FRANQUICIAS ELECTORALES

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La desnaturalización y cooptación del radicalismo y el peronismo vuelve urgente la creación de nuevos partidos nacionales

Insignificancia relativa de las terceras opciones, virtual paridad de fuerzas, transición ordenada: los síntomas que se manifestaron en la elección presidencial 2019 parecen anunciar el tan esperado nacimiento de un sistema bipartidario en la Argentina. Sin embargo, los comentaristas y estudiosos de la política que se entusiasman con la perspectiva de semejante alumbramiento harían bien en revisar sus apuntes, lo mismo que los miembros de la llamada clase dirigente que hace tiempo sueñan con tan conveniente arreglo de las cosas. La condición ineludible para el establecimiento de un sistema bipartidario es, por definición, que existan dos grandes partidos y que además sean distintos uno del otro. Entre nosotros no hay partidos, y las construcciones políticas sui generis que los sustituyen exhiben muchas más similitudes que diferencias. Y esas diferencias no son sustanciales, sino más bien formales o estéticas.

El sistema de partidos políticos argentinos expiró en el último cuarto del siglo pasado, arrasado por el vendaval de la violencia subversiva y la dictadura militar. Las dos agrupaciones mayores, radicales y peronistas, emergieron de esos años oscuros completamente trastornadas en su naturaleza y función. Los años de terror amedrentaron a la ciudadanía al punto de que los grandes partidos ya nunca lograron atraer cantidades significativas de adherentes que le aseguraran vitalidad interna. Las fichas de afiliación, los padrones partidarios, son hoy cosas de museo. Comités radicales, unidades básicas peronistas y casas del pueblo socialistas fueron desapareciendo paulatinamente del paisaje urbano, y con ellos el proceso más o menos democrático de selección y promoción de dirigentes que permitían. Las clientelas de los punteros ocupan el lugar de los correligionarios, compañeros o camaradas.

Los partidos políticos propiamente dichos eran escuelas de ciudadanía, a las que acudían quienes tomaban seriamente sus responsabilidades cívicas. No sólo eran el ámbito donde se discutían ideas y se criticaban personalidades, sino también donde las personas interesadas en el destino de su nación podían informarse en profundidad de sus derechos, de sus obligaciones, y del funcionamiento del sistema político. Hoy vemos como cosa normal que nadie sepa exactamente qué es lo que vota en cada elección, ni qué cuestiones relevantes para su propio destino están en juego, ni qué calidades tienen las personas que le reclaman el voto. Nadie se toma la molestia, no ya de dedicar unas horas semanales a concurrir al comité, sino de leer el diario y decidir su voto a conciencia. El corte de boleta, último recurso del ciudadano para manifestar su opinión de la manera más precisa que le permite el sistema, es una rareza.

Lo que hoy pasa por partidos políticos son agrupamientos informales de amigos, parientes o conocidos que de un modo u otro han quedado a cargo de las viejas siglas y banderas; carecen de cualquier relación con la promoción de un ideario, o de una tradición política, o de un proyecto o modelo de país, y más bien son operados como franquicias para obtener el poder político. La obtención del poder político se ha convertido tras el restablecimiento de la democracia en 1983 en un fin en sí mismo, porque la política ofrece un camino más rápido y seguro hacia el enriquecimiento personal e incluso el ascenso social que cualquier actividad profesional, comercial o industrial, entre otras cosas porque la propia política, usando el poder del estado, despoja al ciudadano que trabaja o invierte, o crea o produce, de buena parte de su renta para sostenerse a sí misma.

Los partidos tradicionales argentinos, radicalismo y peronismo, diferentes en tantos sentidos, compartían características comunes: cada uno de ellos había nacido acompañando la incorporación de toda una clase social a la vida política, y expresaba de manera predominante los intereses y las ambiciones de esa clase. La inclusión y la promoción social estuvieron en el ADN de nuestros dos grandes partidos, y fueron algo así como la columna vertebral de sus doctrinas. Las dos divisas conocieron liderazgos fuertes, pero también le dieron importancia a la doctrina, y a la formación de dirigentes con apego a esa doctrina. Uno puso el énfasis en la ley y las instituciones, el otro en lo práctico y eficaz, y esas inclinaciones definieron también en cada uno de los dos partidos mayoritarios el acento de su nacionalismo, otro rasgo compartido.



Los dos grandes partidos, su historia y su doctrina, murieron con el retorno de la democracia. Raúl Alfonsín fue el enterrador del radicalismo y Carlos Menem el sepulturero del peronismo. Uno y otro fueron los últimos candidatos que llegaron a la presidencia con boletas electorales encabezadas por las denominaciones tradicionales: Unión Cívica Radical y Partido Justicialista. Alfonsín asimiló explícitamente el radicalismo a la internacional socialdemócrata; Menem ancló el peronismo a las fantasías del capitalismo financiero, tras la implosión de la Unión Soviética y la explosión de la revolución informática, sobre la instalación de un nuevo orden mundial. Socialdemocracia y nuevo orden mundial son hermanos aberrantes, nacidos de la Europa enferma de posguerra: el primero busca la destrucción (“deconstrucción”) de la identidad individual, el segundo el aniquilamiento de la identidad comunitaria (el “fin de la historia”).

Los experimentos letales de Alfonsín y Menem, cuya expresión institucional está contenida en la reforma constitucional de 1994, terminaron en sendos fracasos, y entre ambos dirigentes se llevaron puestos los partidos políticos, la vitalidad política de la nación y la condición ciudadana de sus habitantes. De los viejos partidos, de las redes y estructuras que pervivieron por inercia, surgieron las nuevas franquicias electorales –con nombres como Frente para la Victoria y Frente de Todos en un caso, y Cambiemos o Juntos por el Cambio en el otro–, las dos vaciadas de todo contenido doctrinario y de cualquier proyecto de país, y las dos igualmente asociadas, con mayor o menor intensidad, a los designios de la socialdemocracia internacional y de los gestores del Nuevo Orden Mundial. Promoción de la ideología de género y del multiculturalismo, y asfixia de todo sentido de identidad personal y nacional son agendas comunes a esos dos “espacios” (nombre elegante para las franquicias), que dominaron el último comicio.

El daño causado al país por la degeneración de sus dos partidos tradicionales es atroz, y en conjunto -como sostiene la economista Iris Speroni- parece un castigo por la osadía de haber desafiado al orden mundial con la guerra de Malvinas. Las políticas de Estado perseguidas por todos los gobiernos, desde Alfonsín a Macri, por uno u otro camino “políticamente correcto”, destruyeron los basamentos que habían hecho de la Argentina un gran país, empezando por su estructura defensiva (liquidación moral, instrumental y patrimonial de las FFAA), siguiendo por su estructura productiva (privatizaciones, Mercosur y carga impositiva), y terminando por su estructura social (degradación de educación, salud, vivienda y empleo como herramientas de inclusión y promoción). Como frutilla del postre, hipertrofiaron un estado que sólo sirve a la casta política, y para sostenerlo se apropiaron del grueso de la renta nacional y endeudaron cíclicamente al país. La querida democracia produjo una crisis cada veinte años, la última de las cuales nos estalla en la cara en estos días.

Si esto es así, ¿por qué el electorado se polariza fanáticamente detrás de una u otra franquicia, cuando éstas sólo difieren en los modales y han demostrado ser igualmente (y cooperativamente) destructivas? Para explicar esto tenemos que hablar del establishment, y para hacerlo sintéticamente debo citar nuevamente a Speroni, que lo describe en general como “una alianza integrada por las empresas multinacionales, los grandes bancos, las burocracias tanto de cada país como de los organismos supranacionales, la totalidad de la prensa, los artistas y las jerarquías universitarias (la Academia).” La prensa es parte del establishment, y es la que modela la percepción de la realidad, especialmente la de la clase media. La clase baja y la clase alta no necesitan -ni permiten– que les digan cómo son las cosas; la clase media, incluso profesionalmente, vive en un universo mayormente simbólico y es consumidora bulímica de relatos. Y la clase media, además, decide el resultado de las elecciones.

El establishment, y su instrumento predilecto, la prensa, contribuyeron a imponer en la última elección su apuesta electoral: una polarización extrema y enconada que asegurara el triunfo de uno u otro de dos franquicias electorales iguales. El resultado les daba lo mismo, pero la prensa describió la elección como un enfrentamiento entre el bien y el mal, categorías que se atribuían indistintamente a una u otra franquicia según la orientación de cada medio. Ganó Fernández, pero fue lo mismo que si ganara Macri: el resultado no va a alterar el rumbo de las cosas porque detrás de ellos no hay programa ni doctrina ni proyecto de país capaz de alterar ese rumbo, sino una conformidad esencial con los designios de la socialdemocracia y el nuevo orden mundial, como lo anticipa el presidente electo respecto de la orientación cultural de su gobierno, exactamente igual a la del macrismo, tal como la del macrismo fue exactamente igual a la de los Kirchner.

Nada va a cambiar en nuestro país mientras las dos franquicias electorales cooptadas por la socialdemocracia internacional y los promotores del Nuevo Orden Mundial sigan dominando la escena política. Los que creemos en un destino argentino debemos trabajar en la construcción de una alternativa guiada por el interés nacional, con arreglo a nuestras tradiciones, a las bases sentadas por los fundadores de la nacionalidad, y a las contribuciones de los grandes líderes que acomodaron esas bases a la evolución de los tiempos. Tenemos que tomar ejemplo de nuestros abuelos y bisabuelos, que no se quedaron en sus casas sentados a esperar que las cosas pasaran, y dedicar parte de nuestro tiempo y de nuestros bienes a organizar nuevos partidos, al aprendizaje y la docencia, a la difusión y la polémica, a lograr que las cosas sucedan. No hay otra salida si queremos escapar de una buena vez de esta noria maldita de decadencia y derrota, y defender nuestros intereses personales y nacionales. Más nos conviene empeñarnos en ser lo que debemos ser, porque la alternativa es ser nada. Y de esto ya fuimos avisados hace rato.

–Santiago González


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