JUBILADOS DE LA PLAZA

La plaza del Congreso es escenario de corridas, cargas e incidentes violentos y salvajes que ... son habitualmente generados por las propias fuerzas de seguridad, o por agentes infiltrados. 


Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

Nota original: https://gauchomalo.com.ar/jubilados-de-la-plaza/


La empecinada protesta semanal de los ancianos frente al Congreso evoca reclamos en contextos similares, y plantea interrogantes a futuro


Todos los miércoles, desde hace varios meses, grupos variables de jubilados se manifiestan frente al Congreso para reclamar por el atraso creciente de sus pensiones frente al aumento incesante de los precios, de los alquileres y los servicios esenciales, de los medicamentos y otros auxilios necesarios para sostener una vida de avanzada edad. En abril, según datos del INDEC, el costo mensual mínimo de la canasta básica total, es decir el que marca la línea de pobreza, fue de 360.000 pesos, mientras que la jubilación mínima, la que cobra un tercio de los beneficiarios, fue de 355.900 y no alcanzó a cubrirla, según datos de la ANSES.


Razones para la protesta no les faltan entonces a los ancianos que una vez por semana, pasado el mediodía, se congregan ante el Palacio Legislativo con carteles y leyendas improvisados y batiendo cacerolas para llamar la atención de legisladores y público en general sobre sus penurias. Su reclamo es legítimo, y su derecho a expresarlo pacíficamente también lo es, pero el gobierno nacional se ha ensañado con ellos y todas las semanas los reprime con un despliegue de fuerza y un nivel de violencia desmesurado y pocas veces visto.


Semana tras semana, la plaza del Congreso es escenario de corridas, cargas e incidentes violentos y salvajes que, como la crónica periodística ha documentado hasta el cansancio, son habitualmente generados por las propias fuerzas de seguridad, o por agentes infiltrados, que agitan los enfrentamientos y, en algunos casos, provocan destrozos e incendios. Se han visto ancianos tumbados al suelo por empellones de la policía, sacerdotes y niños con la cara quemada por el gas pimienta, un fotógrafo que salvó milagrosamente la vida tras ser alcanzado en la frente por un cartucho de gases lacrimógenos.


Los jubilados que sostienen la protesta no son más que un centenar, y a sus filas se suman a veces transeúntes ocasionales o personas que acuden conmovidas por las penurias de los manifestantes. Cada vez que recibieron algún tipo de respaldo más organizado, primero de algunas hinchadas de fútbol, luego de grupos sociales, estudiantiles o gremiales, la ferocidad de la represión se multiplicó por lo que en las últimas semanas esa clase de apoyos desaparecieron, seguramente para no poner a los ancianos en mayor riesgo.


Las protestas de la clase pasiva no han encontrado, sin embargo, mayor respuesta de los cuerpos legislativos ante cuya casa se despliegan. Tampoco se ha registrado acción alguna de parte del Poder Judicial, a pesar de que el accionar de las fuerzas de seguridad viola una cantidad de derechos constitucionales anteriores al motivo de los reclamos. Ni tampoco se entiende que el gobierno de la ciudad permita la intervención de fuerzas federales en asuntos que son de su exclusiva competencia, como es el de la libre circulación en las calles.


Todo lo que rodea a estos incidentes semanales, arbitrarios, injustos, desmesurados e insensatos, es extravagante y apartado del orden social e institucional que la mayoría de los ciudadanos ha demostrado querer para su país a lo largo de la historia. Pero tantas irregularidades juntas no parecen haber hecho mella en el ánimo y la decisión de este puñado de personas, de pelo canoso y tez arrugada, que semana a semana vuelven a encontrarse en la esquina de Callao y Rivadavia, aún sabiendo que la van a pasar mal.


El fenómeno, sin embargo, tiene sus antecedentes. Hace casi medio siglo, un grupo de mujeres, tan desvalidas e inermes como estos jubilados de hoy, comenzaron a reunirse, no los miércoles sino los jueves, no en la Plaza del Congreso sino en la Plaza de Mayo, en reclamo del derecho a conocer la suerte corrida por sus hijos. Exhibían la misma terquedad, el mismo empecinamiento, y no tenían cabellos blancos, pero sí pañuelos blancos. Como a los jubilados, algunos las miraban con curiosidad, otros con indiferencia, algunos con temor y otros con simpatía.


Los escenarios y la naturaleza de los reclamos son distintos, seguramente menos dramáticos y dolorosos los actuales aunque no menos justos. Pero el contexto político, social y económico en el que se producen es bastante parecido al de la segunda mitad de los 70. Aquellas mujeres no se proponían derrocar un régimen autoritario y violento que parecía inexpugnable, simplemente planteaban un reclamo muy específico. Tampoco es que fueran particularmente valientes para desafiar al poder sino que le habían perdido el miedo, y sin quererlo anticipaban de ese modo su fin.


Aunque la mayoría de las cabezas blancas del presente vivieron esos años, y saben que fue así, en modo alguno se sienten recreando con sus marchas aquellos episodios. También ellos plantean demandas específicas, tropiezan cada miércoles con una embestida de escudos plásticos, son fumigados con sustancias urticantes, y no parecen dispuestos a ceder. Pero sin ser temerarios, no tienen miedo, y las consecuencias políticas de sus reclamos, y de la pertinaz y desproporcionada represión de sus reclamos, están todavía por verse.


–Santiago González


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