LA EUROPA DE WESTFALIA
Lo que se narra de Alemania también se puede aplicar a esta Europa que padecemos, dividida entre terminales naciones sin soberanía y un “pseudo-supraestado” sin independencia, mero brazo mercantil de la OTAN.
La Paz de Westfalia (1648) fue una obra maestra de la diplomacia francesa, la mejor expresión del sentido del Estado que sigue una línea de sucesión directa desde Sully hasta De Gaulle, pasando por Richelieu, Colbert y Bonaparte; una continuidad en la defensa de los intereses permanentes de la nación que en países como España es del todo inconcebible. Partida en cientos de minúsculos feudos que son la tortura de cualquier cartógrafo, Alemania se convirtió en un fantasma reducido a la absoluta impotencia política, entelequia que se mantenía unida en apariencia por el espectro del Sacro Romano Imperio, colosal ficción jurídica, útil sólo para acumular inacabables pleitos en las covachuelas de los cameralistas germanos. Francia amaba tanto a Alemania que produjo más de trescientas. Garantizadas por el trono de San Luis y por la entonces poderosa Suecia, las libertades germánicas de margraves, obispos, condes, electores, ciudades libres, barones y otros sátrapas tudescos retrasaron en más de dos siglos la formación del Estado nación, justo en un momento en que todas las monarquías modernas intentaban centralizar el poder y los recursos de sus dominios. Voltaire retrató con cruel y clásica ironía lo que eran aquellos pequeños principados al inicio de las aventuras de Cándido, Cunegunda y Pangloss, imagen eterna de la Alemania de Westfalia.
El dominio francés sobre Alemania iba más allá del simple vasallaje político; para todos los príncipes alemanes, la referencia cultural era Versalles y el francés servía de lengua oficial en todas las cortes: hasta el genial Federico hablaba y escribía en la langue de la bonne compagnie y soñaba con visitar París. El barón de Grimm hizo su fortuna informando de todas las modas, chismes y quimeras del genio francés a los clientes de su muy selecta Correspondence littéraire, como Cristián VII de Dinamarca, Estanislao Poniatowski de Polonia y la Gran Catalina. Basta con darse el placer de pasear por Potsdam, Wurzburgo o Dresde para ver magníficos ejemplos de esa influencia francesa. Porque, pese a la afirmación de Prusia como potencia europea, los régulos alemanes estaban sujetos a Francia por unas cadenas más sólidas que las de la fuerza y el interés: la asimilación cultural, la adopción de los valores, la estética, el idioma y el pensamiento del poder dominador. Ningún déspota alemán habría prescindido del vínculo transrenano. Sólo Hannover, cuyo elector era el rey de Inglaterra, escapaba a esta fatalidad geopolítica. Tuvieron que sucederse la Revolución, el Terror, las invasiones del Directorio y los saqueos de Bonaparte para que los alemanes se decidieran a romper el yugo francés. Los Discursos a la nación alemana de Fichte marcan ese cambio de tendencia.
Lo que se narra de Alemania también se puede aplicar a esta Europa que padecemos, dividida entre terminales naciones sin soberanía y un “pseudo-supraestado” sin independencia, mero brazo mercantil de la OTAN. Ahora ya no es la Francia del Grand Siècle y de la Ilustración la que domina las naciones crepusculares de la vieja Europa, sino América, propietaria de una “Unión” mal llamada “Europea”, gobernada por unos chupatintas y contables que piensan, sienten y viven como anglosajones, y que son más partidarios del imperialismo yanqui que los propios americanos. Los quislings europeos están dispuestos a algo que jamás habría hecho ningún principito alemán: sacrificar la economía de su propia nación para favorecer la de su competidor gringo, que es lo que el servil canciller Scholz ha permitido al dejar que le dinamiten los gaseoductos Nord Stream y se imponga a la industria alemana una implacable decadencia. Ningún cipayo, ningún eunuco, ningún fámulo de la más vil y sumisa índole se habría rebajado a tanta infamia. Esto sólo pasa cuando una nación ha sufrido un traumático borrado de identidad y se resigna a vegetar como colonia, como territorio de ultramar de un imperio que permite que sus dependencias europeas sean regidas por factores, por horteras de almacén, por mediocres que sólo saben de economía y que, aun así, han sido incapaces de calcular el efecto de las sanciones a Rusia. Mientras Europa decae bajo la bota del ocupante yanqui, Rusia vive un período de esplendor económico gracias, precisamente, a las sanciones que estos cráneos privilegiados le impusieron.
Pero seriamos injustos con los pequeños déspotas alemanes de antaño si los equiparásemos con los caciques iletrados que gestionan Europa para los intereses de Washington. Aquellos leían y sabían disfrutar: compraban buenos cuadros, se rodeaban de excelentes músicos y adornaban sus pequeñas cortes con lo mejor que podían adquirir del arte de la época: los museos de Berlín, Dresde y Múnich dan fe de ello. Y la Francia que les tutelaba era la de Rameau y Voltaire, la del pícaro Boucher y el luminoso Fragonard . No creo que podamos comparar a los franceses de Luis XV con nuestros actuales amos del otro lado del charco: fíjese el lector en los productos humanísticos que salen de las “mejores” universidades yanquis.
Quizás esta nueva era de conflictos a la que América nos impulsa como tributarios, contribuyentes y peones de su ajedrez, sirva para que Europa, como Alemania en 1806, entienda que es una nación y que debe tomar conciencia de ello. Quizás el demente carcamal de la Casa Blanca suscite por pura necesidad de supervivencia el instinto político unificador en nuestros pueblos, lo que también exige la supresión de ese sucedáneo tóxico de la verdadera Europa que es el tinglado de Bruselas. A golpes se aprende y los alemanes del Este, que parecen menos lobotomizados de que sus compatriotas occidentales, se afirman cada día más en su rechazo al vasallaje gringo. Y eso es muy buena señal para nosotros y muy preocupante para los colaboracionistas liberales.