REDES, CENSURA, CIUDADANÍA

Tras la deserción de la prensa, el futuro de la libertad de expresión se juega en las redes



Desde la política, desde el periodismo, desde las corporaciones se reclama el control de las redes sociales. Es decir, las élites reclaman el control de las redes sociales. Y si lo reclaman es porque las redes sociales, ese banquito que encontraron los ciudadanos comunes para empinarse y decir su palabra, representan para ellas una amenaza. Las élites no tienen quejas similares respecto de la prensa. La prensa profesional se ha convertido en parte del poder establecido, y si esta prensa en algún momento denuncia interferencias se trata seguramente de alguna disputa en el seno del poder, por lo general una disputa de negocios. Como la prensa ha desertado de su función social, para los ciudadanos el futuro de la libertad de expresión se juega en las redes. La libertad de expresión es anterior a la libertad de prensa, y la comprende. La libertad de expresión asegura al ciudadano el derecho a decir lo que quiera, cuando quiera y donde quiera, y le impone la obligación de hacerse cargo de las consecuencias.

La prensa profesional se ha convertido en parte del poder establecido.

Contra las redes sociales se han levantado dos alegatos igualmente improbables: quienes escriben sus mensajes son malvados que difunden noticias falsas y quienes los leen son tontos que se las creen. Pero las redes no difunden noticias en el sentido implicado porque no son instrumentos noticiosos como la prensa profesional, con un director responsable y un secretario de redacción, sino espacios de conversación, como tantos que se ha dado la humanidad desde que el mundo es mundo. Y resulta llamativo, o quizás no tanto, que las élites consideren básicamente estúpido al público de las redes cuando al fin y al cabo se trata del mismo público a cuya inteligencia y discernimiento dirigen su propio discurso.

Es posible que por las redes circulen afirmaciones falsas y maliciosas. Pero eso es algo que ha ocurrido siempre en los espacios públicos, y uno aprende en la calle a su propio costo a reconocer charlatanes y embaucadores, y tratarlos con cautela. Contra lo que cree la élite, la gente no es estúpida. Cuando los izquierdistas pretendieron manipular las asambleas populares durante la crisis del 2001/02, los porteños apagaron las fogatas en las esquinas, se fueron a sus casas y los dejaron solos. De la misma manera, el ciudadano aprende en las redes a reconocer la operación individual o en manada de los trolls, esos actores de identidad desconocida, generalmente a sueldo, que se proponen crear estados de opinión sobre cualquier persona o asunto descerrajando andanadas de mensajes casi siempre mentirosos.

Uno aprende en la calle a su propio costo a reconocer charlatanes y embaucadores, y tratarlos con cautela

Como sucede en las reuniones de consorcio o en las discusiones familiares, es posible que algunos participantes capten más la atención que otros, por su vozarrón o por su elocuencia. Pero no hay en las redes un emisor único y múltiples receptores, según el modelo dominante en la comunicación social antes de su aparición, sino interlocutores variados que hablan, se escuchan, se aprueban o se contradicen, como en cualquier plaza, tertulia de café, salón de peluquería o discusión callejera. Tampoco hay emisores privilegiados, porque los mensajes que circulan por las redes, incluso los que emanan desde el poder, pueden y suelen ser criticados o refutados de inmediato y en pie de igualdad por cualquiera, y quedan expuestos a la irreverencia y el escarnio.

La comunicación social a través de las redes, por decirlo de algún modo, es bastante democrática e igualitaria. Y sin embargo, todos los días leemos, vemos y escuchamos comentarios alarmantes sobre su uso y la necesidad de controlarlas de algún modo. No percibimos la misma alarma sobre la descomposición de la prensa profesional, expuesta sin el menor pudor a propósito de la presidencia de Donald Trump (apoyo ruso para su triunfo electoral) o de la pandemia imaginaria (difusión de cifras inexactas sobre muertos e infectados). La circulación de datos u opiniones falsos o maliciosos, que puede ocurrir espontánea e inevitablemente en el ámbito libre de la comunicación humana, se repite como difusión deliberada -y habría que estudiar en qué proporciones- en el espacio controlado del discurso político, los artículos periodísticos o la publicidad empresarial.

La comunicación social a través de las redes, por decirlo de algún modo, es bastante democrática e igualitaria.

Las principales “plantas de trolls” que actúan masivamente en las redes para inducir estados de opinión, o para desorientar y confundir, son organizadas y financiadas desde las élites, no desde la cotidianeidad ciudadana. Las organizaciones que rastrean las actividades del público en la red Internet, incluida su participación en las redes sociales, pero también sus búsquedas, sus compras, sus operaciones financieras, sus desplazamientos, sus consultas médicas y sus vínculos, para usar luego esa información con fines de control social y de propaganda comercial o política, constituyen el verdadero peligro en el mundo informatizado, y son ajenas a las redes. Pero de estas cosas no se habla, porque pertenecen a los poderes establecidos y sirven a sus fines.


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La querella de los poderes establecidos contra las redes sociales no tiene nada que ver con la veracidad o falsedad de las informaciones u opiniones que circulan por ellas, ni tampoco con una pretensión paternalista de velar por la salud espiritual de los incautos. La querella de las élites tiene otras motivaciones, y ha sido el ex presidente de Uruguay Julio María Sanguinetti quien las expuso con la mayor franqueza y candidez. Con el advenimiento de las redes, se horrorizó en un artículo reciente, “el ciudadano se saltea las instituciones mediadoras de la opinión y se siente parte del debate público”.

Extendiendo aquello de que “el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes y autoridades”, las élites pretenden ahora que el pueblo no opine ni razone sino en los términos que les proponen las “instituciones mediadoras”: la prensa, la cátedra, la cultura y el entretenimiento, todas domesticadas y obedientes a esas mismas élites. Ingenuamente, torpemente -observó Sanguinetti-, el ciudadano que ventila sus opiniones o preocupaciones por las redes, “se siente parte del debate público”, un lugar que por lo visto no le corresponde, en el que no debería estar. Como un palurdo que se introdujo de pronto y sin saberlo en un salón.


"El ciudadano se saltea las instituciones mediadoras de la opinión y se siente parte del debate público".

 Julio María Sanguinetti 

Pero si no es al ciudadano, ¿a quién corresponde ese lugar? El decano de la democracia latinoamericana parece tenerlo claro: la política, la opinión y el debate deben quedar reservados para los políticos, los opinadores y los polemistas profesionales, esa parte de la élite del poder a la que le corresponde específicamente cumplir tales funciones. El ciudadano convertido en súbdito debe conformarse con mirarlos por televisión, e ir a las urnas para votar tal como las “instituciones mediadoras de la opinión” le indiquen. Pero ahora las redes, mal rayo las parta, le han hecho creer que tiene derecho a opinar, manifestarse y organizarse como le venga en gana. “Ese ciudadano -escribió escandalizado Sanguinetti- siente que no precisa de partido, ni de parroquia, ni de diputado; él mismo, con sus redes, es una especie de ONG con medio de comunicación propio.” Vaya descaro el de ese ciudadano, vaya insolencia la de ese súbdito de la élite.


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Los poderes establecidos, las élites, se habían acomodado a la confortable idea de que podían conducir a su antojo lo que la gente piensa u opina, e incluso sus temas de conversación, mediante el doble juego de influir en los centros de emisión de mensajes sociales -los medios de comunicación, la cátedra, la cultura y el entretenimiento- y diluir los espacios tradicionales de intercambio libre y directo de novedades y opiniones, en el barrio, en el bar de la esquina, en el club o en cualquier corrillo improvisado como los que se formaban frente a las pizarras de los diarios.

Cuando la tecnología permitió recrear esos espacios por otros canales, las élites sintieron que un instrumento fundamental de control social se les escapaba de las manos, y empezaron a patalear como nuestro amigo oriental. Insinuaron que algún actor misterioso -una potencia extranjera, un oscuro grupo de zelotes, uno de esos malvados de historieta empeñados en dominar el mundo- animaba la discusión en las redes con la misma intención manipuladora que ellas le asignan a la comunicación social. Nunca reconocieron los infinitos casos en que datos, videos o documentos obtenidos por la gente y difundidos por las redes permitieron esclarecer o ventilar conflictos y situaciones que de otro modo habrían permanecido ocultos para perjuicio del bien común.

Lo que hay detrás de los insistentes llamados de las élites a regular el tráfico de mensajes en las redes es simplemente una cuestión de poder, de un poder que se siente amenazado por otro poder, al que nunca acierta a describir cabalmente porque la sola idea de que la gente piense, discuta, afirme y niegue, investigue e informe por su propia cuenta le resulta insoportable.

Lo que hay detrás de los insistentes llamados de las élites a regular el tráfico de mensajes en las redes es simplemente una cuestión de poder, de un poder que se siente amenazado por otro poder.

Como las élites y sus portavoces hablan en nombre de la democracia les resulta difícil reclamar censura. Entonces tratan de buscarle la vuelta, para conseguir los mismos resultados sin violar las reglas de la corrección política. Sanguinetti admite que las empresas proveedoras de redes sociales no son un medio de comunicación, pero arguye que “ofrecen un campo a las noticias falsas, las opiniones aberrantes y la comisión de delitos, consumados o eventuales.” Y enseguida, con la misma franqueza que impregna todo su artículo, plantea la cuestión del poder: “Por más instrumentos privados que sean, por más que no asuman responsabilidad por las informaciones u opiniones que por allí transitan, no dejan de ser dueños de la carretera y, por lo tanto, titulares de un gigantesco poder.”

Al usar la metáfora de la carretera, el ex presidente dejó generosamente a la vista el lado flaco de su interpretación. Culpar a las redes sociales porque por ellas circulan informaciones falsas y opiniones maliciosas es lo mismo que culpar al concesionario de una autopista porque por ella transitan delincuentes, lavadores de dinero o traficantes de armas, personas o drogas, incluso con su paquete a cuestas. Pero esto no arredró al articulista montevideano, quien, en su tan encendida cuanto extravagante defensa de la democracia, se pronunció enfáticamente a favor de regular desde el Estado a las empresas privadas que ofrecen tribunas libres a los ciudadanos de a pie. “Que no es fácil de instrumentar, de acuerdo. Pero hay que hacerlo -dijo en su invocación final a la batalla en favor de la censura-. No podemos desertar ante este nuevo desafío.”

Andrés Oppenheimer, el columnista de asuntos iberoamericanos que mejor interpreta los puntos de vista del establishment estadounidense, arribó a conclusiones parecidas: “Dado que la mayoría de nosotros estamos en contra de la censura gubernamental, y dado que la autorregulación de estas empresas no ha funcionado, quizás la solución sea un término medio: la autorregulación forzada”, escribió. Un ejemplo de ese “término medio” lo tuvimos el mes pasado cuando por lo menos tres redes sociales, presionadas por infinidad de comentarios como los de Sanguinetti y Oppenheimer, silenciaron al todavía presidente Trump acusándolo de incitar a la violencia porque insistía en sus denuncias de fraude. El camino institucional recomendaba denunciarlo ante la justicia, y dejar que un magistrado decidiera si había o no delito, y si merecía o no ser silenciado. Pero aquí no se discuten cuestiones de principios o de derecho, sino de poder.

Un ejemplo de ese “término medio” lo tuvimos el mes pasado cuando por lo menos tres redes sociales, ..., silenciaron al todavía presidente Trump.

Desde el comienzo de la historia, el poder establecido ha procurado silenciar las voces que lo cuestionan, o lo ponen en entredicho. La “buena nueva” (evangelio) de los cristianos era “blasfemia” para el sanedrín y “peligrosa superstición” para los romanos (Tácito). Pese a su alcance potencialmente infinito, las redes sociales no son intrínsecamente más poderosas que los doce apóstoles entre los trescientos mil habitantes de la Galilea: todo es cuestión de proporción. En el agitado ambiente de la Revolución Francesa, unas 500 publicaciones salieron a la luz en el área metropolitana de París, que albergaba 600.000 habitantes. Como los analfabetos eran mayoría, esas octavillas eran leídas a viva voz en plazas y tabernas. La falacia más generalizada respecto de las redes sociales sugiere que como tienen millones y millones de adherentes, los mensajes que por ella circulan gozan de ese alcance. Pero un mensaje exitoso puede ser visto -lo que no significa leído con atención- por unas diez veces el número de seguidores que tenga su emisor. Aunque ese promedio se supere excepcionalmente, en todo caso se trata de una cantidad insignificante. Lo que incomoda al poder no es la cantidad, sino la sola idea de que la gente pueda opinar e informar por su cuenta, y divulgar esas informaciones y opiniones.


–Santiago González



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