ECONOMÍA Y DEFENSA


Ordenada la administración del estado para concentrarla en la provisión de los servicios básicos –salud, educación, justicia, seguridad y diplomacia–, el excedente de la renta nacional debería consagrarse a la defensa y al desarrollo de ciertas actividades estratégicas
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Autor: Santiago González (@gauchomalo140)
Nota original: https://gauchomalo.com.ar/economia-y-defensa/

Si se unifica detrás de un proyecto, el país puede afianzar su soberanía, alcanzar las fronteras del desarrollo y elevar su bienestar


Hace muchos, muchos años, el país atravesaba una de sus rutinarias crisis financieras y un grupo de estudiantes activos en la política universitaria invitamos al economista Enrique Silberstein para que nos ayudara a entenderla. Silberstein era muy popular entonces gracias a sus “Charlas económicas”, una columna que publicaba en el diario El Mundo, en la que trataba de explicar con humor y sencillez el misterioso comportamiento de los mercados. Una especie de Juan Carlos de Pablo salpimentado con Marx y Keynes, digamos. Durante una hora expuso las razones por las que las medidas gubernamentales del momento no iban a servir para nada, y por fin llegó la instancia de las preguntas. A todos nos preocupaba, además de la coyuntura, el retraso creciente de nuestro país, y alguien le planteó:

–A su juicio, ¿qué debería hacer la Argentina para desarrollarse?

–¿Para desarrollarse? –replicó el economista, tal vez queriendo asegurarse de que ése era el sentido estricto de la pregunta, y que no venía contaminada con otras preocupaciones típicas de la época, como la justicia distributiva o los términos del intercambio.

Ratificada que fue la precisión de nuestra inquietud, la respuesta llegó rápida, contundente, y nos dejó helados:

–Producir la bomba atómica.

Por un instante eterno, el silencioso estupor del pequeño auditorio sólo fue quebrado por su revolverse incómodo en los asientos. Eran los tiempos de la guerra de Vietnam, de la amenaza nuclear, de los recitales masivos llamando a la paz, y este hombre, un socialista, nos hablaba a nosotros, humanistas cristianos, de la bomba.

La explicación con la que justificó de inmediato su respuesta se convirtió en una disertación adicional. Nos habló del papel dinamizador de la industria bélica, de su capacidad para incentivar la investigación y el descubrimiento, de la relativa facilidad con la que los estados podían asignar recursos a la defensa, de la ventaja comparativa de la Argentina en el terreno de la energía atómica. Obtenido el necesario apoyo político, nos dijo Silberstein, un proyecto semejante, perseguido con determinación, tendría la capacidad de elevar rápidamente la economía nacional a los niveles tecnológicos más avanzados y a los mayores niveles de competitividad.

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¿Hay algo que podamos aprovechar hoy, cincuenta años después, de aquella respuesta del economista Silberstein? Lo que dice en síntesis es que el desarrollo no es un fenómeno natural, un punto de la evolución al que habremos de llegar plácidamente si hacemos las cosas bien, sino la consecuencia de una decisión política, la decisión de desarrollarse; que para desarrollarse, un país necesita dominar la vanguardia tecnológica; y que el gran motor de la innovación es la industria bélica. Hace cincuenta años, la energía nuclear y la cohetería representaban la vanguardia tecnológica, y las dos respondían a necesidades bélicas. La Argentina se había abierto el acceso a esa vanguardia con la Comisión Nacional de Energía Atómica desde 1950 y con la Comisión Nacional de Investigaciones Espaciales desde 1960, ambas nacidas de sendas decisiones políticas.

Al repasar la argumentación de Silberstein, uno advierte que la solidez de la Argentina en esa época era tan grande que el disertante bien pudo haber elegido la cohetería como motor del desarrollo y proponernos, por ejemplo, viajar a la Luna. El economista se inclinó seguramente por la producción de la bomba atómica porque no sólo iba a ser  capaz de colocar a la Argentina entre los países desarrollados del mundo sino que además le iba a conferir ese peso político entre las naciones que todavía hoy marca la diferencia entre las que son potencias nucleares y las que no lo son.

En la década de 1960 podíamos darnos el lujo de barajar idealmente esas opciones, e incluso descartarlas como pasatiempos especulativos. Hoy ya no tenemos esa libertad: somos responsables de un territorio enorme –el octavo en el mundo– y singularmente dotado, y nuestro estado de indefensión es tan grande, las amenazas que se ciernen sobre nuestra integridad tan variadas y poderosas, y a tal punto se han roto los frenos que impedían a los países abalanzarse unos sobre los otros, que la decisión política de desarrollar nuestra industria bélica, y de movilizar los recursos y la conciencia del país detrás de ese desarrollo, se justifica de por sí, y bienvenido sea el beneficio adicional de asegurarnos ese salto económico cualitativo que nos prometía Silberstein.

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Para asegurar su supervivencia primero, y para desarrollar su economía después, la Argentina necesita ordenar lo que se llama su “macro” y liberar sus recursos productivos en los términos que propone la economista Iris Speroni en sus artículos semanales en el sitio RestaurAR. Ordenada la administración del estado para concentrarla en la provisión de los servicios básicos –salud, educación, justicia, seguridad y diplomacia–, el excedente de la renta nacional debería consagrarse a la defensa y al desarrollo de ciertas actividades estratégicas. El alcance del esfuerzo bélico y su necesidad imperiosa tendrían que ser claramente explicados, porque probablemente exijan contribuciones adicionales, tanto del capital como del trabajo. De allí probablemente emerja un complejo militar-industrial local, sociedad sobre la que hay suficiente experiencia acumulada en los Estados Unidos como para que sepamos cuáles son sus riesgos y cómo prevenirlos.

Las mayores necesidades de la Argentina se encuentran en el área de la defensa, pero también en las del transporte y las comunicaciones, y muchos capitales privados van a encontrar oportunidades para responder también allí a esas demandas estratégicas. Aunque en un principio deberemos arreglarnos con aviones y barcos de guerra comprados, esto es inconveniente desde el punto de vista defensivo y nos convendría desarrollar los propios. El país necesita además una flota de submarinos nucleares para sostener sus derechos sobre el Atlántico sur y sus reclamos antárticos, necesita reanudar los proyectos misilísticos interrumpidos, y necesita dominar en todos sus aspectos la tecnología de los drones y los aviones no tripulados. Nuestro propio atraso nos permite concentrar esfuerzos directamente en las áreas de vanguardia.

Necesitamos dominar todas las tecnologías informáticas, satelitales y de comunicaciones, porque de nada nos valdría tener que depender de respaldos externos para orientar, por ejemplo, nuestros drones y nuestros misiles. Necesitamos radares y otros sistemas de alerta para vigilar nuestras fronteras. Y en materia de transportes, múltiples razones económicas y ecológicas nos exigen recrear y ampliar la red ferroviaria, y desarrollar una industria naval que nos permita recuperar para nuestra bandera el transporte fluvial y de ultramar (después de construir los submarinos nucleares). Toda esa producción va a ser además fácilmente exportable porque tiene demanda en el mundo. Los más jóvenes deben saber que muchas de estas cosas ya las hicimos –Fiat, por ejemplo, fabricaba aquí material ferroviario, grandes motores navales, camiones y tractores–, y que una dirigencia (no sólo política) miope, corrupta y traidora las echó a perder.

Por supuesto, para alcanzar todos esos objetivos necesitamos orientar adecuadamente nuestro sistema educativo; necesitamos cuidar la salud de nuestra población; necesitamos proteger la seguridad de nuestras ciudades, pueblos, caminos, ríos, mares y fronteras; necesitamos elevar la natalidad y alentar una inmigración selectiva en los términos previstos por la Constitución; necesitamos que nuestra justicia resuelva rápida y eficazmente nuestros conflictos, y necesitamos que nuestros diplomáticos nos abran las puertas del mundo.

Son las exigencias que plantea ordenarse detrás de un proyecto nacional, pero también la única manera de recoger los beneficios que supone pertenecer a una nación. Nada distinto han hecho los que hoy gozan en el mundo de esos beneficios, que para nosotros son casi una rareza. O sí lo han hecho: han ido a la guerra, más de una vez. Una movilización nacional conciente y pacífica para afianzar la soberanía y desarrollarse económicamente en el proceso no es mucho pedirnos.

–Santiago González

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