de la OTAN”, es decir en los umbrales de Rusia. Pese a las promesas en contrario hechas a Moscú tras la implosión de la URSS, la OTAN efectivamente sumó a varios países del Este, y Rusia dejó hacer. Pero Nuland y los que comparten su visión de un mundo unipolar sabían que Ucrania iba a ser el límite para Moscú, y que allí tenían que actuar. Nuland buscó inspiración en Albright y Clinton: como en Yugoslavia, hacer pie en grupos descontentos locales, y armarlos para producir un cambio de régimen; como en Siria, librar una guerra contra un país desde el territorio de otro para que éste ponga los muertos.

El problema con Ucrania era que su economía estaba estrechamente ligada a Rusia, su principal cliente, y desde su nacimiento como país en 1991 casi todos sus presidentes habían sido más o menos prorrusos sin que nadie viera en eso un problema. Había sin embargo un grupo pequeño y activo de gente muy poderosa que ambicionaba orientar sus negocios hacia Occidente y desde hacía tiempo venía promoviendo esas ambiciones con generosas donaciones, por ejemplo a la Fundación Bill Clinton, que los tuvo entre sus mayores aportantes. Y también había grupos paramilitares fuertemente rusófobos que encontraban su inspiración en hombres como Stepan Bandera, un famoso aliado ucranio de los nazis en su enfrentamiento contra los soviéticos durante la segunda guerra europea. No eran las mejores compañías, pero era lo que había.

A lo largo de la primera década del siglo, varios países del este europeo habían sido escenario de las llamadas “revoluciones de colores”, revueltas civiles más o menos pacíficas, planeadas desde el Departamento de Estado, ejecutadas por agentes encubiertos de la CIA y por entidades de fachada que se presentaban como observadores electorales, en todos los casos orientadas a instalar gobiernos más favorables a Occidente. A Ucrania le tocó el turno en 2004, con la Revolución Naranja: meses de protestas protagonizadas por estudiantes entrenados a pedido de la CIA por jóvenes albaneses que habían hostigado a la minoría serbia en Kosovo. La Revolución Naranja desconoció la ventaja electoral del vagamente prorruso Viktor Yanukovich, y consiguió un nuevo comicio que llevó al poder a su rival Viktor Yushchenko, el favorito de Occidente. Yuschenko completó su mandato en 2010, Yanukovich volvió a presentarse, ganó la elección, y esta vez no hubo objeciones. Pero Nuland ya estaba a cargo de los asuntos europeos en el Departamento de Estado.

En 2014, la diplomática encontró su oportunidad. Yanukovich había decidido abandonar unas negociaciones para el ingreso de Ucrania a la Unión Europea, y asociarse en cambio con un proyecto similar Eurásico patrocinado por Rusia. Los magnates a quienes se habían prometido grandes negocios en Occidente alentaron protestas desde la televisión y los diarios de su propiedad, los agentes de Washington bautizaron las protestas como Revolución de la Dignidad y organizaron el golpe de estado. Victoria Nuland se hizo presente en la plaza central de Kiev (Maidan), y repartió galletitas y sandwiches entre los manifestantes antes de que paramilitares ucranios rusófobos los rociaran con balas y los medios culparan a la policía de Yanukovich por la decena de muertos que dejó el tiroteo. El Parlamento destituyó al presidente, llamó a nuevas elecciones, y se inició así la secuencia de gobiernos antirrusos que llega hasta Volodomyr Zelenski.


Horas después del reparto de golosinas y una semana antes de que Yanukovich fuera separado de su cargo, Nuland y el embajador estadounidense en Ucrania Geoffrey Pyatt discutieron telefónicamente en Kiev sobre cuál sería el sucesor deseable para Washington. Nuland hizo a un lado con una famosa frase (“¡A la mierda con la UE!”) las opiniones europeas al respecto, y ambos coincidieron en un nombre: Arseniy Yatseniuk. Depuesto Yanukovich con innecesaria violencia, naturalmente fue Yatseniuk quien tomó el mando en Ucrania en calidad de primer ministro. “Yats”, como lo llama cariñosamente Nuland, convocó a unas elecciones en las que se impuso Petro Poroshenko, un magnate corrupto que rápidamente entabló amistosas, mutuamente convenientes relaciones con el entonces vicepresidente Joe Biden y su hijo Hunter.

El golpe de estado orquestado por Nuland avivó los conflictos étnicos en Ucrania. El poder y las armas conferidos a los paramilitares nazis y rusófobos del batallón Azov y del llamado RightSektor desataron el pánico entre las poblaciones étnicamente rusas de Crimea y el Donbas, en el este del país, que mediante sendos referendos votaron abrumadoramente en favor de separar sus distritos de Ucrania, con la intención última de buscar la protección de Rusia. Pero Moscú privilegió sus intereses geopolíticos sobre la hermandad de la sangre: se anexó la península de Crimea, donde posee la estratégica base naval de Sebastopol sobre el Mar Negro, pero se abstuvo de intervenir en el Donbas cuya población quedó durante ocho años a merced de los paramilitares rusófobos y sus bandas de francotiradores.

Probablemente en esa autorrestricción hayan jugado otros canales de relacionamiento entre Washington y Moscú forjados años atrás. En 2013 Vladimir Putin había ayudado a evitar una escalada de la guerra en Siria persuadiendo a Damasco a destruir sus arsenales químicos, y colaborado con Obama para negociar un entendimiento con Irán que conduciría al controvertido acuerdo nuclear. El presidente estadounidense no hizo mucho ruido con la anexión rusa de Crimea y se negó a enviar armas y dinero a Ucrania (al menos oficialmente, porque siguieron fluyendo igual) para combatir a Rusia, como reclamaban Poroshenko y Nuland. Descartado el frente militar, Nuland comenzó a trabajar por la incorporación de Ucrania a la Unión Europea y finalmente a la OTAN. Al fin y al cabo, esto último era lo mismo que declararle la guerra a Rusia.

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Poroshenko es uno de los principales magnates de los medios en Ucrania, y ubicó al hijo de Biden en el directorio de su conglomerado a cambio de favores que todavía se están investigando. El otro es Viktor Pinchuk, el mayor donante en la historia de la Fundación Clinton. Le adivinó el juego a Nuland y en diciembre de 2016 publicó en el Wall Street Journal un artículo titulado “Ucrania debe hacer dolorosas concesiones para la paz con Rusia”, en el que sugirió que su país abandonara transitoriamente la ambición de ingresar a la Unión Europea, se olvidara de formar parte de la OTAN, y llegara a un entendimiento con Rusia sobre Crimea a fin de lograr la pacificación en el este del país. Pero Nuland persuadió a Zelenski de tomar el camino contrario. Cuando Putin lanzó su “operación especial” a comienzos de 2022 tuvo menos en cuenta las penurias del Donbas que la seguridad de Rusia: debía evitar que la OTAN le instalara bases en Ucrania como pretendía Nuland.

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Como había sido el caso con Albright en Yugoslavia y con Clinton en Siria, la guerra en Ucrania no tiene nada que ver con los ucranios: se trata de una guerra de Washington contra Rusia en la que Ucrania pone el escenario y los muertos. Esa guerra fue concebida, planeada y buscada por Nuland desde que instigó el golpe de estado de 2014 en Kiev mientras repartía galletitas. En 2015, un periodista alemán la escuchó exhortar a legisladores estadounidenses de visita en Munich para que aprobaran el envío de armas a Ucrania. “No tantas como para que Ucrania derrote a Rusia”, explicó el general Philip Breedlove, que la acompañaba en la gestión. “Pero tenemos que tratar de subirle el costo a Putin en el campo de batalla”. En 2020, Nuland escribió un artículo en Foreign Affairs titulado “Acorralando a Putin”, en el que sostuvo que Rusia representaba una amenaza mayor para el “mundo liberal” que la planteada por la Unión Soviética durante la guerra fría. En 2021, Biden le dio vía libre para ejecutar sus planes.

La guerra en Ucrania lleva más de un año, las bajas son imposibles de calcular porque los dos bandos manipulan las cifras. Zelenski sólo tenía que renunciar al ingreso de su país a la OTAN para evitar el conflicto, pero prefirió sacrificar un pueblo relativamente próspero y una nación rica en recursos en el altar de sus mandantes: políticos, financistas y proveedores de armas norteamericanos. La incesante provisión de dinero y pertrechos por parte de los países de la OTAN no ha servido más que para extender la muerte y la destrucción. Hoy media Ucrania está en ruinas, y gran parte de su población ha perdido sus hogares, con todo lo que ello significa. El presidente Zelenski es, sin embargo, apenas la cara visible de unas relaciones corruptas entre cierta élite ucrania y el establishment estadounidense, de las que Biden-Poroshenko son sólo una muestra. Durante una interpelación en el Senado sobre la existencia en Ucrania de laboratorios secretos de armas químicas financiados por los Estados Unidos, Nuland expresó su preocupación de que cayeran en poder de los rusos, pero no negó su existencia.

La traición de Zelenski a Ucrania queda empequeñecida sin embargo frente a la traición de los líderes europeos a sus propios pueblos, que han quedado condenados por generaciones a pagar el costo de una guerra ajena. A mediados de 2022, un consorcio ruso-europeo acababa de completar NordStream 2, un gasoducto de 1.200 kilómetros destinado a agilizar y abaratar la provisión a Europa de combustible ruso. Los Estados Unidos nunca admitieron el tendido de esa tubería, y desde la asunción de Biden comenzaron a planear su destrucción. “Si Putin avanza sobre Ucrania, nuestra expectativa es que el gasoducto sea suspendido”, declaró Nuland a fines de 2021. En febrero de 2022 Biden prometió paralizar el proyecto. “Les aseguro que lo vamos a hacer”, dijo. Según reveló el periodista Seymour Hersh (a quien debo citar por segunda vez en esta serie), el 26 de septiembre los Estados Unidos con ayuda de Noruega volaron el gasoducto y lo inutilizaron definitivamente. “Esta administración se complace al saber que NordStream 2 es ahora un montón de chatarra en el fondo del mar”, declaró Nuland durante una audiencia en el Senado. Por tercera vez, en esta historia de infamias, las palabras se quedan cortas.

Las cosas sin embargo no marchan como Washington esperaba: las toneladas de armas y dólares entregados a Ucrania no alcanzan para resolver la guerra, y Putin sigue firmemente instalado en el Kremlin, goza de elevados índices de aprobación entre los rusos, y se da el lujo de pasearse por el Donbas. Nada menos que la Rand Corporation, un think-tank solventado principalmente por el complejo militar-industrial, advirtió sobre los peligros que plantea la extensión del conflicto: “Las consecuencias de una guerra prolongada, que van desde persistentemente elevados riesgos de escalada hasta daños económicos, superan largamente los eventuales beneficios”, escribió en un informe. “Nadie promueve esta guerra más que Nuland”, se exasperó Elon Musk. La idea estadounidense de “combatir a Rusia hasta el último ucranio”, como ironizó Pat Buchanan, está mostrando sus límites.


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