EL CISNE NEGRO
Lo verdaderamente insólito no es la aparición del virus sino la racionalidad en el discurso gubernamental
Nota original: https://gauchomalo.com.ar/el-cisne-negro/Hace tanto tiempo que la Argentina carece de liderazgos de cualquier orden que cuando vimos a Alberto Fernández hacer a un lado a un ministro de salud desconcertado y cargarse la crisis del virus corona al hombro literalmente nos quedamos mudos de asombro. La determinación y firmeza con que tomó sus decisiones, y la serenidad con que las comunicó, infundieron una apreciable cuota de tranquilidad y confianza entre una población atemorizada por la aparición en carne propia de una pandemia inicialmente remota y por las devastadoras noticias procedentes de otros lugares del mundo. El acatamiento a las duras restricciones impuestas por el gobierno resultó, en términos argentinos, realmente notable, y la imagen del presidente trepó a alturas impensadas. La poco complaciente agencia Bloomberg lo comparó favorablemente con sus pares de Brasil y México, y la revista Noticias dedicó una tapa (de dudosa estética) al inesperado SuperAlberto.
Paradójicamente, en la Argentina del virus se respira mejor. Se diría que el intruso letal ha tenido en la escena local un efecto vivificante, purificador, tal como ha ocurrido con el agua y el aire de las grandes ciudades. Al menos momentáneamente, el debate nacional parece despejarse de condimentos ideológicos, los relatos se disipan, la grieta se desdibuja ante la necesidad compartida de intercambiar información fehaciente. Parece imposible separar la marcada aceptación de la cuarentena por parte de la sociedad de la manera racional con la que fue presentada, y con la argumentación experta que la justificó. Una de las características pronosticadas para el mundo que nos espera después de la peste es la revalorización de la pericia, del saber, por sobre la ideología
El propio presidente explicó cómo fue el mecanismo de la toma de decisiones. “Yo escuché al Ministerio de Salud; el Ministerio de Salud contactó a los más importantes epidemiólogos, infectólogos, a los mejores médicos que la Argentina y la Organización Mundial de la Salud pudo acercarnos; escuchamos a todos y fuimos actuando como los que saben nos recomendaban que hiciéramos”, dijo en una entrevista concedida a la televisión pública. “Es una decisión muy racional, básicamente es muy racional, y el día que dijimos ‘pongamos la cuarentena’ lo hicimos viendo las experiencias de otros: si no paramos desde el inicio las posibilidades de contagio, el contagio es exponencial. Todo eso lo pude hacer gracias a lo que los científicos y los médicos me enseñaron.”
Es claro que, para una ciudadanía históricamente agobiada por los discursos de barricada, los mesianismos, las acusaciones y las excusas, un dirigente que se presenta ante el público de esa manera para explicar su comportamiento frente a una crisis es algo más raro que un esquimal en el Sahara, algo que no se veía desde los tiempos de Domingo Cavallo. El verdadero cisne negro, al menos en la Argentina, no es la aparición del virus en sí sino este cambio en el discurso gubernamental, que invita a prestarle atención, a tomarlo en serio, a responderle con la propia conducta. Pero cuidado. Aunque el escenario abierto por la crisis del corona es sin duda diferente, nada dice que se va a prolongar en el tiempo o a extenderse más allá de las circunstancias que le dieron origen.
Fue el presidente mismo quien horas antes del reportaje citado se encargó de moderar cualquier entusiasmo: tuvo la oportunidad única de abrir una reunión de líderes del G-20 para tratar la cuestión de la pandemia, y la malgastó en una proclama estudiantil sobre un Pacto de Solidaridad Global y un Fondo Mundial de Emergencia Humanitaria (todo con mayúsculas) dirigida a quienes no necesitan ni quieren una cosa ni la otra. “Nosotros entendemos la economía”, aseguró a sus pares el presidente de un país por enésima vez al borde del default. Para demostrarlo, les enrostró “el vicio de la exclusión social, la depredación ambiental y la codicia de la especulación” y al mismo tiempo, sin demasiado disimulo, les pidió ayuda.
Por nuestra parte, deslumbrados por la novedad de las cosas y además -hay que decirlo– corridos por el miedo, no nos detuvimos a pensar si las enérgicas decisiones del presidente eran también las más adecuadas. Quienes se describen a sí mismos como la oposición política prefirieron acogerse a la placidez del receso bien remunerado, alinearse en las siempre seguras filas de la corrección política y, en un gesto supremo de responsabilidad en la emergencia patriótica, dejarse fotografiar junto al primer mandatario. Hasta que los primeros signos de interrogación sobre la inteligencia de las medidas oficiales comenzaron a aparecer, como era previsible primero en los blogs y las redes sociales y finalmente en la gran prensa.
Los cuestionamientos más comunes reflejan dos preocupaciones muy serias y muy fundadas sobre los efectos de la drástica cuarentena: por un lado, la situación sanitaria y social en las barriadas más humildes que rodean a las grandes ciudades, especialmente Buenos Aires, Rosario, Córdoba y Mar del Plata, y que se perfila como una bomba de tiempo en sí misma, y por otro la situación general de la economía, cuya prolongada recesión, sin final a la vista aún antes de la aparición del virus, se ve agravada ahora por la paralización que impuso la cuarentena, inexplicablemente extendida al sistema bancario. La cuestión de la deuda, que dominaba el debate económico antes de la crisis, desapareció de la escena. Pero no de la realidad.
Los economistas, desde José Luis Espert hasta Iris Speroni, hacen señales desesperadas para que el Estado asegure la supervivencia del sector privado, que es el que tendrá que poner nuevamente la economía en marcha cuando las cosas vuelvan a la normalidad. Speroni subraya la incongruencia supina de paralizar la economía por decreto y cobrar tributos sobre unas rentas imaginarias que no se producen ni se producirán. “No se puede pagar impuestos por existir”, dijo muy gráficamente Diana Mondino en el mismo sentido. El columnista Willy Kohan recomendó al gobierno recurrir en materia económica al mismo sistema de consultas con expertos que guió sus decisiones en materia sanitaria. Hacia el fin de semana había indicios de que empezaba a escucharlos.
No le quedaba opción. Las previsiones son espantosas: informes que maneja el gobierno, citados por el periodista Marcelo Bonelli, hablan de un desplome económico del 12% en el segundo semestre, y de una caída de hasta 5% del PBI, equivalente a unos 20.000 millones de dólares, si la cuarentena se extiende por dos meses. Súmense las pérdidas de empleos formales e informales, y el previsible debilitamiento o quiebra generalizada de empresas, y entonces comienzan a cobrar sentido ideas como las del columnista Ricardo Romano, quien propuso crear una suerte de “Consejo de Posguerra” para articular una respuesta no sólo gubernamental sino con participación de la sociedad civil. Hay además, en un mundo de tasas cero, una superabundancia de fondos de inversión dispuestos a abalanzarse sobre activos en dificultades. Ya lo hemos visto, y ya hemos visto también las consecuencias de la desnacionalización de los recursos productivos.
Los líderes mundiales han seguido hasta ahora dos estrategias frente a la crisis: la de “vivir y dejar morir” y la de privilegiar la vida sobre la economía. Optaron por una u otra siguiendo su intuición, sus necesidades políticas o sus inclinaciones ideológicas. En esta época de barbarie mediática, el futuro no será piadoso con ninguno de ellos: es más sencillo contar muertos que hacer hipótesis sobre los que se salvaron de un contagio; es más fácil contar puntos del PBI perdidos, empresas quebradas y empleos destruidos que dimensionar el daño evitado. Cuando pase el temblor, los líderes mundiales van a tener que hacerse cargo, casi exclusivamente, de números negativos. Tal vez Alberto Fernández consiga que se le reconozca al menos el mérito de haberle devuelto cordura a la gestión de gobierno, y cierto sentido de comunidad a una sociedad desgarrada. Habrá que ver.
–Santiago González
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