ADENTRO Y AFUERA


El problema de la deuda y la rivalidad regional con Brasil explican los agitados movimientos internacionales de Alberto Fernández

Autor: Santiago González (@gauchomalo140)
Nota original: https://gauchomalo.com.ar/adentro-afuera/


Según todas las expectativas, el período abierto entre la elección de octubre y la asunción del nuevo gobierno en diciembre iba a estar dominado por dos cuestiones: la transición más o menos armoniosa de una administración a otra y la evolución de la paridad cambiaria. Al promediar ese lapso, ninguna de las dos cosas ocupa la atención: los contactos entre salientes y entrantes no parecen existir, y un riguroso control mantiene al dólar disciplinado. El conflictivo contexto latinoamericano ocupa inesperadamente el centro del escenario, y la decidida toma de posición del presidente electo frente a ese contexto captura el interés de la sociedad.

El frente externo argentino plantea en este momento dos cuestiones urticantes: por un lado, el pago de la deuda contraída por el gobierno saliente y la obtención de financiación fresca, y por el otro, la manifiesta hostilidad del presidente de Brasil, presentada como discrepancia ideológica con el mandatario electo pero en el fondo recreación de la antigua rivalidad entre las dos naciones sudamericanas por el liderazgo regional. Todos los movimientos de Alberto Fernández en el escenario internacional deben entenderse en el marco de esas dos cuestiones, así como el relato que su oficina proporciona acerca de esos movimientos debe entenderse en el marco de los conflictos que le esperan en el frente interno.

El gobierno de Mauricio Macri deja una situación financiera y económica tan calamitosa que difícilmente podrá ser remontada sin pasar por un período no necesariamente breve ni cómodo de renovados rigores, al que no escaparán las sufridas espaldas de quienes votaron al Frente de Todos esperando un alivio. Desde las llamadas organizaciones sociales ya le advirtieron a Fernandez que “la mecha es corta” y que el alivio debe llegar cuanto antes. El desafío no es trivial: Fernández necesita alargar esa mecha todo lo posible, y aprovecha cuanta situación le cae a la mano para sobreactuar progresismo, populismo, multiculturalismo y cualquier cosa que le permita comprar tiempo político para empalmar de la mejor manera posible con el tiempo económico.

La prensa que no lo quiere le hizo involuntariamente un enorme favor a Fernández al subrayar sus discrepancias con Donald Trump a propósito del sismo boliviano. Pero cuando los corresponsales argentinos acudieron al Departamento de Estado a buscar tizones para avivar el fuego encontraron como toda respuesta un flemático reconocimiento de que efectivamente las opiniones de los dos líderes no eran coincidentes, y nada más. Queda la impresión de que la Casa Blanca toma muy en serio a Alberto Fernández. Los interlocutores que envió para sondearlo durante su visita a México –Mauricio Claver y especialmente Elliot Abrams– fueron de primerísimo nivel, y nada indica que hayan regresado a Washington defraudados.

Las grandes convulsiones sociales que sacuden a la región no han estallado en la Argentina, donde la economía hace años que no crece, y la inflación crece tanto como la pobreza y el desempleo, ni tampoco en México, donde el narcotráfico se enseñorea en buena parte del país y somete a su gente a la violencia más cruenta y despiadada, sino en Chile y Bolivia, dos países que exhiben modelos de organización económica contrastantes en todo menos en sus cifras rutilantes: tasas de crecimiento cercanas al 4% anual, sin rival en la región. En el primer caso, la protesta parece encarnar una demanda de equidad, en el otro un reclamo de mayor institucionalidad. En ambos casos se trata de demandas cualitativamente superiores, que anticipan que el crecimiento económico, o la seguridad en las calles, no garantizan de por sí la paz social.

La Casa Blanca está buscando un interlocutor válido en una región con una realidad social y política tan compleja, y Fernández se mostró lo suficientemente activo frente a los conflictos del área como para merecer atención. Comenzó por tender un puente desde el sur hacia México, donde el presidente Andrés López Obrador persigue el mismo objetivo en sentido inverso. Desde que Carlos Salinas de Gortari reorientara la brújula a fines de los ochenta, México vio diluirse su lugar tradicional en la escena latinoamericana. AMLO pretende recuperarlo y Fernández le tiende una mano. Entre ambos líderes tuvieron un papel activísimo en la región para asegurar el asilo del derrocado mandatario boliviano Evo Morales.

Fernández se ocupó con grandes aspavientos de anunciar, organizar y encabezar la reunión en Buenos Aires del Grupo de Puebla, un agrupamiento progresista nacido en México y relativamente inocuo que convenientemente no produjo nada más interesante que un saludo al recientemente liberado Lula da Silva, a quien el presidente electo había visitado en la cárcel; Fernández también se hizo notar en el escenario electoral uruguayo, donde el izquierdista Frente Amplio parece encaminarse a ceder el poder después de 14 años a favor del liberal Luis Lacalle Pou.

Pero al mismo tiempo, y con menos publicidad, conversó con el mandatario chileno Sebastián Piñera, acosado por incesantes revueltas populares. Con la misma discreción, garantizada por la parte de la prensa que no quiere subirle el precio y por la otra parte que no quiere empañarle el perfil progresista, Fernández se reunió con los embajadores de la Unión Europea, a quienes ratificó su propósito de avanzar en un acuerdo desde el Mercosur, o recibió a empresarios y banqueros como Ana Botín, la cabeza del grupo Santander que, como solía hacerlo Felipe González, aparece en los lugares apropiados en los momentos indicados. A propósito, Fernández tampoco descuidó las relaciones con el socialismo español. Todos estos movimientos, los menos ostensibles, apuntan a trabar buenas relaciones con acreedores y eventuales prestamistas.

Tal vez haya que entender del mismo modo su empeño en articular, en torno de un eje moderadamente progresista con México, un entendimiento regional con mayor predisposición a dialogar con gobiernos como el de Chile o Perú que con la autocracia de Venezuela, pero con ninguna tolerancia al golpe de estado. Si la iniciativa prospera y se convierte en factor de equilibrio, puede ser inicialmente aceptable para los Estados Unidos, que ven en cualquier inestabilidad un caldo de cultivo para que se les cuelen en el patio trasero sus rivales China y Rusia.

En cambio, ese empeño parece totalmente inaceptable para el brasileño Jair Bolsonaro, que se imagina a sí mismo como el Trump regional, que berrea todos los días contra Fernández, y que no entiende por qué Washington le presta atención al argentino y no a él. Resentido, esta semana dio un giro de 180 grados y anunció tratativas para un acuerdo unilateral de libre comercio con China. El entredicho con Bolsonaro tampoco es trivial, porque en él está en juego el Mercosur, un esquema que ha traído a los dos países más perjuicios y beneficios, que sólo ha servido cabalmente a las empresas multinacionales, pero en el que hay tantos intereses creados involucrados que ni Brasilia ni Buenos Aires se animan a arrojarlo definitivamente por la borda.

Los retos que se le plantean al presidente electo argentino no son menores, y Fernández busca crédito político adentro y afuera para sortear las dificultades que deberá afrontar en sus críticos primeros meses de gobierno. Su gran problema es que ese crédito es de distinta naturaleza según los públicos y las demandas: los acreedores externos esperan a alguien capaz de asegurarles el cobro de sus acreencias con el menor daño posible; la sociedad que lo votó, a alguien capaz de asegurarle la recuperación del trabajo, el poder adquisitivo y la calidad de vida perdidos; la dirigencia local, a alguien capaz de ordenar y restañar la institucionalidad; la dirigencia internacional, a alguien capaz de trabajar por la estabilidad regional y eventualmente liderarla.

En suma, el mundo, la región y sus propios votantes esperan a un líder progresista capaz de sacar a su país de la pobreza y la desigualdad, pagar sus deudas, afianzar las instituciones nacionales y contribuir con su liderazgo político a la estabilidad latinoamericana. Son muchas demandas, exigentes y a veces contradictorias, que asociadas dibujan el perfil de un dirigente socialdemócrata, y que reclaman respuestas sutiles y minuciosamente planificadas Esto lo advirtió su compañera de fórmula, que prefirió extender su permanencia en Cuba para no alterar siquiera involuntariamente el tejido de esa delicada trama.


–Santiago González
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