INTOCABLES


Buena parte del periodismo argentino considera que no debe ser investigado, ni examinado, ni criticado

Autor: Santiago González (@gauchomalo140)


Aquí se puede investigar a los empresarios y a los sacerdotes, a los médicos y a los militares, a los funcionarios y a los profesores, en fin a cualquiera. Pero parece haber consenso en que no se puede investigar a los periodistas. Al menos eso es lo que afirman los propios integrantes de un gremio que, paradójicamente, coloca en los escalones más altos de su actividad el llamado periodismo de investigación. Un juez federal que investiga un caso de espionaje ilegal seguido de extorsión se encontró con una vasta maraña de ramificaciones que incluye la presunta participación de al menos un conocido periodista que nutría sus crónicas a partir de esas fuentes. 

El caso no encuentra mayor cobertura en la prensa oficialista porque la dirección en la que avanza puede perjudicar a la actual administración y beneficiar a miembros de la anterior, y sus detalles sólo se conocen a través de los medios afines a la oposición. ¿Se ocupó la corporación periodística de denunciar estos casos de prensa militante travestida de prensa profesional? Para nada. Se dedicó en cambio a la cerrada defensa corporativa del colega sospechado. 

El magistrado del caso acumuló una montaña de pruebas – documentos genuinos y falsificados, artículos periodísticos, escuchas telefónicas, intercambios por medios digitales– cuya pericia, entrecruzamiento y ordenamiento superaban la capacidad de su pequeño juzgado en Dolores. Por ello decidió someterlos al examen de la Comisión Provincial de la Memoria, una entidad civil bonaerense con experiencia en la evaluación de esa clase de materiales; este mes le entregó un documento de 200 páginas con las conclusiones de su trabajo, que naturalmente menciona al periodista involucrado. Tal vez no fue una buena decisión la del juez Alejo Ramos Padilla, porque la citada comisión está encabezada por una figura de definida coloración política, el premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, conocido por sus simpatías con el kirchnerismo y la  izquierda latinoamericana. 

La corporación periodística gritó “¡Lobo!” y una variedad de conspicuos personajes le hicieron coro, de manera llamativa el presidente de la Nación, quien afirmó con escasa prudencia: “Todavía no ganaron y ya están persiguiendo periodistas”. Ninguno parecía haber leído el informe de la comisión, donde las referencias al periodista se limitan a consignar su intervención “en la mayoría de los casos abordados” y a inferir, a partir de la documentación sometida a su análisis, que el profesional “estaba advertido de la procedencia de la información así como de los mecanismos y/o procedimientos ilegales a través de los cuales ésta era obtenida”. Es difícil, como hizo la corporación periodística, deducir de una pericia potencialmente adversa al colega un caso de persecución o de criminalización del trabajo periodístico. 

Los abogados del periodista están legalmente habilitados a presentar sus propias pericias. Si se dejan de lado los intentos de sacar réditos electorales, la única explicación para la estruendosa reacción de esta semana es que los periodistas locales no aceptan que se los investigue. Para decirlo con más precisión: los
periodistas argentinos, o buena parte de ellos, o su parte más ruidosa, no aceptan que los investigue la justicia, como a cualquier hijo de vecino, cuando se presume su participación en un hecho condenable. Invocan la defensa de la libertad de expresión, pero la libertad de expresión tiene sus propios resguardos legales, que parten desde la misma Constitución Nacional, y no necesita de declamaciones estentóreas u oportunistas para protegerse.


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En la mayoría de los países de Occidente, la prensa reniega del profesionalismo que le diera prestigio en las sociedades liberales de posguerra, para entregarse a la parcialidad más desembozada y retroceder a sus orígenes décimonónicos, partidarios y militantes. Basten los ejemplos de la prensa estadounidense, casi unánimemente consagrada a demoler la presidencia de Donald Trump, o de la prensa británica, que desde hace tres años somete a la opinión pública inglesa a la más intensa y concertada operación de lavado de cerebro en contra del Brexit. Esta tendencia tiene su eco en nuestro país, cuya sociedad está tan polarizada como las que mencionamos, y se refleja en el tratamiento que la prensa da a los asuntos controvertidos. No se trata de la necesaria y saludable diferencia en la interpretación de los hechos, o en la opinión sobre los hechos; se trata de la manipulación, ocultamiento o deformación deliberada de los hechos, como la que permitió a un diario de esta ciudad decir que el informe de la Comisión de la Memoria es “un intento de convertir en delito la investigación periodística” y a otro afirmar que ese mismo documento “no tiene la menor relación con la criminalización del periodismo”. 

Una de las dos cosas necesariamente no es cierta, pero ¿a quién corresponde decidirlo? La respuesta inmediata, civilizada, republicana, dice que la decisión queda a cargo del lector. Pues bien, a la corporación periodística local esto no le gusta: lo aceptaba mientras el lector se guardaba su opinión cualquiera que fuese, pero en cuanto las redes sociales le dieron al consumidor de productos noticiosos la oportunidad de opinar sobre ellos y de hacer conocer sus aceptaciones y rechazos, la corporación periodística comenzó a embestir contra esa práctica, a desvalorizar lo que circula por las redes, a reclamar algoritmos de censura, a calificar como noticia falsa cualquier cosa (verdadera o falsa) que no salga de sus usinas. 

Una segunda opción, de alcance más restringido, es que la evaluación corra por cuenta de la academia, pero esto a la corporación periodística local tampoco le gusta: recordemos la reacción histérica contra los “observatorios” instalados en varias universidades en la época kirchnerista. Queda finalmente la tercera posibilidad: que sean los propios periodistas los encargados de evaluar, ponderar, incluso investigar el comportamiento de sus colegas. Esta opción, de alcance todavía más restringido, limitada al juicio de los pares, tampoco le gusta a la corporación periodística local, que la rechaza con el indemostrable argumento de que a la gente no le interesa el “periodismo sobre periodistas”.


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Insisto en lo de la corporación periodística local, porque no en todas partes ocurre lo que acá y mucho menos ese código de silencio. Los periodistas argentinos parecen creerse amparados por un fuero especial que les garantiza intangibilidad o impunidad: así como no aceptan ser investigados por la justicia, mucho menos se allanan al examen o la crítica, y gritan “¡Lobo!” ante cualquier intento, sistemático o espontáneo, de someter su actividad al cuestionamiento ciudadano. Les va a resultar difícil, me parece, sostener en el tiempo esa actitud arrogante. Aquí, como en el resto del mundo, la mayor amenaza contra la libertad de expresión y el derecho a la información proviene hoy día, como se dijo,  de los mismos periodistas, y consecuentemente, la consideración del público respecto de una profesión otrora reconocida y respetada se vuelve cada vez más crítica en el mejor de los casos. En el peor, y alarmantemente mayoritario, la respuesta es la indiferencia: decrece el interés del público por las noticias, se reducen las audiencias de los programas políticos. Ya nadie cree en nada.


–Santiago González



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