Y LA NAVE VA...
Los argentinos se mantienen en suspenso y expectantes mientras el país navega al encuentro de su destino
Autor: Santiago González (@gauchomalo140)
Antes de la crisis cambiaria, la Argentina era una nave en derrota hacia el témpano; después del acuerdo con el Fondo, la Argentina es una nave en derrota hacia el témpano con una bomba en la bodega. Se diría que el país está paralizado y expectante, en pausa. Contiene la respiración, cruza los dedos; ya no le estremecen índices ni cotizaciones, por atroces que sean; se desentiende de pronósticos o vaticinios, no lee encuestas; tiene toda la atención concentrada en su propio olfato para saber qué ocurrirá primero, el choque o el estallido, si es que ocurre algo porque en definitiva en la Argentina nunca se sabe.
El témpano es financiero, y la incógnita se refiere a si el gobierno logrará licuar la enorme masa helada de instrumentos creados para absorber el exceso de dinero emitido y evitar así un impacto catastrófico. Sobran los dedos de una mano para contar los economistas que pronostican un final feliz; en el resto hay un amplio abanico de opiniones que divergen en cuanto a la fuerza del impacto y la dimensión de la catástrofe. Aunque la mayoría de los ciudadanos teme por el choque, un episodio futuro y eventual, hay otra cuestión real y presente menos contundente pero tal vez más grave: el estrangulamiento de la economía real como consecuencia del ajuste financiero. Cuando la economía comience a emerger de la profunda recesión en que se encuentra, cuestión indisolublemente ligada a las tasas de interés que el gobierno mantiene elevadas a fin de evitar nuevas corridas contra el peso, se verá cuántas pymes sobrevivieron y en qué condiciones estarán para regenerar empleo.
La bomba es social, y en este caso la incógnita remite a si logrará el país atravesar sin desórdenes el ecuador de diciembre, el peor momento del año para que los efectos de la gigantesca devaluación y la recesión profunda se hagan sentir con su máximo rigor. Una enorme masa de excluidos rodea la capital argentina y sus suburbios, un mundo aparte que la mayoría de los incluidos intuye pero desconoce, un mundo sobre el que el despiadado crimen de Sheila abrió una pequeña ventana, un mundo convencido de tener derechos que los incluidos les retacean, un mundo cargado de tensiones y de violencia, un mundo al que sólo se animan las iglesias y los punteros políticos, un mundo temido y temible. El gobierno ha puesto todo el dinero disponible para mantenerlo en calma, y las iglesias y los punteros lo están ayudando, aunque sólo sea porque un estallido no le conviene a nadie. Pero la exclusión no es sólo una cuestión de dinero, hay sectores crecientes de ese mundo que responden más al narco que al cura, el pastor o el puntero, y la chispa más inesperada puede encender la mecha: vimos un ejemplo cuando los vecinos de Sheila atacaron a la policía que estaba investigando su crimen.
Mientras la ciudadanía está así en vilo, alerta ante el choque, el estallido, o la suma de los dos, en la cubierta de la nave la orquesta estable del establishment sigue tocando con envidiable energía, ajena a cualquier sensación de peligro, con la mirada fija en su partitura. No hablemos de los empresarios, que ya mostraron lo mejor de sí en las tribunas del coloquio de Idea y en los tribunales de Comodoro Py; tampoco hablemos de la Iglesia, cuya exposición pública en Luján en compañía de dirigentes políticos y sindicales procesados por delitos comunes plantea acuciantes cuestiones teológicas. Hablemos mejor de los políticos, porque falta poco más de medio año para que ellos y nosotros nos encontremos nuevamente en las urnas, en las elecciones primarias.
El oficialismo está convencido de que si zafa del choque y el estallido aludidos, la posibilidad de renovar su mandato vuelve a colocarse al alcance de la mano. Como no tiene logros que mostrar, ni proyecto que proponer, espera recurrir al mismo argumento que en el 2015: no seducir por el amor sino amontonar por el espanto. Hay que decir que tanto el gobernador de Tucumán como los obispos de Luján le hicieron un enorme favor al saturar el ambiente de vapores sulfurosos. Bastaron dos fotografías: la de los aviones privados en los que llegaron los jerarcas peronistas al aeropuerto tucumano, y la de la mano episcopal apoyada en el hombro del sindicalista a punto de ir a la cárcel con la mitad de su familia. Y conste que quienes se reunieron en Tucumán representan, con una que otra ausencia, al peronismo no kirchnerista. Un peronismo que no encuentra líder porque no tiene identidad, y que no tiene identidad porque no encuentra líder: el peronismo funciona así, como lo demuestra el hecho de que Cristina Kirchner no pierda respaldo en las encuestas y continúe expandiendo por todo el país su partido Unidad Ciudadana, incluso en esas zonas marginales a las que nadie se atreve a ingresar.
Una polarización con Cristina es el escenario deseado para el oficialismo. Cristina funciona como garantía de continuidad para Macri, y a cambio Macri funciona como garantía de libertad para Cristina, cosa que enfurece a la socia de Cambiemos Elisa Carrió. Macri y Cristina cuentan cada uno con un respaldo inamovible que ronda el 30 por ciento. Entre ambos hay un 40 por ciento que sólo puede volcar la elección hacia uno u otro lado, porque en la ancha avenida del medio no hay nadie, y el peronismo no está hoy en condiciones de instalarse allí. Tampoco la derecha ni la izquierda se muestran capaces de promover un liderazgo alternativo porque su propio narcisismo de élite de clase media les bloquea cualquier posibilidad de hacer política. Por cada uno que se anima a dar un paso al frente hay mil decididos a demolerlo invocando cualquier trivialidad principista. Ambos lados se conforman entonces con el piqueteo, en las redes sociales la derecha, y en las calles la izquierda. El gobierno le tiene más miedo a la calle real que a la calle virtual, y ha mantenido una sostenida política de cortejo a la izquierda que incluyó el apoyo económico y la promoción de su agenda.
Esa política resultó contraproducente: no le atrajo los favores de la izquierda, ni siquiera su tolerancia, como dejaron a la vista los incidentes de diciembre del año pasado y de esta misma semana, mientras el Congreso debatía leyes económicas clave; le enajenó en cambio el apoyo de muchos votantes propios que masticaron en silencio la sensación de haber sido traicionados hasta que la cuestión del aborto y la ideología de género colmó su paciencia, y salieron ellos mismos a la calle. Fueron pacíficos pero no fueron pocos, en realidad fueron muchos más que los que suele movilizar la izquierda. Esa amplia franja social, en la que se encuentra casi la totalidad de los ciudadanos que trabajan, producen, pagan impuestos y reman para mover el rinoceronte, carece hoy de representación política y no acierta a generarla, y es terreno fértil para el florecimiento de un Bolsonaro local que alce la voz y le diga lo que quiere escuchar.
El barrido cotidiano del radar político no registra la presencia de un perfil semejante, aunque seis o siete meses dan tiempo suficiente como para que aparezca en pantalla. Lo que sí registra el radar son ciertas turbulencias en el interior de la coalición gobernante, entre personas que no quieren romperla pero sí corregirle el rumbo, aunque más correcto sería decir imprimirle un rumbo, cualquier cosa que no sea la deriva fatal hacia el témpano. No sería la peor de las opciones que Cambiemos genere su propia oposición y dirima en elecciones primarias las visiones contrastantes que alberga naturalmente al cabo de tres años de gestión poco feliz, por decirlo educadamente. Cualquiera fuera el resultado, la coalición llegaría más fuerte, más templada, al enfrentamiento final con el kirchnerismo. Los radicales juegan con la idea y sueñan con Martín Lousteau como portaestandarte. Carrió se les opuso enseguida, tal vez disgustada porque sus ex correligionarios la madrugaron. Pero esto es adelantarse demasiado: para llegar a las PASO de agosto primero hay que atravesar diciembre. E la nave va…, como diría Fellini.
–Santiago González
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