HAMBRE FALSA


El nuevo gobierno esgrime un argumento moral para repetir el consabido manotazo a los recursos privados


Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

Nota original: https://gauchomalo.com.ar/hambre-falsa/

Días atrás los diarios de Buenos Aires reprodujeron los resultados de una investigación sobre la desigualdad en América latina conducida por la revista The Lancet, una tradicional publicación inglesa dedicada a temas de medicina y salud. La pesquisa relacionaba la desigualdad social con la expectativa de vida, y mostraba cómo en los distritos más pobres de los grandes núcleos urbanos la gente vive menos que en los más favorecidos. En el caso del área metropolitana de Buenos Aires permitió ver diferencias de hasta seis o siete años en la expectativa de vida entre los distritos del norte más adinerados y los del sur de la capital y el gran Buenos Aires. Pero lo verdaderamente sorprendente del estudio es que el municipio bonaerense de La Matanza, el mayor y más poblado del conurbano, y epítome de sus carencias y frustraciones, exhibe cifras de expectativa de vida comparables a las de Palermo, Recoleta o Belgrano, las zonas más ricas de la capital. El dato fue pasado por alto en las reseñas locales del artículo citado, pero aparece en los mapas que las acompañan.

Desde hace años, la Universidad Católica Argentina proporciona mediciones sobre pobreza e indigencia que siempre resultan más o menos un diez por ciento superiores a las estadísticas del Indec, y me refiero a las de Indec “confiable” del último gobierno. E igualmente superiores a las de otros estudios independientes. Por ejemplo, la UCA anunció un índice de pobreza para el tercer trimestre de este año del 40,8%, los estudios independientes hablan de un 32,1% y se espera que las cifras del Indec arrojen un 36%. Los porcentajes son elevados en todos los casos, pero la retórica políticamente correcta, a la que apeló extensamente la campaña del partido triunfante en las últimas elecciones, se apoya exclusivamente en las del observatorio eclesiástico.

En un artículo reciente, el productor frutihortícola Mauricio Winograd sostuvo que el problema de la alimentación en la Argentina no es la desnutrición sino la malnutrición, que prácticamente excluye frutas y verduras de la dieta familiar a favor de productos procesados calóricos y de bajo contenido nutricional, lo que explica la epidemia de sobrepeso en la población infantil. “El anunciado proyecto de Argentina sin hambre –dice– desecha una transformación ambiciosa por otra más urgente y banal, basada en subsidiar con tarjeta un ingreso social de 4000 pesos mensuales para compras de alimentos realizadas en las cadenas de la gran distribución”. Aunque reconoce la caída en el consumo de lácteos, considera posible que en la mayoría de la población no existan deficiencias proteicas. Le ha sugerido al nuevo gobierno destinar un 1% de su presupuesto contra el hambre a la creación de cinco unidades frutihortícolas periurbanas en distintas zonas del país.

Desde distintas perspectivas, los tres datos apuntados inducen a presumir que la socorrida cuestión del hambre en la Argentina es poco más que un argumento retórico, instalado vigorosamente en la opinión pública tan pronto la oposición olfateó la posibilidad de que Mauricio Macri no lograra renovar su mandato, y que tras ser utilizado como ariete en la campaña electoral proporciona ahora la razón moral para el despiadado manotazo que asesta a la Argentina el “plan solidario” concebido por el nuevo gobierno de Alberto Fernández, y refrendado por legisladores de compartida impronta progresista: a la Argentina que produce, aumentándole hasta la asfixia la presión impositiva, y a la Argentina que ha producido, cercenándole los haberes jubilatorios.

Ciertamente hay desnutrición o malnutrición en amplios sectores de la sociedad argentina, cuyos jefes de familia han sido expulsados del mercado de trabajo, unos por falta de calificaciones y otros por un estancamiento económico que ya cumplió ocho años. Pero también es cierto que desde la crisis del 2001 los sucesivos gobiernos han instalado, mantenido y perfeccionado vastos y costosos programas de asistencia social que atienden las necesidades más urgentes. Si realmente hubiese hambre en el país, no quedaría animal vivo corriendo por las calles suburbanas y los hambrientos habrían invadido hace tiempo las ciudades en demanda de comida. Curiosamente, mientras en la región las multitudes salen a las calles para protestar violentamente por dificultades comparativamente menores, la sociedad argentina ha logrado atravesar con toda calma un proceso electoral que cambió el signo político del gobierno y encara con envidiable serenidad las siempre agitadas semanas de fin de año.

Si realmente hubiese hambre en la Argentina, el presidente Fernández no necesitaría rodearse de figurones como Adolfo Pérez Esquivel o Estela Carlotto o Martín Caparrós para darle credibilidad al argumento. Si el presidente tuviese realmente la intención de resolver los serios problemas de malnutrición que afectan a buena parte de niños y jóvenes, no sólo los empobrecidos porque el problema es más educativo que económico, habría convocado a expertos de probada autoridad como el doctor Abel Albino, o habría tomado nota de las recomendaciones ofrecidas por personas hace tiempo ocupadas en el tema como el citado Winograd. Si no lo hizo, es porque no hay tal hambre, o no tiene las dimensiones que se le quiere dar, y su “plan solidario” tiene otros propósitos que los declarados.

En realidad, lo aprobado a la carrera por un Congreso sospechosamente complaciente, no es plan ni es solidario. Es un mecanismo de apropiación compulsiva de recursos de la sociedad civil, equivalentes según cálculos de la prensa a unos 5000 millones de dólares, para entregarlos al uso discrecional del poder político; incluye además la cesión voluntaria por parte de los legisladores de una decena de atribuciones que la sociedad civil les ha conferido con exclusividad por via del voto, lo que multiplica de manera exponencial la discrecionalidad del ejecutivo para usar esos recursos. Tal como ha sido aprobada, la legislación no mejora la situación de asalariados ni jubilados ni va a sacar la economía de la recesión sino al contrario, justo cuando había dejado de caer. En todo el paquete, aparte de un bono de fin de año para jubilados que cobran la asignación mínima sólo hay una previsión favorable a la sociedad civil: una moratoria para las deudas impositivas de las pequeñas empresas. ¿Para qué quiere el resto el gobierno?

Uno puede imaginar que la nueva administración está sacándose de encima las demandas más urgentes y comprando tiempo. Por todo el proyecto circula un plazo de 180 días, más allá del cual campea la incertidumbre. Tal vez el gobierno necesite ese plazo para diseñar efectivamente un plan abarcativo que le permita encarar el cambio de estructuras y reglas de juego sociales y económicas que la Argentina necesita a gritos. Que Caparrós y Ricardo Forster y Dora Barrancos sean los teloneros encargados de mantener a la entusiasta muchachada haciendo pogo mientras Gustavo Béliz prepara sus instrumentos entre bastidores. Pero estos parecen sueños de una mañana de verano, cuando la casa ya está impregnada de anuncios del inminente Nacimiento y el cronista se contagia del espíritu festivo y esperanzado.

Porque lo rigurosamente cierto es que hasta ahora sólo hay una respuesta visible, pura y simple: el gobierno se apropió en un abrir y cerrar de ojos de más de un punto del PBI para pagar la deuda, o para demostrar intención de pago y negociar una reestructuración sin caer en default. Quien aparece como cabeza de la conducción económica, el ministro Martín Guzmán, no es un experto en reactivación ni en producción ni en exportación ni en crecimiento: es un experto en negociación de deuda. El FMI conoció el “plan solidario” antes que los legisladores argentinos y que los “hambrientos” del conurbano. Los operadores de Wall Street recibieron la novedad con mayor alborozo que las barriadas de emergencia locales: el riesgo país cayó y los bonos argentinos elevaron su cotización. Todos están convencidos de que van a cobrar, no saben cuándo pero no les importa. En un mundo donde las tasas de interés son iguales a cero, lo que paga la Argentina por su deuda hace que valga la pena esperar.

Veinte años después, la Argentina atraviesa una crisis parecida a la del 2001 y por las mismas razones: un gasto fiscal insostenible. El “plan solidario” de Fernández es la pesificación asimétrica de Duhalde exhibida con colores humanitarios: un saqueo de los recursos privados para su uso arbitrario por el poder político. La pesificación de Duhalde se hizo para salvar a grandes empresas y a grandes provincias argentinas endeudadas en dólares, el plan solidario se impone para pagar a los acreedores. ¿Y por qué está tan preocupado Fernández por pagar a los acreedores? Por las mismas razones por las que Macri pagó a los fondos buitre y levantó el cepo: para poder endeudarse. ¿Y por qué necesita endeudarse Fernández? Porque sabe que de otro modo no podría solventar un Estado que él mismo está ampliando con nuevas dependencias y designaciones.

Lo único que puede generar recursos genuinos en la Argentina, reactivar la economía, crear empleo y terminar con el hambre y la malnutrición, es reducir la presión impositiva a la cuarta parte y liberar la capacidad creativa y productiva de sus ciudadanos. Pero la clase política, alentada por muchos que se llenan los bolsillos con cada crisis, pretende encontrar la cuadratura del círculo y lograr que el país crezca sin resignar sus posiciones, sin congraciarse con los votantes concediendo “derechos” solventados con recursos públicos, sin favorecer interesadamente a los amigos valiéndose de las palancas del Estado. El único hambre comprobable en la Argentina es el que traen consigo quienes acceden a los cargos públicos, un hambre imposible de resolver porque la clase política se renueva y amplía a cada elección y es insaciable: al restablecerse la democracia se conformaba con el 25% del PBI, hoy devora casi el 50%. Va por todo.

–Santiago González


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