DE 1492 AL ABISMO



 De 1492 al abismo:
civilización, hegemonía e incertidumbre.


Autor: @SebaZ3


12 de octubre de 1492. De acuerdo a la historiografía oficial, se produce el descubrimiento formal y posterior ocupación del continente americano a manos de la novel monarquía hispánica. Como hecho histórico, sus implicancias son múltiples y sumamente complejas. El mundo no sería el mismo después de este evento. Se produce la clausura material y simbólica del globo terráqueo (Australia sería descubierta y ocupada luego, entre siglos XVI y XVIII) en tanto dato geográfico y geopolítico. Es el inicio de lo que quinientos años más tarde señalará Peter Lamborn Wilson en referencia al siglo veinte: “Nuestro siglo es el primero sin terra incognita (…) el mapa está cerrado.” 

Es sabido que hay antecedentes de arribos previos a 1492, a lo que luego se llamaría “América”. Recientemente la Universidad de Groningen (Países Bajos) confirmó lo ya conocido: la llegada de un contingente escandinavo a la actual América del Norte, acaudillado por el vikingo Leif Eriksson, que desembarcó en Vinland (isla de Terranova) en el año 1021. Casi cinco siglos antes de la llegada del genovés a las órdenes de Isabel y Fernando. 



Pero hay otros casos tan especulativos como fascinantes, desde la expedición del Almirante chino Zheng He –musulmán de religión, militar y aventurero- que hacia 1421 habría tocado algún punto de la costa occidental de América del Norte, hasta la supuesta flota de la desterrada Orden de los Pobres Caballeros de Cristo del Templo de Salomón, que habría partido del puerto de La Rochelle, con un destino tan desconocido como improbable, alcanzando las Antillas o incluso México. Hipótesis y conspiraciones de lado, el evento probado y aceptado es el que tuvo lugar el 12 de octubre de 1492

Yuval Harari sostiene que el descubrimiento de América fue el acontecimiento fundacional de la revolución científica y que el deseo de conquistar América obligó a los europeos a buscar nuevos conocimientos a una velocidad vertiginosa. Si querían controlar los vastos territorios descubiertos, debían reunir una cantidad enorme de datos nuevos sobre el continente. Según el historiador israelí, las Sagradas Escrituras, los viejos libros de geografía de la cultura clásica y las antiguas tradiciones orales eran de poca ayuda para ese afán. A partir de entonces, no sólo los geógrafos europeos sino los eruditos en muchos campos empezaron a trazar mapas con espacios vacíos que había que llenar. El conocimiento como poder. Y entre ellos, la cartografía. 

Esa voluntad y búsqueda se asimila al espíritu fáustico descripto por Spengler: el hombre fáustico es el primero de espíritu “ilimitado”. A diferencia de otras civilizaciones erigidas, centradas y circunscriptas a sí mismas, la Europa fáustica de los albores del siglo XVI involucra la infinitud y ausencia de límites tanto geográficos –materiales- como gnoseológicos, traducidos en símbolo y lenguaje. En ese marco se produce una incansable y pulsante búsqueda y creación relativa al arte, la ciencia y el poder. Aquello a lo que se refería el filósofo alemán como el “sentimiento cósmico” expresado desde “los espacios de las catedrales góticas” a “las fórmulas de la teoría de las funciones”. 

Lo innegable, incontestable y particular es el rol de esa España, hija espiritual de la Iglesia Católica y heredera cultural de la Roma clásica, en transición de la Baja Edad Media a la Modernidad renacentista. Un cambio epocal y un fin de ciclo. Ni vikingos, chinos o templarios parecen haber trazado o influido en el curso civilizatorio global antes de 1492, al momento del cierre material y simbólico del orbe terrestre. 

Isabel de Castilla, Reina Católica.


La “Operación América” fue multidimensional; política, militar, económica y simbólico-cultural. Su resultado alteró y expandió la percepción de la realidad y el cosmos de la civilización europea, poco a poco imbuida de ese espíritu fáustico y que iba mutando desde el teocentrismo estricto al antropocentrismo, transformándose en un sello distintivo del geist occidental. 

La clausura del planeta como esfera y soporte de la vida terrestre tuvo connotaciones duales: materiales (geográficas, tecnológicas y económicas) y simbólicas a través de la cultura, el lenguaje, el pensamiento, las creencias y percepciones. La mixtura de ambas categorías se dinamiza en la praxis del poder político por los actores. Y todo este compuesto nutre a lo que a partir del siglo XVI se impondría como la cosmovisión europea y occidental. La “Operación América” inaugura una nueva etapa del proceso histórico. Ya no hay terra incognita ni mare tenebrarum (salvo para la patología del terraplanismo). Se asume una nueva realidad físico-material junto a una resignificación del mundo conocido ampliado por el “Nuevo Mundo”. 

Empiezan también a erigirse en Europa; en esa entidad civilizatoria de “moral judeocristiana e intelecto grecorromano” (Jaz Coleman / Killing Joke dixit), los cimientos de un modelo para la organización de la existencia: sus relaciones de poder y producción, sus dispositivos simbólicos y su sistema de creencias. Esta es la civilización y la hegemonía bajo la cual vivimos y sobre la cual hay que preguntarse acerca de la inexorabilidad de su destino. Ninguna civilización escapa a su propio fatum: surgimiento, clímax y decadencia. 

1492 tiene un significado más civilizatorio que civilizador. Y acá es donde tanto los cultores de la Leyenda Negra como los apologetas de la salvación del alma de los “salvajes” se pierden en la moralidad del asunto, que es sólo un aspecto de su inconmensurabilidad. Se quedan cortos.    

Lo importante; lo estratégico, es el mapa cerrado y el circuito de interacciones material-simbólicas que se estableció a partir de 1492. La historia ya no podría desarrollarse por canales individuales, separados y paralelos; anclados en su propia inmanencia, aunque incluso esto no augurase una futura existencia inter-civilizacional pacífica o armónica.

Ante todo; las relaciones de poder están al frente, con la imposición de una experiencia civilizacional sobre otra. Esa Europa judeocristiana/grecorromana bajada de los barcos (risas) se impuso sobre las cosmogonías indígenas –dato, no opinión- materializando dramáticamente y a priori el reemplazo de una concepción cíclica del tiempo por otra lineal y teleológica. 

De esta manera se reorganizó la existencia de los descubiertos en base al mindset de los descubridores, con lógica de suma cero. Nada nos hace abonar al verso de una “cultura de contacto” o a algún idilio sincretista. 

Entrando en colisión la experiencia civilizatoria hispano-católica y europea con aquellas indígenas, y sepan disculpar el pesimismo antropológico, lo que parece haberse impuesto es una preservación de las experiencias sociales de carácter no solidario, ni transcultural, ni trans-generacional ni trascendente. Más bien lo contrario: ese choque, en el devenir, resuena como fuente de conflictos estratégicos y desbalances.

Pese al esfuerzo descriptivo de Huntington sobre una “civilización latinoamericana”, sólo parece haber un tráfico promiscuo de corrientes de pensamiento, “escuelas” e ideologías que pretenden explicar y organizar la existencia en este lado del mundo, partiendo de un suelo agrietado y casi roto. Hablamos de un Frankenstein de contextos civilizacionales contrastantes y por completo extraños. Vale aventurar que allí se ubica buena parte del núcleo de nuestro problema como región y como naciones sin terminar. Quién sabe. 

Apelando al peor historicismo, América fue “lanzada” a la Historia en 1492, con gente y todo. Claro, a la Historia concebida por el paradigma civilizatorio europeo; por una cosmovisión lineal y teleológica. No importa si la representación de su límite es el Juicio Final, el Paraíso terrenal, el Fin de la Historia del liberalismo o la sociedad sin clases del marxismo. Europa/Occidente imprimieron su propia cosmogonía. Y hay versiones para elegir.

A partir de fines del siglo XV, tres fueron los drivers que se vincularon tanto con el descubrimiento como con la construcción y consolidación de una civilización y hegemonía europeo-occidental: 1) el incremento de los avances científico-técnicos que permitieron mayor cobertura y ocupación de espacios; 2) el crecimiento gradual del capital como factor de producción y 3) la irradiación de una concepción del mundo –una weltanschauung- representada por un lenguaje determinado y un conjunto de valores específico. Esta triada nutre a una estructura material-simbólica cuya función activa, legitima y refleja eventos históricos.  

Paul Kennedy sugiere que diversos poderes del mundo antiguo, como el imperio chino o su par otomano, tuvieron capacidad y medios –traducidos en poder duro y blando- para dar por sí mismos ese cierre al globo terráqueo. Incluso compara las fortalezas de estos actores con las debilidades relativas de la Europa de entonces, que eran más evidentes que sus ventajas. Sin embargo, dice el inglés, las rivalidades intra-europeas estimularon la investigación constante, produciendo innovaciones y adelantos científico-técnicos, con impacto en la dimensión militar y comercial. 

Pero dentro de ese escenario de rivalidad estratégica entre fines del siglo XV y albores del XVI, no fue sino la España unificada y luego imperial, quien bajo determinadas circunstancias político-económicas, científico-técnicas y cultural-axiológicas, lograra la clausura del mapa. 

En un planeta que contenía diversos “mundos”, el que se impuso no fue sínico u otomano, sino europeiforme. El descubrimiento de América en 1492; la Batalla de Lepanto en 1571, como freno al avance otomano en el Mediterráneo y apuntalamiento del ascendente español; y la Paz de Westfalia en 1648, que consagra al Estado nacional como organización perdurable y unidad política del sistema internacional, son tres hitos fundamentales de la Europa y el Occidente modernos. El telón de fondo de la modernidad son la violencia, la escasez y la utilidad. La tríada conceptual que resumen Hobbes, Malthus y Ricardo. 

El esfuerzo hispánico encarnó una poiesis; la sustanciación del paso del no-ser al ser. Antes de un determinado punto en la historia, no existían la creación de una España unida y luego imperial, ni la América descubierta. Hasta que lo contingente se volvió necesario.

Esto se vincula con el concepto de “dependencia en el rumbo”: la concatenación de eventos contingentes, generados por ese espíritu fáustico y transformados en necesarios e inevitables. 

Los avances científico-técnicos, la expansión del capital y el mindset que forjó la identidad europea y occidental, se interrelacionaron de determinada manera en una estructura material-simbólica, inmanente y trascendente, dando lugar a una construcción necesaria y coagulando en un momento histórico, en cabeza de un sujeto determinado: España. Así es que lo contingente termina presentándose como inevitable. 1492 tuvo que ocurrir o no pudo no hacerlo.

Pareciera que ese conjunto de contingencias se transformó en necesario a través de un proceso de cristalización retroalimentada por una (auto) percepción sobre resultados positivos y beneficiosos surgidos del dominio sobre la naturaleza; de la physis indómita y “salvaje” representada por la alteridad del Nuevo Mundo, incluyendo al grueso de sus expresiones civilizatorias. El novel continente va dejando de ser desconocido a medida que se impone el control y modelado sobre su materialidad (territorio, recursos, corporeidad) y se incorpora al propio sistema simbólico y cultural. 

Una cosmovisión, por su carácter englobante, admite un espectro diverso de culturas, prácticas, identidades, instituciones, organizaciones, ideologías y credos, que incluso pueden tensionar y colisionar. Las diferencias políticas y culturales (con énfasis en las religiosas) y la trama de intereses como sustrato de una particular competencia estratégica entre España y el Reino Unido por varios siglos, no obstaron a que estos actores se ubiquen dentro de la misma cosmovisión europea/occidental y que la hayan irradiado sobre el nuevo continente mediante una praxis hegemónica. 

Leído desde ese lugar, el catolicismo fue un driver muy poderoso en la Conquista de América y antes, en la Reconquista. Incorporó una concepción salvífica o “redentorista” hacia el otro (por la piedad y la espada, claro) y una militante hacia sí mismo, en la figura del adelantado como continuación de cierta medievalidad arquetípica, ejemplificada en el monje-guerrero, el cruzado, el caballero de la Reconquista y finalmente el conquistador americano.

Por su parte, la experiencia colonial/imperialista inglesa en América del Norte, inaugurada poco tiempo después de la hispánica y aunque contrastante con ésta en mucho, también se manifestó a nivel simbólico y dentro de los límites de la cosmovisión europea y occidental. Todos los elementos estaban ahí: la estatalidad inglesa, su expansión y proyección; la presencia del capital, los avances técnicos, el espíritu fáustico y la legitimación de tal empresa desde una pretensión cultural trascendente. Todo inserto en una propia cosmovisión.   

Es interesante lo que sugiere P. L. Wilson acerca de que la élite que rodeaba a la Reina Isabel I –la “Reina Virgen”- y principalmente su curioso y destacado asesor, el Dr. John Dee, que influyó en una modelización del “Nuevo Mundo”. Esto se trasladó incluso al nombre de la primera colonia en América del Norte, fundada en 1607: “Virginia”; materia prima y virgen de la alquimia, el hyle que sería transmutado simbólicamente por la voluntad fáustica y medios materiales en “oro”, como símbolo de excelencia espiritual y la abundancia material. Restaría chequear cuánto hay de esto último en el mindset de los Padres Fundadores de los Estados Unidos y en la obsesión por darle un cariz salvífico a lo material. La prosperidad como bendición divina. 

El impacto y las consecuencias de 1492 fueron también radicales en la forma en que metamorfosearon las relaciones políticas, la distribución del poder y el establecimiento de jerarquías en el sistema internacional: Europa/Occidente se erigieron como centralidad histórica durante los últimos cinco siglos. Primero con España y su imperio, luego con la circulación de los principales actores europeos en competencia estratégica (hasta la Segunda Guerra Mundial) y actualmente con la hegemonía euro-atlántica en la post-post Guerra Fría, cuyos vértices son Estados Unidos, la Unión Europea y la OTAN.

Libre mercado, dominio tecnológico y democracia liberal –al nivel de religión laica- conforman el complejo material-simbólico de este tiempo, que sostiene a aquella hegemonía. Lógicamente, el driver ya no es el catolicismo ni el ideal hispanista sino el liberalismo en un contexto posmoderno como una cosmovisión que, pese a sus tensiones internas entre sus variables progresistas y conservadoras, aún mantiene vocación hegemónica.   

El interrogante muestra los dientes: atendiendo al carácter cíclico de los procesos civilizatorios y a esa “dependencia en el rumbo”, en donde lo contingente se vuelve inevitable, ¿cuál es el destino del mundo europeiforme, la cosmovisión y el complejo material-simbólico occidental?, ¿cuál es el derrotero de su praxis hegemónica a ambas orillas del Atlántico y cuál es el límite de su proyección global? Esa cosmovisión, ese complejo y sus productos -instituciones, valores, cultura organizacional, símbolos y narrativas- están en profundo entredicho. Un dato apriorístico es que más del 60% de la población planetaria no pertenece al orbe occidental y tampoco registra como “universales” a esos productos.  

Luego de cinco siglos de hegemonía y racionalidad occidentales y del aspecto mayormente europeiforme del planeta, cabe preguntarse si las mismas tendrán vigencia en un tiempo. El mapa está cerrado desde 1492, pero el mundo está más abierto que nunca a todo tipo de conflictos y escenarios turbulentos que incluyen choques a nivel de su materialidad (economía, recursos, espacios geopolíticos) y su simbolismo (cosmovisión, lenguaje, creencias y percepciones excluyentes). La lucha es siempre la misma y por lo mismo: la hegemonía.   

Se experimenta un momento histórico en el que otras racionalidades y otros “mundos” (retomando a Kennedy) -que podrían haber delineado el curso civilizatorio hace siglos- comienzan a (re)emerger con sus estructuras material-simbólicas y sus propias concepciones del mundo. Esto se evidencia desde la sutileza de los debates culturales y las narrativas en colisión, hasta la cruda redistribución del poder internacional en clave multipolar. 

La pretendida y auto-verificada “universalidad” (como supremacía) occidental ¿continuará en el carril de su propia dependencia en el rumbo o terminará por volcar en el yermo páramo de la declinación y el olvido, como ocurrió con otras civilizaciones más atractivas y preclaras? Si ello ocurre, tarde o temprano, ¿bajo qué aspecto y forma, y bajo cuáles cosmovisiones y armazones simbólicos-materiales se reorganizará la experiencia humana? 

Evocando al Oscuro de Éfeso, lo único constante es el cambio. Y nos afecta de tal manera que nos obliga a pensar y repensar –al menos como Nación; como un intento de comunidad de destino- qué y quiénes somos, además de qué queremos. 

Tres puntos básicos de cualquier mirada estratégica y de cualquier lucha con el futuro, cuya madre es la incertidumbre y cuyo padre es el conflicto. 

Porque el optimismo es cobardía.   

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