JUSTICIA SOCIAL


Ilustración: Tatsuya Ishida (@TatsuyaIshida9)

Cuarta parte de La Izquierda y el Poder


Autor: REAXIONARIO (@reaxionario)

Nota original: https://reaxionario.substack.com/p/justicia-social

(Links a Parte I, Parte II y Parte III. Cada una de las entregas puede leerse de manera independiente.)

En Restaurar: En Restaurar Parte I, Restaurar Parte II, Restaurar Parte III.

- La Izquierda y el Poder, Parte I.

- Estado y Bioleninismo, Parte II.

- El Gnosticismo como la Abolición de la Realidad, Parte III, primera entrega.

- El Gnosticismo como la Abolición de la Realidad, Parte III, segunda entrega.



En 2023 — desde el presidente Milei refiriéndose a ella como una “aberración” hasta Kiciloff agitándola como su bandera pensando en una posible candidatura hacia 2027 — se ha puesto sobre la mesa toda esta cuestión de la justicia social. La verdad es que ya era hora, así que vamos a analizarla.

Para empezar, aunque todos más o menos intuimos lo que implica el término, me animo a afirmar que existe una definición diferente de justicia social por cada ser humano en este planeta, y precisamente por eso es tan escurridiza, insidiosa y difícil de combatir. Por eso vamos a ir a la autoridad en el tema — John Rawls. Voy a usar el libro Rawls’s ‘A Theory of Justice’, de Frank Lovett, que muy amablemente se tomó el trabajo de leer el mamotreto original para que nosotros no tengamos que hacerlo. Un verdadero héroe.

Para Rawls, cualquier sociedad es un sistema de cooperación, que es una fuente de bienestar a la vez que de conflicto, ya que, inevitablemente, según las reglas de cada sociedad, algunos resultarán especialmente beneficiados y otros especialmente perjudicados. El desafío, entonces, consiste en hallar el sistema que funcione para todos — la sociedad ideal.

(Si pensaron en la doctrina post-milenialista y el Cielo en la Tierra, están en lo correcto. A mis lectores yarvinistas no les sorprenderá enterarse de que en su juventud Rawls era un estudioso del calvinismo. Ver The Theology of Liberalism, de Eric Nelson. También escribí sobre esto en un ensayo llamado La Teología del Progresismo: Desde San Agustín hasta Rawls, disponible en mi colección de ensayos.)

Esto nos lleva a la segunda idea fundamental de Rawls: la “estructura básica” de una sociedad, que puede definirse como el conjunto de instituciones y prácticas que determinan qué tan bien un individuo puede desarrollar su vida más allá del esfuerzo personal. Por ejemplo, la estructura básica de la China imperial permitía el ascenso social en base al ahorro y el trabajo, mientras que en la India esto era imposible a causa del sistema de castas.

Sin embargo, la estructura básica abarca no sólo la constitución del gobierno y las leyes, sino también factores culturales. Por ejemplo, si bien el machismo no existe por ley en Occidente, muchas personas creen que las mujeres se encuentran en desventaja a causa del prejuicio de la sociedad hacia ellas, poniéndoles un “techo de cristal” a sus ambiciones personales.

Por supuesto, esto es muy amplio y abstracto, pero es la base sobre la cual Rawls construye su teoría de justicia social. A la hora de encontrar la mejor estructura básica posible, Rawls se pregunta en qué tipo de sociedad le gustaría nacer si no supiera qué rol le tocaría ocupar en ella. Es decir, si eligiera una sociedad de tipo feudal, podría terminar naciendo en una familia de nobles o de siervos; si eligiera una sociedad como la romana podría resultar siendo un patricio o un esclavo. Puede salir muy bien o puede salir muy mal.

Entonces, ¿en qué tipo de sociedad me gustaría nacer si tuviera que elegir desde atrás de este velo de ignorancia? Esa es la gran pregunta en A Theory of Justice y que sirve como punto de partida para el desarrollo de una nueva forma de entender la justicia, que Rawls llama “justice as fairness”. Curiosamente, “justice” y “fairness” por separado se traducen al castellano como “justicia”, pero “justice as fairness” como concepto se traduce como “justicia como equidad”. Ya empezamos a ver por dónde va la cosa.

Según Rawls, un grupo de personas que parte de esta “posición original”, por ejemplo, se opondría a nacer en una sociedad utilitarista, ya que presupone una vida miserable para algunos en nombre de la felicidad de la mayoría. Tampoco elegirían una sociedad de castas, o una sociedad donde la esclavitud fuera legal, o una sociedad que persiga a una minoría étnica o religiosa. Recordemos que el objetivo es hallar un tipo de sociedad en la que nos gustaría nacer sin saber de antemano cuál será nuestra suerte.

Entonces, ¿en qué estarían de acuerdo estas personas en su búsqueda de la mejor estructura básica posible? Según Rawls, elegirían a partir de dos principios de justicia: primero, igualdad de derechos y obligaciones; segundo, que la desigualdad económica sólo es justa si resulta beneficiosa para todos, compensando en particular a los individuos en mayor desventaja.

Y acá es donde todo se va al carajo.

Según el modelo jouveneliano — que ya es un clásico en este blog — existe un vínculo muy estrecho entre los intelectuales y el poder. A cambio de prestigio y recursos, el intelectual desarrolla teorías que ayuden a consolidar la fórmula política, que es el conjunto de doctrinas a través de los cuales la minoría gobernante justifica su autoridad, según Gaetano Mosca.

En este caso, la justicia social es el marco teórico sobre el cual se erige el welfare state, y por algo Rawls dio clases en Harvard durante cuatro décadas: toda su teoría tiene como fin último legitimar la implementación de políticas públicas que incrementen la presencia del Estado en la vida de los individuos supuestamente en busca de la estructura básica “justa” para todos. Como el rol del Estado es la rectificación de injusticias y las injusticias son en teoría infinitas, la única forma de alcanzar la estructura básica óptima es a través de una burocracia omnipresente y omnipotente.

La utopía de Rawls no es nada nuevo, y se suma a la larga lista de filósofos anglosajones que han fantaseado con algo semejante durante los últimos siglos. La diferencia en este caso es que — a diferencia de los “ejercicios filosóficos” de Francis Bacon o de Edward Bellamy — sólo en el Siglo XX el poder estatal ha llegado al punto de tener la capacidad de controlar hasta el más minúsculo aspecto de la sociedad e incentivado la proliferación de teorías que lo justifiquen.

Más precisamente, la fecha es 4 de Marzo de 1933, día de la asunción de Franklin Delano Roosevelt, bajo cuyo sistema vivimos hasta el día de hoy sencillamente porque lo copiamos en todo el hemisferio. Ver The Roosevelt Myth, de John T. Flynn.

Por supuesto, Rawls no fue el primero en escribir sobre la justicia social, y existen otras corrientes, como la Doctrina social de la Iglesia, según la cual “cada persona debería tener acceso al nivel de bienestar necesario para su pleno desarrollo”. Además, sostiene que “el derecho de uso de los bienes de la tierra es necesario que se ejercite de una forma equitativa y ordenada, según un específico orden jurídico.” Y que “no hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera a la propia necesidad, cuando a los demás les falta lo necesario.”

(El propio término “justicia social” tal cual fue utilizado a partir del Siglo XIX fue acuñado por el jesuita Luigi Taparelli, uno de los fundadores de la Doctrina Social de la Iglesia.)

En el caso argentino, la justicia social constituye uno de los pilares fundamentales del peronismo, siendo una de las Veinte Verdades Peronistas que “los dos brazos del peronismo son la justicia social y la ayuda social”, seguramente tomado de la Iglesia Católica.

Volviendo a Estados Unidos, antes del régimen del New Deal existía el Social Gospel, un “un movimiento en el protestantismo liberal norteamericano que aplicaba la ética cristiana a problemas sociales, especialmente cuestiones de justicia social como la desigualdad económica, pobreza, alcoholismo, crimen, tensiones raciales, barrios marginales, medio ambiente, trabajo infantil, sindicatos inadecuados, escuelas pobres y el peligro de la guerra.”

No es casualidad, de paso, que todas estas doctrinas cristianas hayan surgido a partir de la diseminación del anarquismo, el sindicalismo, el socialismo y el comunismo entre las clases obreras durante la segunda mitad del Siglo XIX a medida que la Revolución Industrial fue llegando a los distintos rincones de Europa. Sobre este proceso, ver Tragedy and Hope, de Carroll Quigley.

Sin embargo, más allá de las diferencias entre las diversas corrientes filosóficas y religiosas, es posible unificar a todas las variantes de la justicia social a partir de tres afirmaciones:

  1. La justicia social es un fenómeno del Siglo XX, con raíces en el Siglo XIX, cuyos verdaderos efectos hemos empezado a padecer en el Siglo XXI.
  2. La justicia social implica la distribución más o menos equitativa de la riqueza, de manera más o menos voluntaria.
  3. La justicia social no es, bajo ningún punto de vista, un concepto inmutable.

Esto es importante porque la distribución de la riqueza es la piedra angular de nuestra democracia — es decir, en el sentido moderno real de la palabra, gobernar es distribuir riqueza. Esa es nuestra forma de gobierno, que más allá de toda la pompa institucional y republicana puede resumirse, también, en tres simples etapas:

  1. Producción
  2. Apropiación
  3. Distribución

La población produce, el Estado se apropia de un porcentaje y reparte según sus propias leyes. Ahora bien, sobre los pasos dos y tres cabe una aclaración importante: primero, el Estado puede apropiarse de todo, de nada, o de cualquier porcentaje de lo producido, ya que no existe un límite que no pueda ser modificado a través de legislación; segundo, el Estado puede decidir cuánto, cuándo y a quién otorga lo apropiado, nuevamente mediante legislación. En este sentido y al menos en teoría, el Estado es todopoderoso.


Como dice Bertrand de Jouvenel en Sobre el Poder:

“… un Poder que define lo bueno y lo justo es, sea cual fuere su forma, absoluto de un modo muy distinto que un Poder que se encuentra con el bien y lo justo ya definidos por una autoridad sobrenatural. Un poder que regula las conductas humanas según las ideas de utilidad social es absoluto en un sentido muy diferente que un Poder que gobierna a hombres cuyas conductas están prescritas por Dios. Y aquí descubrimos que la negación de una ley divina, que la proclamación de una legislación humana, son el paso más decisivo que una sociedad pueda dar hacia el absolutismo real del Poder.”

La democracia, entonces, es un sistema mediante el cual el pueblo — único productor de riqueza — está a merced de un Estado que se apropia de lo que quiere, cuando quiere, y distribuye lo que quiere, a quien quiere, cuando quiere. Todo esto, por supuesto, es justificado mediante la justicia social en alguna o varias de sus acepciones en simultáneo. Grabois y los curas villeros lo hacen desde el Vaticano, Bregman desde el trotskismo, el kirchnerismo con la memoria de Eva Perón, el radicalismo en nombre de la socialdemocracia europea, y todos bajo el paraguas del rawlsianismo de Harvard y Yale, que es la filosofía moral oficial de Occidente. Cada uno a su manera, pero todos son cómplices.

Y aclaro que no estoy diciendo que la Doctrina Social de la Iglesia o cualquier versión de la justicia social haya sido concebida con el fin de brindar legitimidad a este sistema corrupto, pero sí estoy diciendo que algunas personas la han utilizado para hacer exactamente eso. Uno de los principios fundamentales de la propaganda política es que si algo puede ser usado para la causa, será usado para la causa, más allá de las intenciones de su creador.

Teniendo en cuenta que la justicia social es tan ambigua y por lo tanto infiltrable, no es extraño que haya servido de refugio para todo tipo de oportunistas y ladrones.

Ahora bien, la metodología de la justicia social aplicada — léase la distribución del ingreso — funciona de una manera perversa pero a la vez interesante. Cuando el Estado quita, le quita a la mayoría; cuando da, reparte a minorías. Esto no es inofensivo y no es casualidad.

Una mayoría es, por definición, desorganizada. Toda expresión de las mayorías es esporádica e inconsecuente, porque una mayoría es un cuerpo sin cabeza. Por eso una rebelión fiscal generalizada es tan difícil de lograr, por no decir imposible. El Estado, entonces, puede aumentar impuestos impunemente la mayor parte del tiempo, llegando a niveles de presión fiscal del 50% o más — mucho más que durante la monarquía absoluta de Luis XIV, famosa por impuestos abusivos y una burocracia enorme e ineficiente.

Frecuencia del término “social justice” en bibliografía a partir del año 1800. Fuente: Google Ngram Viewer.

Las minorías, por otra parte, son mucho más efectivas a la hora de organizarse y pelear por un objetivo concreto. Una vez que una minoría se consolida, comienza a ejercer presión sobre el poder público para obtener algún tipo de beneficio hasta que finalmente lo obtiene o se disuelve.

A cambio, la clase gobernante — en sí misma una minoría organizada — recibe la lealtad de la minoría beneficiada, ya sea en forma de voto, contribuciones económicas o militancia.

De esta manera, y como ya hemos dicho en publicaciones anteriores, se concluye en que la democracia no es un juego de mayorías. Las mayorías existen para ser saqueadas o como materia prima para el surgimiento espontáneo o la creación de minorías, siendo esto último una práctica común de la clase gobernante, como el feminismo o el colectivo LGBT.

El proceso de fabricación de una minoría es relativamente sencillo. Se identifica dentro de la mayoría un grupo de personas con alguna característica común. Luego, se bombardea a ese grupo con propaganda especializada implantando en él una conciencia de grupo oprimido. Finalmente, se le ofrece liberación a cambio de fidelidad. Es un poco más complejo, pero no tanto.

Aunque parezca poco intuitivo, la democracia es un juego de minorías. Una clase gobernante no gana una elección por el voto de la mayoría, sino a través del voto de una suma de minorías, quizás con la salvedad de los movimientos populistas como el de Trump en 2016 o Javier Milei en 2023. Es para debatir, pero es posible que transitoriamente, a causa de los abusos de la alianza entre la clase gobernante y su liga de minorías protegidas, y tras la aparición de un líder carismático, la mayoría logre una especie de “conciencia de clase” que le permita quebrar el status quo.

En este caso, a menos que se lleven a cabo reformas profundas y exista una convicción de acero en la nueva élite, lo más probable es que la nueva realidad sea insostenible y todo vuelva a la normalidad al cabo de un ciclo electoral, como en Estados Unidos o Brasil.

De hecho, cabe preguntarse si una clase gobernante puede mantenerse en el poder dentro de un sistema democrático sólo con el apoyo de las mayorías — siempre caprichoso — o debe necesariamente crear su propia liga de minorías leales, como ha hecho el Partido Demócrata de los Estados Unidos.

Volviendo a la justicia social, existe una enorme diferencia entre la teoría y la práctica:

Teoría: la justicia social busca la igualdad entre los hombres.

Práctica: la justicia social profundiza la desigualdad, al quitarle riqueza y autonomía a la mayoría en favor de grupos minoritarios privilegiados.

Astutamente, esta enorme brecha entre teoría y práctica es disimulada a través de una falacia motte-and-bailey, o falacia de la mota castral, que consiste en “una forma de argumento y un tipo de falacia informal en la que el argumentador confunde dos posiciones que comparten similitudes pero de distinta defensividad. Una de estas posiciones u opinión es modesta y fácil de defender, algo que prácticamente forma parte del sentido común (mota)​. La otra, en cambio, es mucho más controversial, siendo una opinión más difícil de defender (castro), especialmente si alguien la ataca con argumentos racionales y lógicos.”

En pocas palabras, la clase gobernante habla de la justicia social en términos de igualdad, pero a la hora de aplicarla hace todo lo contrario. Al ser confrontada sobre esta contradicción, insiste en que lo único que busca es la igualdad, mientras en la práctica sigue avanzando su verdadera política.

El caso de las mujeres es emblemático. En nombre de la igualdad, las clases gobernantes occidentales han convertido a las mujeres prácticamente en nobleza a través de leyes de “perspectiva de género”. Sin embargo, todo cuestionamiento es contrarrestado de la misma forma — “¿estás en contra de la igualdad entre hombres y mujeres?”

Esto es mucho más efectivo de lo que parece, y blinda contra la crítica a toda situación en la que la clase gobernante se hace con el apoyo de una minoría a cambio de concesiones, subsidios y privilegios. Como nadie quiere ser acusado de misógino, racista u homofóbico, la mayoría de los ciudadanos disidentes opta por callar y dejar hacer.

Los que apoyan, en cambio, se dividen en dos bandos. Por un lado, los que ingenuamente y con buenas intenciones creen que la justicia social en la práctica es idéntica a la teoría; por el otro, los que están al tanto de la incongruencia, y por ideología o interés personal la apoyan igual.

Otra enorme ventaja de la justicia social es que, como hemos dado a entender hace un momento, es un concepto extremadamente maleable, y por lo tanto una fuente inagotable de poder. Siempre hay más derechos por descubrir, más injusticias que rectificar, más ministerios y secretarías que inaugurar, más políticas públicas por implementar.

Agotadas las injusticias más evidentes, como la desigualdad económica o el racismo explícito, la justicia social puede pasar a un nivel mayor de abstracción, centrándose en el “racismo sistémico” o el “patriarcado”, así como los “micromachismos” o la “justicia climática”.

En este punto, la refutación se vuelve demasiado complicada para el ciudadano común, desprovisto de herramientas para luchar contra tales fantasmas sostenidos por décadas de justificaciones teóricas impenetrables para cualquiera que no sea un mandarín con un título en teoría crítica.

Producción, apropiación, distribución. La división de poderes, el gobierno representativo, las instituciones republicanas, son todos obstáculos que nos impiden ver el funcionamiento real de la política, que es en realidad bastante más simple de lo que nos han hecho creer. Como dice Gaetano Mosca en La clase política, son “viejos hábitos del pensar” los que nos impiden ver las cosas como son y no como queremos creer que son.

Es más, la ofuscación es una táctica de la clase gobernante, o en todo caso es funcional a ella: mientras más complejo aparente ser un asunto, más difícil será para el ciudadano de a pie objetarlo. Es precisamente el objetivo de este blog “curarnos” de esta tara intelectual implantada desde la escuela primaria por la educación cívica, que no nos muestra el mundo como es, sino según la fórmula política de la élite gobernante.

Con Montesquieu fuera de nuestro camino, resulta sencillo ver que la democracia tal cual existe hoy es un sistema de transacciones, donde la clase gobernante y diversas minorías intercambian apoyo por favores, siendo la justicia social un barniz de moralidad para lo que es ni más ni menos que un negocio.

Si todo esto suena frío, justamente, es porque hemos sido criados a entender a la democracia desde el marco moral de la justicia social. Hay toda una nube de sensiblería y sentimentalismo ocultando la cruda realidad.

Pero el hecho de que exista una distribución de la riqueza no es en sí el problema si se cumplieran al menos dos condiciones. Primero, que su aplicación resulte en un beneficio neto para la población en general; segundo, que sea voluntaria.

Sobre esto último no hay demasiado para decir. La distribución de la riqueza en la mayoría de las naciones occidentales es “a punta de pistola” y la teoría de la justicia social tiene por función reducir al mínimo las chances de resistencia a la vez que predispone la psiquis del pueblo productor a posibles futuras “demostraciones de solidaridad” a través de nuevos impuestos. Además, fomenta la apatía en la población a la hora de ejercer solidaridad voluntaria, que es la única que cuenta. Dice Albert Nock en Our Enemy The State:

“Cuando tuvo lugar la inundación de Johnstown, el poder social se movilizó usándose con inteligencia y vigor. Su abundancia, medida en términos monetarios, fue tan grande que cuando todo volvió a la normalidad, quedaban un millón de dólares. Si esa catástrofe sucediera ahora, no sólo se agotaría el poder social, sino que además la tendencia sería dejar que el Estado se encargara de ello. No sólo se ha atrofiado el poder social en gran medida, sino que también se ha atrofiado la voluntad de ejercerlo en esa dirección. Si el Estado ha convertido esos temas en puro negocio, y ha confiscado el poder social necesario para afrontarlo, pues dejemos que lo haga. Podemos medir esta atrofia general cuando se nos acerca un mendigo. Hace dos años nos habría llegado al corazón y le habríamos dado algo: hoy le enviamos a la agencia de auxilio estatal.”

En mi opinión, el pueblo argentino es de los más solidarios del mundo y no necesita la intervención estatal para ayudar a los más necesitados, y desde ya que sólo un porcentaje de lo apropiado por el Estado va a parar a los pobres. La mayor parte se utiliza para el enriquecimiento de los funcionarios y sus amigos y mantener andando la maquinaria transaccional de la democracia.

En cuanto a lo primero, los resultados de la justicia social aplicada están a la vista. La población es en promedio más pobre porque el incentivo para producir es disminuye a medida que aumentan los impuestos. Además, el tejido social está roto, habiéndose dañado irreparablemente a la sociedad de varias formas. Primero, fomentando el resentimiento mutuo entre los perjudicados y los beneficiados por la distribución, lo cual no existiría dentro de una comunidad de solidaridad voluntaria; segundo, fragmentando al pueblo, que debe ser uno solo, en múltiples minorías antagónicas con “conciencia de clase” probablemente de manera irreversible; tercero, sumando al deterioro material la destrucción espiritual generalizada a través de la exaltación de la degeneración moral en todas sus formas — léase la tolerancia y romantización de la delincuencia, el aborto, la eutanasia, y la protección y propagación oficial de perversiones sexuales.

Todo esto en nombre de la justicia social.

Esto no puede ser de otra manera. Aun partiendo de una población perfectamente virtuosa bajo una minoría gobernante ejemplar, el hecho de que el sistema político esté construido sobre un cimiento de sufragio universal, apropiación forzosa y distribución arbitraria hará que tarde o temprano la sociedad involucione moralmente hasta su forma más básica — el apocalipsis zombie del que habla Nick Land en su ensayo más célebre. Para ilustrar el punto, no hace falta más que tomar una fotografía de la sociedad en 1933 y otra en 2023, en el país occidental que sea, y ponerse a llorar ante la catástrofe demográfica cometida en nombre de la justicia social.

Todos los sistemas políticos tienden a simplificarse, más allá de lo concebido en las mentes de sus creadores, que suelen ser demasiado idealistas. Si un sistema político puede retroceder a una versión más depurada de sí mismo, tarde o temprano lo va a hacer. La democracia no es la excepción.

Por lo tanto, dado que las acciones de la clase gobernante deben ser juzgadas por sus resultados y no por sus supuestas intenciones, no está mal calificar a la justicia social — tal cual es en lugar de como uno imagina que es; es decir, una forma de justificar un sistema inmoral — como una aberración. La evidencia histórica habla por sí misma.


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