OCCIDENTE EN PELIGRO
Nota original: https://gauchomalo.com.ar/occidente-en-peligro/
El presidente argentino Javier Milei se presentó esta semana en el sínodo del globalismo y ante una audiencia internacional de políticos, capitanes de grandes corporaciones y magnates financieros hizo una encendida defensa del más irrestricto sistema capitalista, amenazado según dijo por la clase de políticas que promueve la misma élite reunida para escucharlo. “Occidente está en peligro”, avisó en el encuentro convocado anualmente en Davos por el Foro Económico Mundial para examinar la marcha de los negocios en todo el planeta.
A veces de manera explícita, a veces apenas insinuada, Milei les hizo saber a los purpurados del dinero que su programa —gobierno mundial, abolición de las soberanías nacionales, borrado de cualquier marca de identidad cultural (histórica, religiosa, étnica o lingüística), reducción drástica de la población e instauración de una nueva esclavitud (“no tendrás nada y serás feliz”)— representa una tentación colectivista que da nueva vida a los modelos totalitarios de izquierda o de derecha derrotados el siglo pasado, y pone en riesgo la libertad y la prosperidad del mundo.
“Ya sea que se declamen abiertamente comunistas o socialistas, socialdemócratas, demócratas cristianos, neokeynesianos, progresistas, populistas, nacionalistas o globalistas, en el fondo no hay diferencias sustantivas: todos sostienen que el Estado debe dirigir todos los aspectos de la vida de los individuos,” afirmó, luego de haber advertido que, con herramientas como la emisión monetaria, el endeudamiento, los subsidios, el control de la tasa de interés, de los precios y otras regulaciones, “hoy los Estados no necesitan controlar directamente los medios de producción para controlar cada aspecto de la vida de los individuos.”
Milei atacó de manera expresa algunas de las propuestas contenidas en la llamada Agenda 2030 y alentadas en todo el mundo por los agentes del globalismo, como las referidas al ambiente y el clima, el feminismo y las cuestiones de género, la “justicia social”, la reducción de la población y la “agenda sangrienta del aborto.” Que el presidente haya aprovechado la tribuna de Davos para decir estas cosas fue como si Lutero hubiese clavado sus noventa y cinco tesis directamente en la puerta de la basílica de San Pedro.
El auditorio lo escuchó respetuosamente, entre curioso y divertido. Los más veteranos en la arena internacional recordaron que no era la primera vez que un dirigente de la Argentina, país que lleva décadas boqueando en los últimos lugares de las escalas económicas y sociales, se atrevía a decirles lo que tenían que hacer. El mensaje de Milei fue recogido con interés por el Financial Times, maltratado con insidia por El País de Madrid y La Nación de Buenos Aires, y virtualmente ignorado por The Economist, el boletín semanal de los conjurados del globalismo. Donald Trump, Elon Musk y otros líderes mundiales le enviaron mensajes propicios por Twitter.
La encendida defensa que el presidente argentino hizo de los empresarios (los llamó “héroes” y “benefactores sociales”) y del sistema capitalista (“nos ha dado la mayor expansión y prosperidad de nuestra historia”) llegó hasta el extremo de reivindicar la concentración económica, blanco preferido de los críticos neomarxistas como Thomas Piketty, que la describen simultáneamente como destino inevitable del desarrollo capitalista y como negación misma del espíritu de competencia que le da vida.
“Sin funciones que presenten rendimientos crecientes a escala, cuya contrapartida son las estructuras concentradas de la economía, no podríamos explicar el crecimiento económico desde el año 1800 hasta hoy”, dijo Milei. “Desde el año 1800 en adelante, con la población multiplicándose más de 8 o 9 veces, el producto per cápita creció más de 15 veces. Esa presencia de rendimientos crecientes implica estructuras concentradas, lo que se llamaría un monopolio. Regular monopolios, destruirles las ganancias, y destrozar los rendimientos crecientes automáticamente destruiría el crecimiento económico.”
Estas convicciones del presidente explican muchos artículos sorprendentes de los dos poderosos instrumentos legislativos que sometió al iniciar su gobierno a consideración del Congreso. Pero al mismo tiempo revelan una interpretación demasiado simplista o unidireccional del desarrollo político, económico, cultural y social de Occidente en el último siglo y medio, por poner algún límite. La historia muestra que no sólo la política ha distorsionado en ocasiones el feliz funcionamiento de una economía libre, sino que también el poder económico ha alterado en determinadas circunstancias el desenvolvimiento normal de las democracias republicanas.
La política, en la mayoría de los casos, se limita a arrendar su manejo del poder coercitivo del Estado en favor de tales o cuales intereses corporativos. Por su cuenta, apenas si se ocupa de aprobar determinadas medidas más o menos redistributivas. que contribuyen por un lado a mejorar su perfil electoral, y por otro a mantener la paz social y permitir que el sistema siga funcionando en beneficio de todos (los políticos y las corporaciones). El empresario prebendario o coimero y el político corrupto se necesitan mutuamente y es un desafío para la ciencia determinar quién engendró a quién. Pero esto es juego chico, no es lo que se discute en Davos.
Podríamos citar como ejemplos cercanos de juego grande las ocasiones en que corporaciones argentinas (y no sólo) incidieron en la planificación y sostenimiento de tal o cual golpe de estado, o de tal o cual candidatura presidencial, con la intención de quebrar o torcer lo que parecía ser en cada caso el temperamento ciudadano predominante. Para extendernos al espacio más amplio en el que Milei sitúa sus reflexiones, convendría repasar las condiciones en las que se gestaron las tendencias colectivistas y totalitarias que lo desvelan, aún olvidándonos de los aportes financieros occidentales que sostuvieron la revolución comunista rusa en sus comienzos.
El globalismo, la gobernanza mundial, la supresión de las barreras nacionales, el borrado de los rasgos identitarios (incluido el sexo), el control demográfico (incluido el aborto), la obsesión ambiental, la campaña contra la herencia y la propiedad individual (incluido el dinero y cualquier forma de atesoramiento físico) no han nacido de la política sino de las corporaciones, de innumerables think tanks, institutos académicos y foros (incluido el de Davos) patrocinados por las grandes empresas. Cualquiera puede consultar la nómina de auspiciantes de las organizaciones y fundaciones abortistas, ecologistas, feministas, ambientalistas, multiculturalistas, derecho-humanistas: va a encontrar allí los logos y marcas familiares que pueblan los estantes de tiendas y supermercados.
La gran revolución tecnológica del transporte y las comunicaciones facilitó y alentó el surgimiento de las empresas transnacionales. Rápidamente, sus capitanes descubrieron que sus intereses comunes eran más fuertes que sus lealtades nacionales. Para facilitar sus operaciones, impulsaron la creación de acuerdos aduaneros, zonas de libre comercio, bloques económicos (incluido el Mercosur) y, en el caso insignia de la Unión Europea, la renuncia adicional a la moneda propia y el sometimiento a una autoridad política supranacional que regula innumerables aspectos de la vida cotidiana de los países miembros.
Europa, que renunció al gas barato ruso por presión de las corporaciones y cuyos agricultores soportan ahora el acoso y la persecución de Bruselas, es ejemplo máximo de soberanía política resignada en favor del poder económico, y modelo ejemplar para los globalistas que se congregan en las reuniones de Davos. Como contraste, el Reino Unido nunca aceptó reemplazar la libra por el euro, y al cabo de algunos años, por voluntad de sus ciudadanos, canceló su pertenencia a la UE aun sabiendo que iba a perder ciertos beneficios. Dos decisiones políticas en favor de la libertad y en contra de las recomendaciones (y las presiones) de los “héroes” y los “benefactores”. La libertad tiene costos, nos dicen los ingleses, pero no tiene precio.
–Santiago González
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