LOS AÑOS DORADOS


 El capitalismo y la democracia alentaron el apogeo de la clase media, el temor de las élites y el aborrecimiento de los progresistas

Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

Nota original: https://gauchomalo.com.ar/anos-dorados/

La ciencia política tal vez no esté de acuerdo, pero la mitología política afirma que los veinte años que van de 1950 a 1970 marcaron la edad de oro de la democracia republicana asociada a la economía de mercado. Los mitos se construyen a partir de realidades, y ciertamente esos fueron años excepcionales para la mayor parte del mundo occidental: estabilidad política, crecimiento económico sin precedentes, gran oferta de empleo, expansión de una vigorosa clase media, mejoramiento visible de la calidad de vida, avances científicos y tecnológicos. En esas décadas, en todo caso, se gestó en buena parte del mundo occidental una considerable confianza popular en la democracia y el mercado. Por primera vez, el sistema parecía funcionar a favor de la gente común, de la gente que trabaja, que quiere formar una familia, educar a sus hijos y, en general, progresar.


Por facilidad de acceso a las cifras y la información voy a recordar cómo se desenvolvieron las cosas en los Estados Unidos, por otra parte escenario emblemático de ese período. El fenómeno fue muy similar en Europa (en Francia lo extienden de 1945 a 1975 y le llaman les trente glorieuses) y sus ecos se sintieron en el resto de Occidente; también en la Argentina, cuya ciudad de Mar del Plata es un vasto monumento conmemorativo de esa época. Aunque no conoció otra circunstancia más próspera, a la clase media argentina le resultó difícil asociar esa prosperidad con algún sistema político o económico, porque en esas dos décadas hubo tres golpes de estado, dos gobiernos militares, una contrarreforma constitucional, un partido mayoritario proscripto, y variados programas estatistas, desarrollistas y liberales.


En los Estados Unidos las cosas fueron algo más ordenadas y es interesante observar cómo respondió la gente cuando el sistema le facilitó las cosas: formó familia (récord de casamientos); tuvo numerosos hijos (récord de nacimientos); compró automóvil y pobló los suburbios; ahorró (a fines de 1970, el 13,2% de sus ingresos netos, nivel nunca superado desde entonces); volvió a la iglesia (el 73% decía pertenecer a alguna confesión y el 49% declaraba acudir regularmente a los oficios, frente a un 37% en 1940). Y también se interesó por los asuntos públicos. En un país donde el voto no es obligatorio, las dos décadas mencionadas muestran los más altos índices de participación electoral de toda su historia. Estadísticamente, todos los hogares estaban suscriptos al menos a un periódico.


Algunos historiadores sostienen que ese singular momento social coincide en los Estados Unidos con un apogeo del catolicismo. Destacan la extraordinaria vitalidad que exhibía entonces su sistema educativo, desde las escuelas parroquiales a las grandes universidades, y mencionan un incremento notable de las vocaciones masculinas y femeninas en el mismo período. El número de familias católicas con cuatro o más hijos se duplicó en esos años hasta llegar al 22%, mientras que el de las familias protestantes se mantuvo más o menos en los mismos niveles cercanos al 10%. En 1960, los estadounidenses eligieron el primer presidente católico de su historia. (Y hasta ahora el único: Joe Biden, actual retador de Donald Trump, fue el primer vicepresidente católico.)


Vasta clase media, público informado, participación, confianza, y una empinada vara de decencia: el escenario ideal para cualquier modelo de democracia. Crecían las grandes empresas, pero se multiplicaban los emprendimientos personales y familiares, muchos de los cuales generarían con los años otras nuevas grandes empresas. Junto a los infaltables aros de basquet y bates de béisbol, los sótanos y los garages se poblaban de herramientas, de bancos de trabajo, de componentes y materiales, y de pilas de revistas sobre carpintería, mecánica o electricidad, según fuesen las inclinaciones de su dueño. Los cursos de economía doméstica, orientados a racionalizar el manejo del hogar, tuvieron su apogeo también en esos años. Laboriosidad, creatividad, ingenio, confianza y, otra vez, decencia: el escenario ideal para cualquier modelo ideal de economía de mercado.


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Al aproximarse la década de 1970 los años dorados comenzaban a perder notoriamente su brillo, indicio de que algo estaba pasando. Así como sería una simplificación ingenua atribuir exclusivamente la generalizada bonanza de esos tiempos a la feliz conjunción de la democracia republicana con la economía de mercado, resultaría igualmente arriesgado responsabilizar de su colapso, como suele hacerse, a la denuncia por los Estados Unidos del sistema monetario de Bretton Woods en 1971 y a la crisis del petróleo de 1973. Las cosas suelen ser más complejas.


Políticamente, los años dorados se iniciaron en los Estados Unidos con la meditada advertencia del presidente Eisenhower sobre la necesidad de “una ciudadanía alerta e informada” para rechazar cualquier influencia indebida de los intereses creados sobre el gobierno democrático; sufrieron una violenta fractura con el asesinato del presidente Kennedy, que intentó gobernar atento a los consejos de su predecesor, y llegaron a su fin con la integración en 1973 de la Comisión Trilateral, un gesto con el que las élites del mundo declararon formalmente que se consideraban a sí mismas por encima de las fronteras y los poderes nacionales, y ajenas a la voluntad ciudadana de cualquier parte, por alerta e informada que estuviese. Esto era algo mucho más vasto, poderoso y amenazador que la influencia indebida temida por Eisenhower veinte años atrás.


Mencionamos como hito la creación de la Comisión Trilateral porque ha sido la más explícita en cuanto a sus preocupaciones, intereses y objetivos. Pero hacía tiempo que las élites mundiales venían generando cenáculos y foros de discusión. Desde 1954 el grupo Bilderberg congregaba a magnates europeos y norteamericanos en encuentros anuales que siguen hasta hoy. Aurelio Peccei (el creador de Fiat Concord, por entonces la más grande empresa privada de la Argentina) lanzaba en 1968 el Club de Roma. En 1971 nacía el Foro Europeo de Administración, convertido luego en Foro Económico Mundial, que anualmente convoca en Davos a figuras de los sectores público y privado para definir agendas globales y regionales. El común denominador de todos estos grupos es su carácter transnacional o, mejor dicho, supranacional; su propósito común es influir en el rumbo de los asuntos mundiales


Vista a la distancia, la oportunidad de esas fundaciones resulta llamativa. Esas élites, que habían emergido triunfantes de dos guerras declaradamente libradas en defensa de la democracia y el capitalismo, se mostraban por lo menos incómodas con las consecuencias de ese triunfo. El ascenso y consolidación de unas clases medias con las características mencionadas, cuya confiada vitalidad estallaba a ambos lados del Atlántico en las fotografías de Life, de Paris-Match, de Oggi o de Epoca, sumado a una economía en indetenible expansión, promotora de innovaciones tecnológicas insospechadas, parecían causar inquietud y preocupación entre quienes debían sentirse más bien orgullosos de haber engendrado esos desarrollos. Como si temiesen que, en algún momento, esas clases medias pudiesen acumular poder político suficiente para disputarles el control de las cosas y orientar el mundo por senderos imprevistos.


Así fue como, de buenas a primeras, comenzaron a llover malas noticias para las clases medias. Los ámbitos del debate público fueron poblándose de mensajes que parecían diseñados para quebrar su confianza en el futuro, y pulverizar su orgullo, sus creencias y sus valores. Sus semanarios favoritos quitaron espacio a las fotos en color de la vida en ebullición para presentar sombríos informes y crónicas inquietantes, acompañados de ominosas imágenes y gráficos en blanco y negro.


Desde los think tanks de las élites brotaban sombríos vaticinios sobre la sustentabilidad de la expansión: en esos lugares nacieron y se nutrieron los temores sobre la superpoblación, el cambio climático y el daño a la ecología, y en esos lugares comenzó a hablarse sobre la necesidad de un enfoque “global” para enfrentar esos problemas, empezando por el control de la natalidad. Los efectos de lo que se llamaba la “bomba demográfica” en una sociedad organizada con arreglo a la democracia representativa y la economía de mercado parecían más temibles para las élites occidentales que los megatones de las ojivas nucleares soviéticas. En esos lugares, también, comenzaron a discutir sus proyectos de ingeniería social: Europa les ofrecía un escenario bien dispuesto para ensayar algún tipo de autoridad supranacional.


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Si la pujanza de las clases medias durante esos años dorados inquietaba a las todopoderosas élites económicas y financieras, imagínense ustedes el desafío que le planteaba a las izquierdas ideológicas, razonablemente convencidas de que les iba a resultar muy difícil predicar el evangelio socialista en los suburbios poblados de saludables chicas y muchachos que quemaban energías a fuerza de rock’n’roll y de hula hula, y las recuperaban en los soda parlors. Encontraron la respuesta en Antonio Gramsci, un comunista italiano que había muerto de tuberculosis hacía casi veinticinco años en las cárceles fascistas, desde donde les había enseñado las mañas de la guerra cultural.


Los progresistas se pusieron descaradamente al frente de una serie de transformaciones sociales que se venían produciendo naturalmente, especialmente en el terreno de las relaciones entre los sexos y el papel de la mujer en la sociedad. Crearon la imagen estereotipada del ama de casa perfectamente arreglada mientras sirve la comida a un marido de camisa y corbata que acaba de regresar del trabajo y a unos niños que asisten sonriendo; implicaron que la revolución sexual la había iniciado Hugh Hefner con la revista Playboy, y dieron a entender que los derechos de las mujeres habían nacido con las campeonas del feminismo Betty Friedan y Gloria Steinem. Pero la realidad era otra: en esos años las mujeres con mayor número de hijos eran al mismo tiempo aquéllas con mayor educación y participación activa en el mercado de trabajo, detalle estadístico que pasa sin explicación. A esas mujeres no las iban a convencer de que feminismo era quemar corpiños.


Aunque los gustos y las costumbres iban evolucionando con su propia dinámica, Count Basie y Duke Ellington cedían espacio a Charlie Parker y Miles Davies, y Life fotografiaba a Jackson Pollock salpicando pintura en todas direcciones, en los Estados Unidos, como en Europa y en todo Occidente, la izquierda lanzó la misma embestida feroz contra la cultura de clase media, a la que describía como vulgar, estúpida, reprimida y “burguesa”. Todo el arte, el cine, la literatura y hasta los medios masivos de entretenimiento se dedicaron a escarnecer a esos desconcertados padres de familia que se habían deslomado para levantar sus hogares, criar a sus niños, desarrollar sus carreras, pagar sus cuentas y disfrutar de vez en cuando de algunas vacaciones. En un giro realmente perverso, el progresismo logró volver a jóvenes educados y bien alimentados contra sus propios padres, con una saña que fue más allá del normal conflicto de generaciones para llegar hasta la rebelión armada con diversos pretextos y grados de virulencia.


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Destino si se quiere trágico el de quienes protagonizaron los años dorados de la clase media: soportaron directa o indirectamente el peso de la guerra, se repusieron a fuerza de trabajo y confianza en sí mismos, aprendieron a repartir responsabilidades entre los sexos, y terminaron abandonados por sus padres, por esa élite que había propiciado y favorecido su existencia, y repudiados por sus hijos, la generación del baby boom. Filicidio, parricidio; incluso suicidio en los extremos de la confusión y el desconcierto, como refleja con amarga crudeza y título impecable la novela de Richard Yates Revolutionary Road, que Sam Mendes llevó al cine rompiendo hasta cierto punto con la larga tradición de burla y desprecio reservada históricamente por Hollywood para la cultura del suburbio, que en los Estados Unidos es lo mismo que decir cultura de la clase media.


Demás está decir que las élites del mundo saludaron alborozadas el denodado empeño del progresismo por quebrarle el espinazo a la clase media, y lo apoyaron en todo, en especial poniendo en sus manos las principales usinas de mensajes sociales: la educación pública, los medios y el entretenimiento. La izquierda hizo propios los temas del control de la natalidad, el clima y la ecología. Fue una alianza no escrita que, como todo lo que acabamos de describir, se replicó con escasas variaciones en las principales sociedades occidentales.


Esta alianza entre la izquierda y los dueños del dinero parecería improbable, pero si se mira bien, es más lo que los une que lo que los separa. Unos y otros se ven a sí mismos por encima de las naciones, descreen de la democracia y del mercado libre, y con similar arrogancia aseguran saber qué es lo que nos conviene a todos. Unos y otros encuentran en las clases medias, en su terca disposición a medir fuerzas en la plaza (el ágora o el mercado), su principal estorbo. Unos y otros aparecen hoy coludidos detrás del virus ideológico que las agrede y debilita a lo ancho de Occidente.


–Santiago González

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