INDEFENSOS





Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

Nota original: https://gauchomalo.com.ar/indefensos/


Quizás la pausa forzada por la peste nos permita advertir que es la nación en su conjunto la que está en emergencia


La peste, paradójicamente, tiene sus virtudes: impone la pausa, quiebra la rutina, desordena los hábitos, desbarata la placidez de los lugares comunes, las certidumbres, los relatos. Los hechos y las palabras comienzan a recuperar sus significados, opacados por el uso reiterado, irreflexivo. La peste nos obliga a detenernos y prestar atención a lo que estamos haciendo, a lo que estamos pensando, a lo que estamos diciendo, a nuestro rumbo y dirección. La peste cancela todas las coartadas y nos devuelve la conciencia de nuestra propia mortalidad, fragilidad, indefensión. La peste abate nuestro orgullo individual y nos enrostra nuestra condición social: mi salud o mi enfermedad dependen de lo que los otros hagan o dejen de hacer. Nadie se salva individualmente de la peste a menos que decida apartarse, aislarse, recluirse, esto es morir de otro modo.

La peste nos recuerda las razones por las que, en primer lugar, nos reconocimos como parte de un grupo humano y entre todos decidimos darnos un Estado, esto es unas herramientas de uso común, unas normas para usarlas y unas estructuras administrativas encargadas de empuñar esas herramientas efectivamente. Nos dimos un Estado para mitigar nuestra indefensión esencial, para proteger antes que nada nuestra vida y nuestra salud, luego nuestro patrimonio (nuestras tierras, nuestros rebaños), finalmente nuestras creencias, nuestras costumbres, nuestra memoria. Nos dimos un Estado porque pensamos que entre todos, compartiendo y repartiendo esfuerzos, nos defenderíamos mejor.

La irrupción del virus corona dejó a la vista la dimensión de nuestra indefensión, y cuando digo nuestra me refiero a los integrantes de la nación argentina. Tenemos un Estado que nos cuesta una fortuna pero no tenemos las defensas cuya necesidad justificó en primer lugar la constitución de este Estado. El virus puso en evidencia que carecemos no sólo de los recursos instrumentales necesarios para hacer frente a una emergencia sanitaria sino también de la pericia requerida para evaluarla a tiempo, decidir las medidas del caso y administrar aquellos recursos. Dos largos meses necesitaron las autoridades sanitarias para reconocer la crisis, y cuando lo hicieron expusieron su confusión con medidas improvisadas, cambios de autoridades, lagunas y contradicciones. Más allá del número de víctimas o de infectados, no se tiene la sensación de que hay alguien idóneo a cargo.

El gobierno cree que tuvo un problema de comunicación, no de pericia, y el presidente decidió intervenir personalmente y hablarle a los ciudadanos. El contenido de su mensaje fue correcto, la oportunidad dos meses demorada, al tono le sobró la persuasión melosa de un vendedor de seguros y le faltó la autoridad sobria, severa y segura de un capitán ante la crisis. Fue del todo acertada su apelación a la responsabilidad individual en la emergencia, pero el conjunto no logró alterar la medición intuitiva que todo argentino hace casi automáticamente sobre el trecho que separa al dicho del hecho. Tampoco imagino cómo habría podido hacerlo, pero posiblemente un anuncio sobre la destitución del ministro de salud habría ayudado en ese sentido.

Pensemos ahora que si la defensa de la vida y la salud, primera responsabilidad del Estado en términos de protección de sus ciudadanos, muestra este grado de deterioro y desmanejo, qué quedará entonces para las otras áreas colocadas bajo su custodia –el patrimonio nacional y la cultura nacional–, que son más complejas y por lo general menos evidentes para el común que la amenaza letal de una epidemia. Los partes oficiosos que llegan desde esos frentes, frentes de batalla porque las agresiones al patrimonio y la cultura son constantes, no pueden ser más desalentadores. Y para peor, la difusión de esos partes a través de la gran prensa suele estar deliberadamente distorsionada por periodistas militantes que confunden todavía más a un público desconcertado.

La defensa del patrimonio nacional, que es algo más que el territorio, se ha esfumado entre la propaganda de desprestigio constantemente dirigida contra las fuerzas armadas y de seguridad, la ausencia de propósito y estrategia y la indigencia de equipos y materiales. La defensa nacional está a cargo de un ingeniero civil, y la seguridad de los ciudadanos y sus bienes en manos de una antropóloga. Los hombres de armas no son respetados ni por las autoridades ni por la ciudadanía, y sacrifican su vida en vano. En el último quinquenio, los 44 submarinistas del ARA San Juan y los 43 gendarmes de Salta, tripulantes de vehículos defectuosos, engrosaron brutalmente la nómina de los que mueren todos los días lidiando con la delincuencia común. Nuestras fronteras son coladores por los que pasan sin dificultad contrabandistas, tratantes de personas, narcotraficantes, espías, saboteadores… y portadores de virus letales. Flotas de todo el mundo depredan la pesca en nuestro mar austral, y aviones de cualquier matrícula se mueven por nuestro espacio aéreo como Juan por su casa.

Peor van las cosas en el área de la defensa cultural, donde un Estado infiltrado por la progresía baja deliberadamente los brazos y se alía a poderes e intereses externos que hacen campaña desde las principales plataformas emisoras de mensajes sociales –los medios de comunicación, el sistema educativo y el entretenimiento– para disolver la conciencia nacional y moldear la mentalidad social a fin de acomodarla a la conveniencia de los globalizadores. Los vemos operar cotidianamente en contra del cristianismo en general y del catolicismo en particular, en contra de la familia, la natalidad y la maternidad, en la deformación de la historia y el desprecio de las gestas y los héroes nacionales, en la suplantación de tradiciones y costumbres propias por otras importadas, “globales”, en la introducción de problemáticas que nos son ajenas, como el multiculturalismo o la ideología de género.

Si una nación no toma conciencia de sí misma, si sus integrantes no advierten que son pasajeros de un mismo barco y que a todos conviene sumar fuerzas para mantenerlo a flote y asegurar su rumbo, no hay defensa posible del conjunto ni salvación individual. Se podría decir que no es lo mismo la defensa militar o de la batalla cultural –cuestiones que intuitivamente percibimos como más cercanas a la política– que lidiar con una pandemia virulenta que recorre el mundo. Hay cifras que sugieren lo contrario. En las redes sociales alguien comparó lo que ocurre en la Europa gobernada por la socialdemocracia globalista (Italia: 15.113 casos, 1.016 muertes; España: 3.869 casos, 90 muertes; Francia: 2.876 casos, 61 muertes) con lo que sucede en la Europa de impronta nacionalista (Polonia: 61 casos, 1 muerto; Rusia: 34 casos; Hungría: 19 casos). Pueblos y gobiernos parecen haber reaccionado de manera diferente ante la amenaza del virus corona en uno y otro grupo.

El gobierno argentino ha decretado la emergencia sanitaria. Que se suma a la emergencia económica, la emergencia alimentaria, y no sé si alguna otra más, aunque se me ocurren varias. Como quiera que sea, son demasiadas emergencias, que dan la medida de nuestra indefensión. La economista Iris Speroni ha subrayado hasta el cansancio en sus columnas que tradicionalmente el Estado argentino, con un presupuesto equivalente al 25% de su PBI, podía asegurarle a la nación niveles de educación, salud y defensa comparables a los de los grandes países del mundo, y sostener además sus empresas proveedoras de servicios, desde la energía hasta el correo, y desde los ferrocarriles hasta las rutas nacionales. Ahora, el Estado absorbe casi el 50% del PBI, no puede garantizar nada, y nos tiene endeudados hasta la coronilla.

Quizás la pausa forzada por la peste permita darnos cuenta de que no se trata de tal o cual emergencia, que es la nación en su conjunto, la nación que nos vincula y a la que pertenecemos, la que está en emergencia. Quizás obligados a apartar por un momento la atención de nuestros asuntos cotidianos encontremos la oportunidad para elevar la mirada hacia el conjunto, para prestarnos atención como sociedad. Porque de esa atención, de esa vigilancia, depende nuestra seguridad sanitaria, patrimonial, cultural. Albert Camus, cuya novela La peste es tan leida y tan citada en estos días, lo dijo así: “Lo que es natural es el microbio. El resto, la salud, la integridad, la pureza si usted quiere, es un efecto de la voluntad, y de una voluntad que no debe darse tregua.” Una nación no es algo dado, una nación es un ejercicio de la voluntad. Sin tregua.

–Santiago González


* * *

Agradecemos la difusión del presente artículo:    
* * *

Entradas populares

Traducir