NUNCA POR DERECHA
La clase dirigente argentina nunca creyó realmente en la democracia, y eso explica que no haya un partido de derecha
Autor: Santiago González (@gauchomalo140)
La clase dirigente argentina, en sus sucesivas encarnaciones, nunca creyó en la democracia como sistema para dirimir el poder político, creo que ni siquiera se le ocurrió que el poder político era algo que se debía dirimir, y ello explica que no exista en la Argentina un partido de derecha, un fenómeno con escasas equivalencias en la democracias occidentales.La clase patricia, el grupo social cuya actividad militar, ideológica, política y económica construyó y organizó la nación, tenía en sus manos todos, absolutamente todos los resortes del poder. Su Partido Autonomista Nacional funcionó como un partido único gracias al fraude electoral sistemático. Lo que los opositores de la época llamaban despectivamente el unicato, el régimen o la situación, produjo cuatro presidentes y permitió instaurar lo que los historiadores describen como el orden conservador, que aseguró al país el período más espléndido de su historia. Pero el partido no era un partido, las elecciones no eran elecciones, los tres poderes del Estado se encontraban en manos de un grupo de familias amigas, lo mismo que la banca, la academia, la iglesia y la fuerzas armadas, y la nación no era republicana ni representativa, como mandaba su recién nacida y dolorosamente gestada Constitución, ni mucho menos federal.
La clase patricia se convirtió en oligarquía, y la oligarquía habría querido detener el tiempo, pero nada es para siempre. La exitosa integración argentina al mercado mundial, en buena medida concebida por Inglaterra, alentó el desarrollo en Buenos Aires y otras grandes ciudades de una clase media bien alimentada, sana, educada y ambiciosa que no tardó en reclamar su cuota de poder. Le concedieron el sufragio universal, secreto y obligatorio sin demasiada resistencia porque sabían que el poder real seguiría estando en sus manos. “La democracia en la calle, pero no en los salones”, avisaba Miguel Cané. Tras su primera derrota electoral en 1916, cuando ya no pudo colocar un presidente en la Casa Rosada, el Partido Autonomista Nacional fue abandonado como un trasto inútil: para la oligarquía, la política era una discusión en el club o en sus salones.
En el fondo, sus opositores tampoco creían en la democracia, ni eran verdaderamente opositores, ni expresaban una dinámica social o económica con la pujanza insolente y necesaria como para cargarse el país al hombro; eran más bien representantes de esa clase media que se había desarrollado y subsistía al abrigo del régimen, y que más bien reclamaba reconocimiento y participación: en otras palabras, ser admitidos en el club o los salones aun al precio de sobreactuar la represión de las revueltas obreras. La oligarquía podía entender esa clase de demandas, y el acuerdo no fue difícil: en la siguiente elección nacional, el partido “opositor” encumbró a la presidencia a Alvear, uno de los apellidos más venerables de la clase patricia. ¿Quíén querría molestarse en resucitar al viejo partido conservador, invertir tiempo y dinero, hacer campaña, cuando los rivales políticos lo hacían por uno?
Los ingleses se habían encargado de organizar la economía, los cívicos radicales se hacían cargo del fastidio de la política y lidiaban con socialistas y comunistas, y los terratenientes se ocupaban de recoger las rentas y pasarla bien. Oficialistas y opositores, en camino de mutar en clase dirigente, estaban seguros de tener la vaca atada. Todo fue miel sobre hojuelas hasta que las olas bravas de la crisis del 29 golpearon las costas del río de la Plata, desencajaron los pilotes sobre los que se sostenía el régimen, y dejaron a la vista que desentenderse de la política no había sido una buena idea. Fue necesario apelar a un golpe militar para recoger otra vez las riendas del poder, ceder soberanía a los ingleses para moderar el impacto de la crisis, y repensar todo el modelo en atención a un mundo que ya poco tenía que ver con el de los años felices del Centenario.
Dirigentes conservadores de la capital y del interior se apresuraron a recrear un partido de derecha según el modelo del viejo PAN, al que llamaron Partido Demócrata Nacional, que gobernaría el país durante más de una década, en una alianza con sectores radicales y socialistas conocida como Concordancia. Aunque cubrió dos turnos presidenciales, la Concordancia se extinguió sin resolver ninguno de los problemas que la crisis le había planteado al país: reintegrarse a la economía mundial sin la tutela británica, definir un perfil productivo, y adecuar sus estructuras políticas a los nuevos tiempos. La clase dirigente, que mantenía intacto su desdén por la democracia, sólo parecía preocupada por no perder su mellado control de los resortes del poder: recurría al fraude electoral que había caracterizado al PAN, y no quería ni oír hablar de programa alguno que la apartara de su papel central. Pero, al propiciar el golpe de 1930, había abierto el juego político a un nuevo actor con el que iba a compartir escena, a veces a su pesar: las fuerzas armadas.
Las filas militares, como las eclesiásticas, estaban poblados de parientes pobres de las grandes familias tradicionales, de integrantes de las vencidas oligarquías provincianas, y de algunos argentinos nuevos de clase media que encontraban allí un cursus honorum venerable, capaz de compensar la falta de hectáreas con la dignidad de los rangos. En los institutos militares se estudiaba estrategia, y los alumnos más inteligentes y atentos empezaron a preocuparse por la debilidad estructural de una Argentina absolutamente dependiente del orden británico. Yrigoyen ya había encontrado en uno de esos militares el candidato para presidir la estratégica empresa petrolera estatal. La crisis del 29, el derrumbe del imperio y el estallido de la segunda guerra ahondaron la inquietud castrense.
Los militares dieron un golpe de estado en 1943, pero no pudieron resolver la querella entre los que querían volver a la tradición hispano-católica anterior al orden británico y los que buscaban la manera de acomodarse al mundo de posguerra. Entre éstos hubo algunos que observaron con interés la manera como los italianos y los alemanes se las habían arreglado para inducir procesos de industrialización acelerada con capitales propios, y trazaron un programa económico y político de desarrollo independiente, basado en la colaboración entre el sector privado y el sector público, con respaldo popular. Un ascendente coronel consiguió atraer ese respaldo, y le ofreció a la clase dirigente el plan completo llave en mano, con partido de derecha incluido, pero conducido por él. Por razones de estricta competencia, pero invocando altos argumentos morales, los Estados Unidos la indujeron a rechazarlo, pero no era necesario: la clase dirigente nunca iba a aceptar nada que no estuviera absolutamente en sus manos, nada que alentara a los peones de campo a mirarla directamente a los ojos.
Perón llegó a la presidencia, puso en marcha su plan, demostró su factibilidad, y completó el programa constitucional con la incorporación de la población rural a la vida política, pero la clase dirigente le saboteó la economía, lo enemistó con la iglesia, le socavó el apoyo castrense, y lo derrocó con un golpe militar en nombre de una democracia en la que nunca había creído. El país, sin embargo, había cambiado, y los gobiernos constitucionales que sucedieron al peronismo avanzaron por otras vías en su misma dirección (y fueron igualmente derrocados). La clase dirigente, que gracias a la modernización ya se había recibido de establishment, tardó más de diez años en darse cuenta de que se había equivocado. Uno de sus miembros más lúcidos tuvo entonces la idea de imitar el modelo peronista pero sin las molestias de la política, en un alambicado proceso que preveía un “tiempo económico” de ordenamiento, luego un “tiempo social” de bienestar y, allá a las cansadas, un “tiempo político”. El “tiempo real”, acelerado por la revolución cubana y por un líder airado ante el robo de sus ideas, se llevó todo por delante. Sin embargo, esa década de 1960, conducida por dos civiles y un militar pero signada por el peronismo, marcó el único momento desde la crisis de 1930 en que la declinación argentina se detuvo en una momentánea meseta.
La dictadura militar inaugurada en 1976 salvó al país de caer en manos de la guerrilla izquierdista, pero lo devolvió debilitado, indefenso, endeudado y corrupto. El establishment comenzó a mutar en esos años en la mafia política, empresarial, sindical, judicial y mediática que hoy tenemos a la vista y cuyo único propósito es usufructuar los recursos públicos en beneficio privado, y el esfuerzo de todos en beneficio de pocos. El regreso de la democracia en 1983 sólo aportó como novedad la incorporación del aparato cultural –academia, medios, espectáculo– al esquema mafioso bajo los modos del progresismo. El progresismo es funcional a la mafia, cuyo accionar encubre con elaborados argumentos pretendidamente éticos, e impone un pensamiento único que proscribe dictatorialmente cualquier crítica procedente de su antagonista natural, la derecha; el progresismo sataniza, bloquea, silencia y anula a cualquier persona o institución que tenga la audacia de describirse como de derecha, aun antes de darle la oportunidad de explicar qué es lo que quiere decir con eso.
El hecho de que la Argentina carezca de un partido de derecha hace que el debate político se vuelva ficticio o irrelevante porque todos los interlocutores piensan (es una manera de decir) más o menos lo mismo, amontonados en esa zona de confort socialdemócrata o centroizquierdista que abriga por igual a los cobardes, los políticamente correctos y los corruptos. Como el pretendido espectro político es más bien monocromático y nunca se discute realmente nada, no sorprende que desde hace setenta años estemos encallados en el mismo lugar, sin resolver ninguno de nuestros problemas, sin plantearlos siquiera claramente, cayendo cada vez más rápido por la pendiente del fracaso. Sin debate no hay política propiamente dicha, y lo que hoy se nos presenta como política es apenas un oficio orientado al uso del poder del Estado para favorecer los negocios propios. Más o menos lo que hacía la clase dirigente un siglo atrás, pero en un mundo completamente distinto.
–Santiago González
* * *