EN LA JABONERÍA DE VIEYTES


Una Argentina irreparablemente rota reclama refundación y reanudación, y hay quienes estudian cómo hacerlo

Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

Nota original: https://gauchomalo.com.ar/jaboneria-vieytes/

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ay cosas que cuando se rompen ya no tienen arreglo, como los jarrones de porcelana, las copas de cristal, los matrimonios y las naciones. Eventualmente, con los materiales y la tecnología adecuados, se podría obtener una copia más o menos exacta del jarrón o la copa, pero los matrimonios o las naciones son irreparables porque sus ingredientes están amasados con tiempo y el tiempo marcha en una sola dirección. No hay manera de “volver a ser felices como antes”, tal como reclaman con lágrimas en los ojos las esposas traicionadas o prometen con aviesa seguridad los políticos traidores. Es posible, sí, volver a ser felices, pero no como antes, y casi nunca con el mismo socio, sentimental o político. Esto no lo entienden muchos cónyuges y muchos ciudadanos, que con pertinaz voluntarismo o con mal encaminada esperanza insisten en renovar sus votos, conyugales o sociales, a la figura equivocada, con lo que sólo logran prolongar sus padeceres y multiplicarlos.

Además, el “como antes” puede tener sentido en la vida de un matrimonio pero resulta inasible en la vida de una nación: ¿en qué punto del tiempo se ubica ese “antes”? ¿En el de la propia memoria? ¿En el de la memoria familiar? ¿En la de los libros? Mi propio “antes” arranca en las primeras décadas del siglo pasado con los recuerdos de la Buenos Aires señorial que con orgullo argentino me confiaba mi madre y llega hasta 1975, cuando murió mi padre y yo recorría el final de mi tercera década. Desde entonces todo ha sido, en términos de la imagen de la Argentina que guarda mi espíritu, un después. A la larga me vería en dificultades para contar a mis hijos que hubo una Buenos Aires verdaderamente rica, elegante y culta,  y que yo y mis padres y abuelos y bisabuelos habíamos vivido en ella. Una Buenos Aires donde una clase alta refinada y escasamente ostentosa era el modelo a imitar por una clase media laboriosa, sana y bien alimentada, y educada en el orden conservador instalado por esa misma clase alta.

Una Buenos Aires donde los 25 de Mayo el aire se teñía de azul y blanco, tantas eran las cintas y las escarapelas y las banderas que la adornaban, donde los 9 de Julio retumbaban con la marcha pesada de los tanques y el vuelo rasante de los aviones, donde la llegada de la Primavera era saludada con un despliegue de flores, carrozas y mannequins vivants que exponían colores, formas y texturas de temporada, donde los grandes locales comerciales competían cada Navidad con sus escenas del Nacimiento. Una Buenos Aires, modelo y escaparate de todo un país, que gestó la mayor explosión de talento alumbrada en el siglo XX por cualquier ciudad hispanohablante, de la literatura a la ciencia, de la técnica a la arquitectura, de las artes plásticas a la medicina, y del cine a la música, empezando por el tango y terminando con el rock.

Me pregunto cuál es el “antes” de una persona de clase media como yo, pero de la generación siguiente, a cuya conciencia nacional contribuyeron Andrés Cascioli, Jorge Lanata, Mario Pergolini y Marcelo Tinelli. O Beatriz Sarlo, Juan José Sebreli, Horacio Verbitsky y José Pablo Feinmann, para el caso. ¿Qué entiende el compatriota de cualquier clase, educado por el progresismo y la socialdemocracia, si le hablo de patria? ¿Cuál es su vínculo emocional con la Argentina, con los otros argentinos? ¿Qué significan para él San Martín, Rosas, Alberdi, Sarmiento, Roca, Perón? ¿Qué entienden sus hijos, incluida la generación que no sabe leer ni contar, que no estudia ni trabaja, si se les propone “volver a ser felices como antes”? ¿Cuál es la conexión de los hombres y mujeres de hoy, de los adolescentes de hoy, con el pasado? ¿Cómo insertan su historia familiar en la del país? ¿Qué ven cuando ven el Palacio Pizzurno o la estación Constitución o el edificio del diario La Prensa o el Hospital Rivadavia? Es más: ¿qué ven en el Cabildo los maestros que llevan a sus alumnos a visitar el Cabildo?

Hay cosas que cuando se rompen ya no tienen arreglo.

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¿Qué significa una Argentina rota? Por lo pronto, una Argentina cuyas instituciones han dejado de funcionar. Las instituciones dejan de funcionar no sólo cuando dejan de cumplir el cometido para el que fueron creadas, tal como la crónica registra a diario, sino, y especialmente, cuando perdieron la capacidad de repararse, sanarse, regenerarse, cosa que la crónica omite o no advierte. A lo largo de los últimos cincuenta años, se han sucedido gobiernos militares y civiles, peronistas y antiperonistas, elegidos por el voto popular o por la asamblea legislativa, y ninguno pudo revertir la línea descendente, componer lo descompuesto. No se trata simplemente de que fallen los gobiernos: falla el sistema, fallan sus mecanismos de regeneración, está roto. No sirve.

Una Argentina rota significa también la disolución de la affectio societatis, el tejido emocional que nos vincula con los otros argentinos, con la casa común, con la historia vivida. Ese tejido no cumple una función exclusivamente social, sino también personal: es la red donde la propia vida cobra valor y sentido. Cuando se desintegra, las madres matan a sus bebés, los esposos se matan entre sí, los jóvenes matan a los ancianos para robarles, y cualquiera mata a cualquiera porque sí. Y el que no puede matar se droga hasta que puede. Si mi vida no vale ni tiene sentido, no vale ni lo tiene la de nadie. La crónica remite estas noticias al fondo de las páginas policiales: deberían estar al frente de las páginas políticas.

Una Argentina rota implica por fin la cancelación del futuro, la negación del proyecto, la imposibilidad del entusiasmo. Es lo que no soportan los argentinos audaces que marchan al exilio. No se van en busca de mejores salarios, paisajes más atractivos u oportunidades de consumo más refinadas. No se van en busca de comodidad; se van, lo dicen francamente cuando la crónica los interroga, en busca de un futuro.

Una Argentina así de rota es irreparable. No hay tratamiento gradualista ni de impacto capaz de hacerla funcionar. Creer lo contrario es perder el tiempo cuando ya no hay tiempo que perder. Urge desprenderse de un sistema irreversiblemente desbaratado y crear uno nuevo, con nuevos códigos y nuevas instituciones. Como en vísperas de Mayo, otra vez en la jabonería de Vieytes, con la cabeza probablemente llena de ideas confusas y contradictorias, que deberán ordenarse en la franqueza del debate y en el empeño de la fundación. Mejor dicho, de la refundación (volver a fundar) y la reanudación (volver a anudar), porque no se partirá de cero, con la página en blanco. Detrás hay pueblo, territorio, historia y experiencia, sólo necesitados de vínculos que los unan y de un sistema que les permita funcionar.

Pero atar y planear no va a ser exactamente coser y cantar.

* * *

Imagino a los contertulios de la nueva jabonería reclutarse siguiendo el magisterio de la historia: comerciantes, hacendados, publicistas, vecinos principales, canónigos, jurisconsultos, milicianos, en general personas con algo que defender, discretas y prudentes, y con cierto reconocimiento en la comunidad como para saber con quiénes se está tratando. Casi podría asegurarse que entre los más vehementes, e incluso exaltados, están quienes por una razón u otra, por un camino u otro, guardan memoria de que aquí hubo otro país, de que la nación argentina está muy por encima de esta mediocridad delictiva, dictatorial y decadente que asfixia, acorrala, aplasta y expulsa, y cuyo primer impulso es el de salir a la calle, gritar “¡Viva la Patria!” y arengar a la lucha para “volver a ser felices como antes”.

Veo entonces a las mentes más templadas avisarles de su error. Recordarles con Neruda que “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos” y con Borges que no existe “una región en que el ayer pudiera ser el hoy, el aún y el todavía”. Que la mayoría de los compatriotas no tiene la menor idea, o la tiene muy confusa o distorsionada por la propaganda socialdemócrata, de cómo era ese “antes”, de qué cosa es la patria, de cuáles atributos distinguen propiamente al argentino. Que un mensaje articulado sobre esa retórica, con apelaciones a un pasado confuso, a un sentimiento mortecino o desconocido, a unas lealtades jamás probadas, les dirá poco y nada, o peor todavía: puede sonar como un nuevo intento de manipulación. Que lo primero, entonces, antes que proponer, es escuchar.

De la nación quedan la tierra, la historia y el pueblo. Pero el pueblo es la materia viva.

* * *

La jabonería de Vieytes elige entonces como prioridad auscultar las cuitas de los compatriotas (que en definitiva no diferirán de las propias sino en escala), conocer su estado de ánimo, adentrarse en sus necesidades (más allá de las obvias, relacionadas con la supervivencia), tomar el pulso de sus expectativas, sus creencias y sus temores. El pueblo es la materia viva de la nación, y escucharlo requiere de una atención máxima y desprejuiciada: antes de ingresar a la jabonería, los contertulios dejan los telefonitos y las ideologías en la puerta. Es precaución elemental en cuestiones relativas a la nación evitar las interferencias externas.

Las circunstancias les ofrecen una oportunidad inesperada y sorprendente para conducir esa escucha: la sociedad argentina es una de las que con mayor docilidad aceptó en el mundo primero una cuarentena desmesurada, innecesaria y letal para una economía en terapia intensiva; después, unas vacunas experimentales sobre las que hay más dudas que certezas, y de las que nadie se hace responsable; y últimamente, una cantidad de restricciones a las libertades individuales para quienes no se han vacunado. Esta mansa aceptación, impensable por cierto en la Argentina “de antes” (lo que habla de por sí sobre la profundidad de los cambios sufridos), atraviesa todas las clases sociales y todas las regiones geográficas. Por su amplitud, y por su excepcionalidad para una sociedad famosa por su independencia y rebeldía, los contertulios deciden estudiarla.

Iluminada desde un lado, aparece una sociedad acobardada, temerosa, ignorante, incapaz de forjar su propio juicio y defenderlo racionalmente, fácilmente manipulable por los charlatanes de la prensa, la política y la ciencia, incluso proclive a la delación de quienes exhiben un comportamiento independiente, y favorable a cualquier disposición autoritaria y compulsiva que le permita enmascarar bajo el amparo de la ordenanza municipal su propio miedo, su propia cobardía. Iluminada desde el lado opuesto, se presenta una sociedad tan abandonada a su suerte y tan necesitada de creer que arriesga su bienestar y su salud en un acto de fe, en la confianza de que, al menos esta vez, en un caso de vida o muerte, su país, sus compatriotas, sus dirigentes, sus médicos, sus periodistas no la engañan. Que estamos juntos en esto, que nos cuidamos entre todos. Y que hay sanción para el que no cumple.

Visto a plena luz, se hace evidente la desesperación del pueblo de la nación, su materia viva.

* * *

En una Argentina cuyo sistema institucional ha dejado de funcionar, y cuya affectio societatis se deshilacha sacudida por vientos cruzados, el estado de un pueblo a la deriva, al que cada vez resulta más difícil describir como sociedad, no sorprende a los atentos contertulios de la jabonería de Vieytes. Iluminado desde todos los ángulos, de manera de no dejar espacios en sombras, ese pueblo exhibe una demanda intensa de pertenencia y de sentido, de relación funcional y constructiva con una comunidad en cuyo seno la propia vida, la propia actividad, adquiera significado y gane reconocimiento, asuntos estos relacionados con la affectio societatis. Y también exhibe un reclamo urgente de eficacia y de justicia, de eficacia en la administración de la cosa pública (que la educación eduque, la salud cure, y la defensa defienda) y de justicia en la administración de premios al mérito y la conducta y castigos a la indolencia y la inconducta, asuntos estos relacionados con el sistema institucional.

Pertenencia y sentido tienen que ver con la identidad, con el quiénes, eficacia y justicia con la administración, con el cómo. Los concurrentes a la jabonería perciben que falta algo. Falta el qué. Las luces revelan una sociedad dispuesta a aceptar un liderazgo, deseosa de creer, pero necesitada además de que se le proponga un camino, un rumbo común dentro del cual encarrilar los propios sueños y ambiciones. Esto es, un proyecto, que no puede ser absolutamente individual, como querrían los liberales, ni tampoco absolutamente colectivo, como querrían los socialistas (los socialdemócratas, los globalistas, los comunistas), sino nacional (una nación es “un proyecto sugestivo de vida en común”, diría Ortega en una frase que incomoda a la vez a nacionalistas y liberales).

La primera preocupación de los asistentes a la jabonería, si los interpreto correctamente, es dar respuesta a estas demandas: pertenencia, sentido, eficacia, justicia y proyecto. Su amplitud (atraviesan todas las clases sociales), su importancia (se imponen incluso por sobre las necesidades materiales) y su urgencia (alimentan todas las inquietudes, las neurosis, los estallidos emocionales y la violencia) quedan de manifiesto en el comportamiento público, en el perceptible a simple vista y en el registrado por la crónica, y especialmente, como hemos visto, en la reacción frente al episodio de la covid. La respuesta exigirá a los tertulianos la definición de un rumbo, el trazado de un plan de trabajo, la promoción de un liderazgo capaz de llevarlo a cabo, y la elaboración de una narrativa capaz de persuadir, de entusiasmar, de aglutinar.

El patriotismo, la historia, la fe no son un proyecto, son la condición de posibilidad de un proyecto.

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Los contertulios de la jabonería presente saben muy bien que su combate por la pertenencia, el sentido, la eficacia, la justicia y el proyecto (nacional) habrá de librarse contra la presión del globalismo que busca reacomodar el planisferio a su gusto. Pero conocen el paño. Cuando la Argentina institucional sólo era un proyecto en la mente de sus fundadores, el nuevo orden mundial de la época amenazaba con la Restauración monárquica, y muchos asistentes a la tertulia histórica imaginaban para la nación argentina un futuro coronado por derecho divino. Entre ellos el jabonero Vieytes, que puso a su hija el nombre de Carlota Joaquina, y el propio Manuel Belgrano, que se carteó con la infanta durante mucho tiempo (sin ser mayormente correspondido). Los tertulianos de esta generación saben de esas trampas, porque sus antepasados les enseñaron lo peligroso que es caer en ellas.

Ningún orden mundial, nuevo o viejo, ha servido jamás a los pueblos sino sólo a sus promotores.

–Santiago González

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