JUECES: EL PODER DE VIDA Y MUERTE



Debemos limitar el poder del estado sobre la vida y la muerte.

Traducción: @Hyspasia

Una vez más, Gran Bretaña es denunciada tanto en forma doméstica como en el exterior por estar dominada por una "cultura de la muerte" luego de que "RS", un hombre de nacionalidad polaca de mediana edad muriera esta semana como consecuencia de que se le retirara la hidratación y nutrición endovenosa al final de una prolongada batalla legal, por parte de los médicos del Trust de los Hospitales Universitarios de Plymouth, parte de la NHS [Servicio Nacional de Salud Británico].

Como continuación del caso de Alfie Evans en el año 2018, esta última muerte marca la forma con la cula los clínicos y jueces británicos operan en la actualidad bajo una forma de pensamiento por la cual la preservación de la vida se ha vuelta secundaria, incluso una obsoleta consideración cuando la comparan con la calidad de vida. En ambos casos, gobiernos extranjeros llegaron a heroicos extremos para facilitar el transporte de ambos pacientes fuera de Gran Bretaña, bajo escrupulosas condiciones clínicas, para recibir cuidado de especialistas en el exterior; sólo para verse frustrados.


En el caso de Evans, el Papa y el gobierno de Italia ofrecieron mover al niño por ambulancia aérea hasta el famoso hospital Bambino Gesù en Roma. En el caso de RS, el gobierno de Polonia ofreció un apoyo similar, incluso al punto de conceder status diplomático a sus compatriotas en un esfuerzo para salvarlo de las garras del sistema judicial británico. Ambas iniciativas fallaron. El despiadado batir del tamboril tanto de los tribunales como de los médicos fue "el mejor interés" del paciente, lo que equivalía uniformemente a su muerte.

Detrás de las cuestiones legales que se debatieron en ambos casos - y en el de RS las audiencias de los alegatos de su esposa contra los de su madre, hermanas y sobrina - un hecho quedó claro: la cantidad de poder discrecional que poseen los jueces. Podrían haber decidido para cualquiera de los lados sin apartarse de la ley. En el caso de RS, el juez concluyó que terminar con la vida del paciente era su mejor interés, pero dejaba la decisión de quitarle hidratación a la esposa de RS y al NHS: "Respecto a eso, mi orden es permisiva más que mandatoria".

El resultado, por supuesto, era previsible. RS murió como consecuencia del retiro de la nutrición e hidratación; que es una manera eufemística de decir que murió de hambre y sed. Dos preguntas significativas surgen. La primera es: ¿Cómo uno puede prenteder con el más ínfimo grado de credibilidad que matar a un humano lentamente, por hambre y sed, es su "mejor interés"?

La respuesta a esa pregunta fue provista durante la difusión del caso de Alfie Evans por el titular del Wall Street Journal: "Alfie Evans y el Estado. Un debate médico que se ha vuelto global no es sobre el dinero. Es sobre el poder"[Alfie Evans and the State. A medical debate that’s gone global is not about the money. It’s about power]. Esa es la pura verdad. El establishment médico y judicial ejercen poder de vida y muerte; cualquier desafío a su poder arbitrario es visto como una amenaza a su símbolo de virilidad, especialmente cuando gobiernos extranjeros están involucrados.

En décadas recientes el establishment británico ha desarrollado una mentalidad agresivamente secular/humanista por la cual la vida de los inocentes no es valiosa por sí misma sino por su así llamada "cualidad".  Aunque alguna evidencia médica contradecía a las restantes y sugería que RS podría moverse a un estado mínimamente consciente, el trust del hospital quería terminar con su nutrición porque, como uno de los especialistas lo expresó, creían que nunca "adquiriría una calidad de vida significativa".

Calidad de vida es una preocupación genuina, pero es abusada. El término "bloqueadores de camas", el insensible mantra "inmunidad de rebaño" al principio de la pandemia de virus corona, el aborto rutinario del 90% de los niños con Síndrome de Down, la presión para legalizar la eutanasia a pesar de los abusos atestiguados en Bélgica y Holanda - son todos síntomas del retorno triunfal del despreciable culto a la eugenesia en la sociedad británica.

De alguna manera, hemos ganado la impresión colectiva de que una vida que no es activa, particularmente económicamente activa, tiene un valor secundario. Esto es moralmente corrosivo. El patético cliché "Debemos tener una conversación nacional" no es una forma seria de enfrentar un problema; pero sí necesitamos tomar una pausa y meternos en una revisión radical de dónde estamos parados, como sociedad, en un tema tan fundamental como la vida y la muerte.

La disminución de la influencia de la Cristiandad ha tenido un efecto en detrimento de las sensibilidades morales de la nación. El sentimentalismo - una emoción errática y potencialmente cruel (los nazis era muy sentimentales) - ha desplazado la verdadera compasión. Por la mayor parte de dos milenos la moderada influencia del Cristianismo sobre la ley, entrar en guerra o cualquier otra actividad moralmente relacionada ha suavizado la crueldad epitomizada por la arena romana. Con esta restricción dejada de lado, la sociedad está recayendo en sus viejos hábitos de barbarismo, a menudo disfrazados como nuevas y progresistas expresiones de compasión. 

La Civilización sólo aprenderá por la experiencia amarga de revivir la historia que la ética no es un adecuado substituto de la moral.

Ensombreciendo todo el debate se encuentra el invasor rol del estado. A pesar de los masivos reclamos durante la difusión del caso de Alfie Evans, ¿Dónde está la robusta "Alfie's Law" (La Ley Alfie) para devolverle poder a los padres? La marcha del entrometido estado se ha convertido en una estampida. La ley del Reino Unido sobre la donación de órganos ahora presume el consentimiento de todo aquél que muere para que sus órganos sean cosechados, excepto que específicamente la persona opte lo contrario y su nombre entre un registro especial.

La monstruosa presunción detrás de esta legislación es que el estado posee todos nuestros cuerpos y tiene la autoridad para tallarlos a voluntad, a menos que uno vaya con el sombrero en la mano y los rescate, como uno haría en una casa de empeños, de las manos del poderoso gobierno. ¿Cuánto falta para que aún el derecho de no aceptar donar nuestros órganos nos sea quitado?

La muerte de RS, detenido en suelo británico para morir mientras sus compatriotas buscaban la manera de retornarlo a su hogar y cuidarlo, es solamente la última potente demostración del letal alcance de la doctrina estatal. Éste no es un fenómeno británico: la mayoría de las cortes europeas son al menos tan malas como las británicas; como la breve intervención de la Corte Europea de Derechos Humanos ha sido directamente escandalosa. Hacer que el Brexit funcione es más que lograr que el comercio fluya: debería servirnos para redescubrir la moderación, el sentido común, la equidad, compasión y la civilidad moral que en algún momento hizo de este país [GB] un bueno lugar para vivir y un seguro lugar para morir.

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Notas relacionadas:

EL ESTABLISHMENT BRITÁNICO CONTRA ALFIE EVANS

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We must curb the state’s power over life and death

BY GERALD WARNER | tweet GERALDWARNER1   /  


Once again, Britain is being denounced both at home and overseas as being in thrall to a “culture of death”, after “RS”, a middle-aged man of Polish nationality, died this week as a consequence of nutrition and hydration being withdrawn from him, at the end of a prolonged legal battle, by doctors at the University Hospitals Plymouth NHS Trust.


Following on from the case of Alfie Evans in 2018, this latest death has further highlighted the way in which British clinicians and judges now operate under a mindset in which the preservation of life has become a secondary, even a deprecated, consideration compared with quality of life. In both cases, foreign governments went to heroic lengths to facilitate the transportation of the patient out of Britain, under scrupulous clinical conditions, to receive specialist care overseas, only to be frustrated.


In the Evans case, the Pope and the Italian government offered to move the child by air ambulance to the famed Bambino Gesù hospital in Rome; in the case of RS, the Polish government volunteered similar support, even going so far as to confer diplomatic status on their compatriot in an effort to prise him from the clutches of the British judicial system. Both initiatives failed. The relentless drumbeat from both courts and clinicians was “the best interests” of the patient, which were uniformly equated with his death.


Behind the legal issues that were debated in both cases – and in the RS hearings the competing claims of his wife against his mother, sisters and niece – one fact stood out: the amount of discretionary powers possessed by the judges. They could have come down on either side without departing from the law. In the RS case, the judge concluded that ending the patient’s life was in his best interests, but left the decision on whether to withdraw hydration to RS’s wife and the NHS: “In respect of that, my order is permissive rather than mandatory.”


The outcome, of course, was predictable. RS died as a consequence of the withdrawal of nutrition and hydration, which is a euphemistic way of saying he died of hunger and thirst. Two significant questions arise. The first is: how could anyone claim with the slightest degree of credibility that killing a human being slowly, by hunger and thirst, is in his “best interests”?


The second question, applicable to both the Evans and RS cases, is this: why, when outside agencies were willing and ready to transport patients via state-of-the-art facilities to well-equipped hospitals where they would receive the best specialist and palliative care, without a penny’s cost to the British taxpayer and freeing up an NHS bed and staff, did the courts and NHS refuse cooperation, insisting instead on the death of the patient? Why play such a dog-in-the-manger role?


The answer to that question was provided in the wake of the Alfie Evans case by a headline in the Wall Street Journal: “Alfie Evans and the State. A medical debate that’s gone global is not about the money. It’s about power.” That is the real truth. The medical and judicial establishments exert power of life and death; any challenge to that arbitrary power is seen as threatening a virility symbol, especially when foreign governments are involved.


In recent decades the British establishment has developed an aggressively secular/humanist mindset in which innocent life is not valued of itself but for its so-called “quality”. Although some conflicting medical evidence suggested RS might be moving into a minimally conscious state, the hospital trust wanted to end his nutrition because, as one specialist expressed it, they believed he would never “achieve a meaningful quality of life”.


Quality of life is a genuine concern, but it is being abused. The term “bed blockers”, the callous “herd immunity” mantra at the beginning of the coronavirus pandemic, the routine abortion of 90 per cent of Down Syndrome babies, the pressure to legalise euthanasia despite its abuse in Belgium and the Netherlands – all these are symptoms of the return, even the triumph, in British society of the loathsome cult of eugenics.


Somehow, we have gained a collective impression that a life that is not active, particularly economically active, is of secondary value. This is morally corrosive. The pathetic cliché “We need to have a national conversation” is not a serious way of phrasing the problem; but we do need to pause and engage in a radical reappraisal of where we stand, as a society, on so fundamental an issue as life and death.


The decline in the influence of Christianity has had a detrimental effect on the nation’s moral sensibilities. Sentimentality – an erratic and potentially cruel emotion (the Nazis were very sentimental) – has displaced true compassion. For the best part of two millennia the moderating influence of Christianity on law, the waging of war and every other morally related activity softened the cruelty epitomized by the Roman arena. With that restraint largely sidelined, society is slipping back into old habits of barbarism, often disguised as new, progressive expressions of compassion. Civilization will only learn by the bitter experience of reliving history that ethics are not an adequate substitute for morals.


Looming over the whole debate is the ever encroaching role of the state. Despite the outcry in the wake of the Alfie Evans case, where is the robust “Alfie’s Law” to re-empower parents? The onward march of the intruder state has become a stampede. UK law on organ donation now presumes the consent of anyone who dies to have their organs harvested, unless they specifically opt out by having their name entered on a special register.


The monstrous presumption behind this legislation is that the state owns all our bodies and is entitled to carve them up at will, unless we go cap-in-hand and redeem them, as in a pawnshop, from the all-powerful government. How long before even the right of opt-out is removed from us?


The death of RS, detained on British soil to die while his countrymen sought to bring him home and care for him, is just the latest potent demonstration of the lethal outreach of a doctrinaire state. This is not a British phenomenon: most European courts are at least as bad and the brief intervention by the European Court of Human Rights was downright scandalous. Making Brexit work is about more than fluid trade; it should also be about the rediscovery of the moderation, common sense, fairness, compassion and civilised mores that formerly made this country a good place to live and a safe place to die.

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