NO ES LA ECONOMÍA, ESTÚPIDO. ES LA CULTURA



La nueva política: No es la economía, estúpido. Es la cultura.

Autor: GERALD WARNER

Nota original: https://reaction.life/a-new-politics-its-not-the-economy-stupid-its-the-culture/

"Una de las principales lecciones que se pueden tomar de la política en la última décad es que para muchos votantes, la inseguridad en los temas culturales importan tanto como la inseguridad económica". Esta apreciación, por parte del columnista Matthew Goodwin el último fin de semana en el Sunday Times, expresa, con precisión, todo lo que es esencial saber en la política actual. Los políticos experimentados que deseen permanecer en sus puestos por algún tiempo razonable deben poner a sus abuelitas "Thou God seest me" ["Tu eres Dios que ve", Génesis 16:13] a bordar esas palabras y colgarlos en un lugar visible en la pared.


No es la economía, estúpido - es la cultura. Parece que fue ayer que los comentadores del establishment entonaban complacientemente - algunos de ellos continúan haciéndolo aún hoy - "Gracias a los Cielos que la guerra cultural que está lisiando a los eEUU nunca ganará fuerza en Gran Bretaña". Este autoengaño del tamaño de un dinosaurio ignora la realidad que todos podemos ver y esto es que la guerra cultural es global: Hasta ahora sólo la Antártida ha escapado a este estado beligerante.

Treinta años atrás, al caer el Muro de Berlín, se presumió, errónea y anticipadamente que el flagelo del marxismo había sido expurgado, creanto una nueva era histórica. Aún más temerariamente, Francis Fukuyama absurdamente proclamó el Fin de la Historia. En realidad, el crudo modelo marxista, que se había convertido en un lastre para sus partidarios, había finalizado su vida útil. Fue discretamente reemplazado por un más elegan modelo: la Escuela de Frankfurt, que lo había redefinido en la década de 1920, basado no en el control estatal de la economía, sino en la más mortal subversión y subyugación de la cultura.

Ahora, luego de la larga marcha a través de las instituciones, el marxismo cultural ha ocupado la mayoría de los altos mandos de la sociedad británica. Parte de nuestras universidades son seminarios en intolerancia totalitaria; han seguido el camino de la Academia de los EEUU donde, en las palabras de un comentarista, todo campus de EEUU es una Corea del Norte en pequeño, cubierta de hiedra. Los revolucionarios estudiantes de una generación anterior son los comisarios políticos de cada sala de estudios hoy.

Los idiotas útiles que han colaborado en la subversión cultural de Gran Bretaña - sus consejos deliberantes ["town halls"], sus servicios civiles, su policía y su poder judicial - son clones de la egolatría virtuosa de Westminster que se ha visto esclavizada en la necesidad de obtener la aprobación política del lobby de los grupos que exigen corrección polícita, grupos que representan una proporción infinitesimal de pequeñas minorías, mientras son ciegamente indiferentes a la rabia y resentimiento de millones de votantes.

La indiferencia por parte de los representantes en la Cámara de los Comunes data, precisamente, de 1965. Ese año, cuando el Parlamento abolió la pena capital en contra de los deseos de una inmensa mayoría del electora que expresó su parecer a los gritos, los MP's [representantes] hicieron un descubrimiento embriagador: que al formar "consensos" cruzados entre los partidos para los temas en que las posiciones liberales bienpensantes eran moralmente superiores a los prejuicios de las masas, ellos podían imponer cualquier opresión que quisieran sobre las masas sometidas. 

El consenso ganó fuerza en 1968 cuando Enoch Powel expuso al profunda infelicidad que la inmigración masiva le causaba; el consenso acabó con su carrera y sancionó leyes que amordazaban la libertad de expresión con el explícito objetivo de silenciar al pueblo sobre temas controvertidos [como la inmigración].

Le siguió legislación cada vez más draconiana, culminado en la Ley de Igualdad en el Trabajo, promovida por el laborismo en el 2010 que engendra innumerables imposiciones totalitarias subsidiarias, todas entusiastamente reforzadas por el gobierno conservador - que ha olvidado el significado del término - y en forma plena por los Liberales Demócratas que renegaron de su doble designación.

Durante el referendo por el Brexit, la soberanía era el tema principal, seguido de cerca por la inmigración. El resultado fue percibido por un establishment shockeado como una revuelta de la izquierda detrás de la población del norte. Para ser justos, lo fue: empleó tres años y medio, usando todo el herramental a su disposición, para bloquear la decisión expresada democráticamente por la mayoría sobre el Brexit.

Ahora los mismos políticos le dicen a la gente de Sunderland, Bishop Auckland y Vale of Clwyd; "Por favor, ¿podrían darnos sus votos?". El corolario tácito es "y luego nosotros podremos continuar arruinando sus vidas desde el confort de Westmister [sede del Parlamento en Londres]". Toda esa gente del norte, de Rotherham y de cientos de comunidades similares que no son más comunidades, pidieron que los dejaran vivir como lo habían hecho sus ancestros, junto con su propia gente, sin ningún mal pensamiento ni mala voluntad a otros, y, tenían la esperanza, con un razonable nivel de empleo.

En su lugar, los ingenieros sociales y culturales marxistas, proclives a "empujemos la nariz de la Derecha en la diversidad" (¿cuántas personas del norte normalmente son clasificados como de "derecha"?), destruyeron sus comunidades, ni siquiera los pubs sobrevivieron. Y ahora el Laborismo - y, tambíen, descaradamente, los conservadores - esperan ser premiados con una montaña de votos de los agradecidos norteños que obedientemente deben celebrar la diversidad.

Gran Bretaña, o al menos un cuarto de ella, el cuarto que está al sur, ha vivido un sueño mundial por medio siglo. Hay una nueva política: la escena del electorado es más similar a la del continente que en ningún otro momento de la historia. En Polonia el Partido de la Ley y la Justicia ha cementado una hegemonía popular creando una nueva coalición, formada por un pacto fáustico donde los electores que había apoyado ideas neoliberales y libre mercado terminan apoyando un incremento del gasto público, particularmente en gasto social, a cambio de políticas sociales conservadores. Significativamente, como la elección reciente de Polonia lo demuestra, esto es un programa político por el cual la izquierda no tiene una efectiva respuesta.

El aspecto más interesas del exiguo manifiesto del Partido Conservador en la elección general británica es que trata abiertamente de seducir el voto del obrero, quien es socialmente conservador, en lo que puede ser el primer paso tentativo hacia el modelo polaco. El criticismo de la izquierda al manifiesto por no incluir puntos a favor de los derechos de los "trans" refleja el miedo de la izquierda a que los Tories [conservadores] puedan romper el consenso, que es exactamente lo que necesitan hacer si quieren sobrevivir. En lugar de meterse en una guerra con la izquierda para ver quien complace más a cada vez más minúsculas minorías, es tiempo de tratar de seducir a las mayorías.

La izquierda desde el 2016 ha tenido la preocupación de que el resultado del referendo expusiera su debilidad numérica. Pequeñas minorías militantes han golpeado más arriba de su propio peso al exagerar su propia fuerza a través de grupos coordinados en Twitter e infinidad de referencias en los medios de comunicación. En realidad, ninguna tormenta de Twitter o demostración de Antifa puede, ni remotamente, empardar el valor de la demografía que acude a las urnas. Lo que realmente le preocupa al marxismo cultural es que emerge la conciencia del electorado, el que tiene poder real, si es que está dispuesto a ejercerlo con eficacia.

Si los conservadores no aprovechan la oportunidad, Nigel Farage lo hará. Él, deliberadamente, diseñó el Partido Brexit para que, a diferencia de UKIP, sea más que un caballo para correr una única carrera. Si puedo mantener una parte razonable de su partido unida después de la elección, más allá de ser copiloto de Boris Johnson en las negociaciones comerciales con la Unión Europea, también se puede ocupar de la agenda "Cambiar la política para siempre".

Necesitamos hacer un buen barrido. Abolir la Corte Suprema nombrada por Blair, que se está transformando a sí misma y convirtiéndose en una corte constitucionalista, al estilo de Venezuela; poner restricciones sustantivas a la inmigración y deportar a los inmigrantes ilegales; reformar las penas a terroristas y otros criminales violentos; imponer multas fuertes (["eye waterin"= tan duras que los hagan llorar] y crecientes a las universidades que no respeten la libertad de expresión; repudiar las llamadas "leyes de odio" y todas las imposiciones culturales marxistas que se hicieron a nuestra sociedad; despolitizar la policía; restaurar la autoridad parental sobre los niños y el derecho de protegerlos de la propaganda de ingeniería social esposoreada por el estado en las escuelas; y sobre todas las cosas, eliminar los esquivos términos "diversidad" e "igualdad" de la vida y discursos públicos.

Si usted ha hecho una mueca de dolor al leer la agenda y usted es un político, debería prepararse para unirse a Ken Clarke a tomar una pinta de cerveza en feliz retiro en el "Dog and Duck" [pub]. Las cosas puede que no cambien radicalmente en esta elección, pero la tendencia es irreversible: para el establishment liberal [progre] que ha manejado la decadencia de Gran Bretaña desde 1945, ya vimos qué hay detrás de bambalinas ["the jig is up"].

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Texto original:
“One of the primary lessons to be taken from politics over the past decade is that for lots of voters, cultural insecurity matters as much as economic insecurity.” That aperçu, culled from a column by Matthew Goodwin in last weekend’s Sunday Times, is a précis of all that it is essential to know about current politics. Practising politicians who wish to remain in practice for any length of time should set their grannies to unpicking “Thou God seest me” from family samplers and embroidering those words instead, to hang prominently on the wall.
It’s not the economy, stupid – it’s the culture. It seems no time since establishment commentators were intoning complacently – some of them are still doing so today – “Thank heavens the culture wars that are crippling America will never gain any traction in Britain.” That dinosaur delusion ignored the evolving reality that culture wars are global: only Antarctica has escaped belligerent status.
Thirty years ago, with the collapse of the Berlin Wall, it was rashly and wrongly assumed that the scourge of Marxism had been expunged, creating a new historical era; even more rashly, Francis Fukuyama absurdly proclaimed the End of History. In reality, the crude, lumbering Soviet model of Marxism, which had become a liability to its supporters, had reached the end of its life. It was discreetly replaced by the sleeker model that the Frankfurt School had been refining since the 1920s, based not on state control of economies but on the infinitely deadlier subversion and subjugation of culture.
Now, after the long march through the institutions, cultural Marxism has occupied most of the commanding heights of British society. Parts of our universities are seminaries of totalitarian intolerance: they have followed in the path of American academe where, in the words of one commentator, every North American campus is a small, ivy-covered North Korea. The undergraduate revolutionaries of a generation ago are the senior common room commissars of today.
The useful idiots who have collaborated in the cultural subversion of Britain – its town halls, its civil service, its police and judiciary – are the virtue-signalling clones at Westminster who are enslaved to the need for approval by political correct lobby groups representing infinitesimally small minorities, while blindly indifferent to the anger and resentment of millions of voters.
This insouciance on the part of MPs dates precisely to 1965. In that year, when Parliament abolished capital punishment against the vociferously expressed wishes of the overwhelming majority of the electorate, MPs made the intoxicating discovery that by forming a cross-party “consensus” on issues where their bien-pensant liberal views were morally superior to the prejudices of the mob, they could impose any oppression they liked upon the supine masses.


The consensus gathered pace in 1968 when Enoch Powell exposed the country’s deep unhappiness with mass immigration; the consensus broke his career and enacted laws to gag free speech in order to silence the public on all controversial issues. Increasingly draconian legislation followed, culminating in Labour’s Equality Act of 2010 which spawned innumerable totalitarian subsidiary impositions, all zestfully enforced by a Conservative government that has forgotten the meaning of the term, as absolutely as the Liberal Democrats have reneged on their dual designation.

At the Brexit referendum sovereignty was the overriding issue, closely followed by immigration. The result was seen by a shocked establishment as a revolt by the left-behind populations in the North, though the rebellion was more widespread than that, and it promised to respond. In fairness, it did: it spent three and a half years using every device at its disposal to block the democratically expressed decision of the majority on Brexit.

Now these same politicians are saying to the people of Sunderland, Bishop Auckland and Vale of Clwyd: “Please may we have your votes?” The unspoken corollary is “and then we can continue making your lives a misery from the comfort of Westminster”. All that the people of the North, of Rotherham and hundreds of similar communities that are communities no longer, asked for was to be allowed to live as their ancestors had done, among their own people, with no ill will to others and with, they hoped, a reasonable level of employment.

Instead, the social engineers and cultural Marxists, keen “to rub the Right’s nose in diversity” (how many northerners are normally classified as of the “Right”?), destroyed their communities; not even the local pubs survived. And now Labour – and, just as impudently, the Tories – expect to be rewarded with sackfuls of votes from grateful northerners dutifully celebrating diversity.

Britain, or at least the southern quarter of it, has been living in a dream world for half a century. There is a new politics: the British electoral scene is more similar to the continent than at any time in past history. In Poland the Law and Justice Party has cemented a popular hegemony by creating a new coalition, formed by a Faustian pact whereby voters who would previously have been neo-liberal upholders of markets will endorse an increase in public spending, particularly on welfare, in return for socially conservative policies. Significantly, as the recent Polish election showed, that is a political programme for which the left has no effective countermeasure.

The most interesting aspect of the exiguous Conservative party manifesto in the British general election is its open courting of the blue-collar vote, which is socially conservative, in what could become a first tentative step towards the Polish model. Leftist criticism of the manifesto for containing no pledges on “trans” rights reflects the fear of the left that the Tories could break the consensus, which is exactly what they need to do to survive. Instead of engaging in a bidding war with the left over pandering to ever-smaller minorities, it is time to court the majority.

The left has been concerned since the 2016 referendum result exposed its numerical weakness. Tiny militant minorities have been punching far above their weight by exaggerating their strength through Twitter mobs and endless media referencing. In reality, no Twitter storm or Antifa demo can remotely match the demographic that repairs to the polling station. What really concerns the cultural Marxists is the emerging awareness of the electorate that it commands real power, if it is disposed to wield it effectively.

If the Conservatives do not seize the opportunity, Nigel Farage will. He deliberately designed the Brexit Party, unlike UKIP, to be more than a one-trick pony. If he can keep a reasonable proportion of his party together after the election, besides riding shotgun on Boris Johnson’s trade negotiations with the EU he can also address his “Change politics for good” agenda.

We need a clean sweep. Abolish the Blair-contrived Supreme Court which is already transforming itself into a constitutional court, Venezuela-style; put radical restrictions on immigration and deport illegals; reform sentencing policy for terrorists and other violent criminals; impose eye-watering, escalating fines on universities that do not ensure free speech; repeal so-called “hate laws” and all culturally Marxist impositions on society; de-politicize the police; restore parental authority over children and the right to protect them from state-sponsored social-engineering propaganda in schools; above all, banish the weasel terms “diversity” and “equality” from public life and discourse.
If you winced at that agenda and you are a politician, you should prepare to join Ken Clarke for a pint in convivial retirement at the Dog and Duck. Things may not change dramatically at this election, but the trend is irreversible: for the liberal establishment that has managed Britain’s decline since 1945, the jig is up.

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