GINA CARANO: EL CHIVO EXPIATORIO
Gina Carano y nuestra cultura de la humillación sin esfuerzo
Desde la caza de brujas a los tabloides, la naturaleza humana siempre tuvo hambre por la humillación - siempre y cuándo no requiera demasiado trabajo.
Crédito: Irantzu Arbaizagoitia/Shutterstock |
Autor: Matt Purple
Nota original: https://www.theamericanconservative.com/articles/gina-carano-and-our-culture-of-lazy-shame/
Traducción: Hyspasia
Ningún niño de la década de los 90 pudo escapar de Britney Spears. Era ubícua; imposible de evitar aún si no daba mucho por su acaramelado estilo "beiba bieba" de producción masiva; aún si usted pensaba que toda la explosión pop de la década era falso (lo era). Spears parecía estar en todos lados y en todo al mismo tiempo: cantante, bailarina, celebridad, invitada en los programas de TV, modelo de belleza, sex simbol, amor adolescente, nombre de marca, tapa de revistas y (en una única no recomendable ocasión) estrella de cine.
Hoy, Spears es noticia nuevamente, arrojando a todos los niños de los 90 en ataques (nosotros los niños de los 90 pasamos la mayoría de nuestro tiempo en ataques de nostalgia). La ex estrella pop es el sujeto de un nuevo documental llamado "Engarronando a Britney Spears" [N. de T.: "Framing Britney Spears", juego de palabras entre encuadras (fotografía, una pintura), y el slang para crear pruebas contra alguien en una causa penal]. El documental ostensiblemente trata sobre su batalla legal contra su padre, si bien también nos retrotrae a tiempos anteriores de su vida: su autoinmolación a fines de los 2000, cuando se afeitó la cabeza y salía a la calle sin ropa interior. La película trae todo esto a cuenta no para volver a humillarla, sino para poner una luz crítica sobre todos aquellos que la agredieron, abusaron y explotaron. El hecho de que esas personas fueran los mismos que oficiaban de cortesanos de la celebridad que la exaltaban sólo una década antes, la hace parecer casi como una vestal destinada al sacrificio, vestida de blanco y celebrada sólo para ser volteada del pedestal y destrozada.
La cruda insensibilidad expuesta por esta crónica en el documental asombra. Lo suficiente para convertir en héroes a cada uno que haya mostrado un tenue resquicio de compasión. El ex anfitrión de televisión Craig Fergunson ha sido elogiado simplemente porque se negó a burlarse de ella durante un monólogo. Otro sorpresivo tratamiento compasivo vino del usualmente rudo South Park, quien en el 2008 mostró a Spears como víctima de un ritual à la Shirley Jackson, en una breve historia "La lotería" ("The Lottery") en el cual una vez al año una estrella pop es agredida hasta matarla como un sacrificio en tiempos de cosecha. La escena más memorable de ese episodio muestra a una Spears semidescabezada (long story) en medio del campo mientras paparazzi ametrallaban sus cámaras y se acercaban en círculos, gritándole hasta que ella, eventualmente, cae y sucumbe.
El tema que planea sobre todo esto es la vergüenza, la deshonra. El tratamiento que recibió Spears es mucho más que unas bien intencionadas burlas; es algo mucho más profundo y oscuro, deshonrar en público en forma gratuita; impuesto porque ella tuvo el descaro de portarse mal luego de que se le hubiera negado algo que caritativamente pueda ser llamado niñez. Si uno ve el documental ahora, golpea cuán poco hemos cambiado. Todavía hacemos lo mismo, todo el tiempo. Como sociedad, hemos acordado en algunas pocas reglas sobre las mayorías de nuestros impulsos, desde el hambre, al ocio al sexo. Ahora bien, cuando toca el turno a la deshonra, no hay ningún marco de referencia. Para la humillación pública, es temporada de caza.
La deshonra como tendencia está profundamente inculcado en nuestra naturaleza. La idea de un chivo expiatorio, una verdadera cabra que (irónicamente) sea salvada de la matanza y liberada en el bosque como compensación por nuestros pecados es mencionado en el Levítico y se cree que se puede rastrear hasta el SXXIV a.C. Salten hasta la antigua Atenas y encontrará la humillación como mecanismo político, por el cual los ciudadanos una vez al año podían echar gente de la ciudad, mecanismo llamado ostracismo. Hay una historia maravillosa, probablemente apócrifa, en la cual un ateniense conocido por sus buenas obras como Arístides el Justo confronta a un campesino que iba a votar expulsarlo. Arístides le pregunta la razón y él contesta: "¡Oh! Nada. Ni siquiera lo conozco. Sólo estoy cansado de escuchar cómo todos se refieren a él como 'El Justo' ".
Y allí yace otra realidad de la humillación, especialmente entre los Occidentales rebeldes: no es sólo una manera de victimizar (abusar) a los débiles, sino también quitar la presión negativa sobre los poderosos. Ocuparse de los débiles para no ocuparse de los poderosos. Es una especie de arma populista, una forma de tirar abajo a aquellos que crecieron demasiado para su propio bien. Hay algo visceralmente satisfactorio en ver al líder pomposo desprovisto de sus galas y paseado en harapos por las calles. Más si él es culpable de hipocresía, habiendo quedado en falta del propio código que se suponía el líder ejemplificaba. La humillación es entonces fundamentalmente una herramienta moralista, una manera de señalar la superioridad de uno sobre otro. Los cazadores de brujas de Salem eran hombres de Dios en lucha contra el demonio; los que desaprobaban a Britney eran buenos burgueses que podrían haber dejado a sus hijos mirar TRL pero que jamás se hubieran juntado con un proto-MAGA palurdo como Kevin Federline.
Hagamos un salto hasta el 2021 y nos gustaría pensar que hemos salido de la fase de humillar personas. A veces incluso usamos palabras como desvergonzada como un irónico elogio, evidencia de nuestra propensión pluralista para tolerar conductas desviadas de la norma. Pero con esta ausencia de costumbres se ha convertido en una moralidad en sí misma, centrada en que la misma idea de toleración, con fundamentalistas para avergonzar cualquiera que se sale de los límites. Las nuevas humillaciones se enfocan menos en las conductas que en las opiniones. No se llevan adelante más en la plaza principal del pueblo o en los periódicos de chismes, sino en Twitter, donde bandas patrullan a aquellos a los que bien les vendría ser enviados al ostracismo. Se imaginan a sí mismos en el papel de ese campesino ateniense, insultanto al poderoso en nombre del hombre de a pie. Sin embargo se engaña a sí mismo: Es el poderoso; aún los grandes negocios tiemblan bajo su juzgamiento.
El último objetivo de una campaña de humillación ha sido Gina Carano, ex luchadora MMA y coestrella del programa The Madalorian. Carano no se afeitó la cabeza - lo cual hubiera estado perfecto - sino que hizo algo aún más outré, que fue cuestionar la efectividad del uso de tapabocas y enunciando la posibilidad de la existencia de fraude electoral, entre otros graves crímenes (por parte de Carano) e inconductas. Porque esto va en contra de lo que toda gente de bien se supone que debe pensar, Carano fue sujeta a una vitriólica campaña de humillación en las redes sociales. No sólo le dijeron que estaba equivocada, sino que era una mala actriz, una estúpida, racista y transfóbica. Impusieron el hashtag #CancelGinaCarano, el cual comenzó a ser tendencia en Twitter. Disney, una corporación avariciosa, estúpida y profundamente malvada que ha destruido hasta los cimientos todo lo que ha tocado desde Magic Kingdom hasta Star Wars, que, además, distribuye The Mandalorian, rápidamente cedió y Carano fue despedida.
Spears y Carano fueron humilladas por distintas razones, una por su conducta personal cuando ésta se hizo pública, la otra por sus opiniones políticas. Pero detrás de ambos incidentes subyace un común denominador, la necesidad de remarcar la superioridad moral del que emite sobre otra persona (N. de T.: la víctima de la campaña de difamación). Esto no es para llorar la supuesta situación de víctima de Carano - ella va a estar diez puntos. Tampoco es para alegar que sólo los "woke" fervientes de la izquierda inician campañas de humillación - la derecha tamibén lo hace (si bien no en forma tan frecuente, y la falta de su poder cultural hace que sean menos efectivas). Es simple señalar que lo que una vez hicimos con Britnew, en esencia, lo hacemos nuevamente, al hacer desfilar a Carano a paso lento por la calle principal mientras los vecinos le insulta, le lanzan escupitajos y tomates podridos.
Las buenas noticias sobre la humillación es que la sinrazón puede disiparse rápidamente. Llevó sólo cuatro años después de los juicios de Salem que doce miembros del jurado firmaran una carta pública de arrepentimiento. A la cultura pop le llevó sólo 13 años luego de la ordalía que sufrió Spears mirarse duramente en el espejo. ¿Algún día Carano merecerá una revisión similar? ¿Luego de que las pasiones de la cultura actual se enfríen? La línea de razonamiento tras los ataques a Spears es que la sociedad la atacó porque era una mujer exitosa y fuerte; eso mismo ciertamente aplica a Carano. Sin embargo, si uno revisa el tratamiento sufrido por Carano, lo único nuevo es que se eligió humillar a una persona distinta. Hace tiempo se humilló a Spears por sexismo; ahora humillamos a una persona a la cual arbitrariamente le adjudicamos ser sexista. El criterio cambia, pero la sed de sangre permanece incólume.
Esto es lo que sucede con las campañas de humillación: son fáciles. La razón que da "The Lottery" - el cuento corto en el cual está basado el episodio de South Park - da escalofríos por la misma razón que la ficción de Shirley Jackson da escalofríos: la conjunción de lo horrible con lo mundano. El llamado a la lotería, la selección de los humanos a sacrificar, se efectúa anualmente y por lo tanto es rutinario; un asistente orgullosamente anuncia que es su septuagésima séptima participación. Los vecinos del pueblo conversan entre ellos mientras quienes lideran la ceremonia avanzan torpemente sobre el protocolo de la ceremonia. Aún después de que la víctima fue seleccionada, terminar con su vida no implica más que lanzar algunas piedras. De igual forma hay una gigantesca desconexión entre lo simple que es emitir un mezquino tweet - o sacar una foto o votar el ostracismo de alguien - y la profunda disrupción que causan a la víctima en la vida real.
Al final, es todo un poco patético, verdaderamente. Humillamos no sólo porque somos humanos sino porque es una de las formas más haraganas de catarsis que tenemos.
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Nota de la Traductora
Dos comentarios sobre la nota de Purple: en primer lugar la caza de brujas (hoy llamado cancelación) es un mecanismo muy afincado en los norteamericanos con su cultura cuáquera y luterana, pero no es propia de nosotros. No es que nos falten herramientas de crueldad colectiva, sólo que son otras. Eso no quiere decir que los norteamericanos no estén tratando de inculcar su visión de superioridad moral en el resto de Occidente, pero, en fin, los latinos somos distintos. El segundo punto es que pongo en duda que un grupo de tuiteros hayan torcido el brazo de Disney. Veo más verosímil que Disney (o todos los empresarios de entretenimiento que apoyaron la candidatura de Biden) hayan decidido acallar cualquier voz detractora y hayan iniciado (y pagado) una corta y barata campaña de difamación de su empleada para tener la excusa para castigarla por su atrevimiento y sacarle bolilla negra. Por supuesto, son sólo inferencias.
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Nota original
No child of the ’90s was able to escape Britney Spears. She was ubiquitous, impossible to avoid even if you didn’t much care for that oh baybah baybah style of mass-manufactured tonal candy, even if you thought the entire pop explosion of that decade was a bit fake (it was). Spears seemed to be everywhere and everything at once: singer, dancer, celebrity, TV guest, beauty standard, sex symbol, teenage crush, brand name, cover model, and (in one very inadvisable instance) movie star.
Today, Spears is back in the news, sending ’90s kids everywhere into fits of nostalgia (we ’90s kids spend most of our time in fits of nostalgia). The former pop star is the subject of a new documentary called “Framing Britney Spears.” The film is ostensibly about her ongoing court battle with her father, though it also takes us back to a very different time in her life: her late-2000s self-immolation, when she shaved her head and kept going out in public without underwear on. The movie dredges all this up not to re-humiliate her, but to cast a critical light on those who bullied and exploited her. That these were often the same celebrity courtiers who had exalted her only a decade before can make her seem almost like a vestal sacrifice, dressed in white and celebrated only to be torn down and destroyed.
The sheer callousness chronicled in the documentary is staggering, enough to make a hero out of anyone who showed Spears even a glimmer of compassion. Former late-night TV host Craig Ferguson has been praised simply because he swore off making fun of her during a monologue. Another surprisingly sensitive treatment came from the usually ruthless South Park, which in 2008 depicted Spears as the victim of a ritual a la Shirley Jackson’s short story “The Lottery” in which once a year a pop star is bullied to death as a harvest sacrifice. The most memorable scene from that episode found a half-headless Spears (long story) in a field with camera-snapping paparazzi closing in, screaming until she eventually lay down and succumbed.
The theme of all this is shame. Spears’s treatment was more than just a good-natured ribbing; it was something deeper and darker, a gratuitous public shaming, meted out because she had the nerve to misbehave after having been denied anything that could charitably be called a childhood. Watching the documentary today, it’s striking how far we haven’t come. We still do this, all the time. As a society, we’ve agreed to at least some rules about most of our human impulses, from hunger to leisure to sex. Yet when it comes to shame, we don’t seem to have any kind of framework in place. For public humiliations, it’s a free market.
Shame as a tendency is deeply engraved into our nature. The idea of a scapegoat, an actual goat that’s (ironically) spared slaughter and released into the wild as atonement for sins, is mentioned in the Book of Leviticus and believed to trace back to the 24th century B.C. Jump ahead to ancient Athens and you find shame as a political mechanism, with citizens once a year allowed to ostracize people from the city. There’s a wonderful story, likely apocryphal, in which an Athenian known for his good deeds as Aristides the Just confronts a peasant who’s about to vote for him to be ostracized. Aristides asks why. “Oh nothing,” says the peasant, “I don’t even know him. I’m just sick and tired of hearing everybody refer to him as ‘The Just.'”
Therein lies another reality about shame, especially among we rebellious Westerners: It isn’t just a way to victimize the weak, but also to take the piss out of the powerful. It’s a kind of populist weapon, a way of tearing down those whom we judge to have gotten too big for their own good. There’s something viscerally satisfying about seeing a pompous leader stripped down to rags and paraded through the streets. All the more so if he’s guilty of hypocrisy, having fallen short of the same ethical code he was supposed to exemplify. Shame is thus a fundamentally moralistic thing, a way of signaling one’s superiority over another. The Salem witch hunters were men of God fighting the devil; Britney’s tsk-tskers were good bourgeois sorts who might have let their kids watch TRL but who would never shack up with some proto-MAGA hick like Kevin Federline.
Fast-forward to 2021 and we like to think we’ve moved beyond shame. We even sometimes use the word “shameless” as a wry compliment, evidence of our pluralistic willingness to tolerate deviant behavior. Yet out of that void of manners has come a morality all its own, centered on that very same idea of tolerance, with fundamentalists on hand to shame anyone who strays outside its bounds. This new shaming is focused less on conduct than on opinions. It’s carried out not in the town square or the gossip periodicals, but on Twitter, where mobs are ever on patrol for those in need of a good ostracizing. It imagines itself in the tradition of the Athenian peasant, slagging off the powerful in the name of the little guy. Yet it deceives itself: It is the powerful; even big business trembles before its judgments.
The latest target of such shaming is Gina Carano, the former MMA fighter and co-star of the show The Mandalorian. Carano didn’t shave her head—that would have been fine—but she did do something even more outré, namely questioning the effectiveness of masks and positing the existence of voter fraud, among other high crimes and misdemeanors. Because this goes against what all upright people are now supposed to think, Carano was subjected to a vitriolic social media shaming. She was called not just wrong but a bad actress, a moron, a racist, a transphobe; #CancelGinaCarano began trending on Twitter. Disney, a deeply evil and stupid corporation greedily running into the ground everything it touches from the Magic Kingdom to Star Wars, which also happens to distribute The Mandalorian, promptly caved. Carano was sacked.
Spears and Carano were shamed for different reasons, one for her personal behavior gone public, the other for her politics. But beneath the two incidents lies a common denominator, that need to assert moral superiority over another. This isn’t to bemoan Carano’s supposed victimhood—she’s going to be fine. It also isn’t to claim that only woke leftists shame—the right does it, too (though not as often, and its relative lack of cultural power makes it less effective). It’s simply to point out that what we once did to Britney we’ve in essence done again, slow-walking Carano down the street while the townsfolk jeer and throw cabbage.
The good news about shame is that its haze of unreason can dissipate rather quickly. It took only four years after the Salem witch trials for a dozen of its former jurors to sign a declaration of regret. It took only 13 years after the Spears ordeal for American pop culture to take a hard look at itself. Will Carano one day merit a similar revision? After the passions of the present culture war have cooled? The line on Spears is that society attacked her because she was a strong and successful woman; that certainly applies to MMA fighter Carano. Yet even if we do revisit Carano’s treatment, it may be that by then we’ve only moved on to shaming someone else. Once we shamed Spears out of sexism; now we shame anyone whom we arbitrarily deem to be a sexist. The criteria shift, but the bloodthirst remains the same.
That’s the thing about shame: It’s easy. The reason “The Lottery”—the short story on which that South Park episode is based—is so chilling is the same reason that all of Shirley Jackson’s fiction is chilling: the intermingling of the horrible with the mundane. The titular lottery, the selection of a human sacrifice, is done annually and is thus routine; one old-timer proudly announces that this is his seventy-seventh time. The townspeople chatter with each other while those who lead the ceremony fumble through various rules. Even after the victim is selected, ending her life only means lobbing a few stones. Likewise, there is a yawning disconnect between how simple it is to send a hateful tweet—or snap a photo or vote for an ostracism—and the profound disruption it can cause the victim in real life.
In the end, it’s all a bit pathetic, really. We shame not just because we’re human but because it’s one of the laziest forms of catharsis we have.