DESPROTEGIDOS



El gobierno, además de protegernos de amenazas exógenas, debe ocuparse de las endógenas, desde el crimen organizado hasta el que mata para robar y comprar paco. Nuestra clase política, por supuesto, ha estado haciendo un papel penoso en ambos frentes.

The Obligation of Subjects to the Sovereign is understood to last as long, and no longer, than the power lasteth by which he is able to protect them.” — Thomas Hobbes, Leviathan.

 

Autor: Reaxionario (@reaxionario)

Como bien nos dice la cita que encabeza esta nota, hasta Thomas Hobbes supo reconocer que la obediencia tiene sus límites, y que hasta el más absoluto de los reyes debe responder ante sus súbditos en la cuestión fundamental de la protección. La protección, dice Hobbes, es lo que idealmente uno recibe a cambio de la sumisión, siendo este pacto (Covenant) la piedra angular del Commonwealth. 

Violado este acuerdo, la estructura social corre el riesgo de disolverse y devolver a los hombres al “estado de naturaleza”.

Por supuesto todo esto es filosófico, pero nos devuelve, en un siglo marcado por capa tras capa de vaguedades teóricas sobre los derechos y las obligaciones de sujetos y soberanos, a la cuestión fundamental de un entendimiento implícito entre ambas partes: yo renuncio parcialmente a mi libertad y mis bienes entendiendo que del otro lado recibiré los beneficios de la ley y el orden. Al menos en los papeles, esto es un win-win para todos los involucrados.

Ahora bien, en lo que respecta a la protección, todo gobierno tiene una obligación doble: por un lado, debe ser lo más eficaz y eficiente posible a la hora de combatir amenazas tanto externas como internas; y por el otro, debe evitar coartar, dentro de los límites de la razón, la libertad de cada individuo de protegerse a sí mismo. Mi hipótesis es que la clase política argentina falla estrepitosamente en ambos casos.

Es de común conocimiento que Argentina sería incapaz de defenderse ante una amenaza externa, teniendo en cuenta el desmantelamiento sistemático de las Fuerzas Armadas nacionales durante las últimas décadas. Uno no necesita un ejército hasta que lo necesita, y no sabemos cuánto tiempo más podremos seguir dándonos el lujo de dormir con la ventana abierta. Sin embargo, tocar este tema no es lo que me interesa ahora.

Porque el gobierno, además de protegernos de amenazas exógenas, debe ocuparse de las endógenas, desde el crimen organizado hasta el que mata para robar y comprar paco. Nuestra clase política, por supuesto, ha estado haciendo un papel penoso en ambos frentes. Humildemente, creo poder explicar por qué, al menos en parte.

El Estado tiene el monopolio de la provisión de seguridad y cobra la misma cantidad de impuestos cumpla o no cumpla. Por lo tanto, según los principios económicos más básicos, su incentivo para brindar buena seguridad es prácticamente nulo [1]. Esto, que ya es bastante negativo en sí mismo, es empeorado por la naturaleza del sistema democrático, gracias al cual el aparato público está en manos de administradores temporales y con cero accountability.

En democracia, el funcionario electo tiene un único interés: enriquecerse y ser reelecto; en democracia, el funcionario electo tiene un único miedo: perder la elección. Como la democracia es en esencia un concurso de popularidad, el arma predilecta de cada partido político es la prensa. Cada quien tiene su prensa, cuyo propósito es simultáneamente la exaltación de los propios y la demonización de los adversarios.

¿A qué viene todo esto? A que gobernar es como ser jefe: muchas veces hacer lo correcto es quedar como un hijo de puta. Cada acto de gobierno, especialmente aquellos necesarios pero antipáticos, como la represión de una manifestación violenta, es una oportunidad de oro para una oposición cuyo aparato de propaganda siempre está esperando que los administradores actuales pisen el palito. En Argentina todos los partidos son culpables de esto [2].

Hablemos, por ejemplo, de una hipotética decisión del gobierno de perseguir sistemáticamente a los delincuentes. Esto sería de todo menos lindo, y cualquier opositor con un mínimo de astucia y mala leche sabría usar el poder de la prensa para, a través de amarillismos, despertar la animosidad de una opinión pública entrenada durante décadas para responder a dardos propagandísticos como “mano dura”, “gatillo fácil”, “dictadura” o “derechos humanos”. Cualquier gobierno que intentara un verdadero crackdown, como mínimo, perdería las elecciones – al menos en nuestro país. No ayuda nada, por su parte, que el zeitgeist internacional esté empapado de teoría owenista, según la cual el crimen es el resultado de la desigualdad, y que hasta los peores delincuentes, al ser productos de sus circunstancias, son fundamentalmente buenos y por lo tanto no responsables de sus propios actos.

Existe, entonces, un gran incentivo para no gobernar, por un motivo muy simple: en lo que concierne a la inseguridad pero de ningún modo se limita a ella, las consecuencias del desgobierno son difusas y a largo plazo, mientras que el potencial costo político de gobernar es concreto e inmediato. En pocas palabras, gobernar no es negocio.

Pero claro, el partido opositor también pone el grito en el cielo si el partido electo no hace absolutamente nada, por lo que quedarse de brazos cruzados tampoco es negocio. La democracia, entonces, ha sabido entrenar a los políticos para encontrar un happy medium relativamente seguro de la tinta malintencionada: hacer que se hace.

Hacer que se hace es todo un arte. Hay que no hacer de tal manera que se pueda convencer al resto de que se está haciendo. Esto se logra de una manera muy específica, enfocándose al mismo tiempo en lo infinitamente profundo y lo absurdamente superficial. Lo primero es el verso de siempre: no sirve luchar contra la inseguridad a menos que se ataque su origen. Cuál es ese origen exactamente es medio difícil de responder, así que a develar el misterio debe necesariamente ir buena parte del presupuesto, para que nuestros “intelectuales” y académicos puedan debatirlo in aeternum, como David Livingstone buscando la fuente del Nilo. Mientras tanto, hay fuertes sospechas de que la culpa de todo es de la injusticia social, la pobreza y/o la mala distribución de la riqueza. Allí va entonces otra gran porción de la torta: miles de programas y oficinas públicas destinadas a pegarle a la inseguridad donde de verdad le duele.

De todas maneras, el gobierno sabe que esa es sólo la mitad del asunto: no basta con perderse en debates onanistas ni jugar a ser Robin Hood. Hay que hacer algo con la inseguridad hoy mientras construimos la utopía de mañana, porque la mala prensa no descansa. Así viene la otra cara de la moneda: el gasto en papelitos de colores. Patrulleros, centros de monitoreo, policías, comisarías de la mujer, líneas telefónicas contra la violencia de género, táser sí, táser no, gas pimienta o pistolitas de agua. Claro que si hubiera una intención real de combatir la inseguridad todo esto sería positivo, pero debemos recordar que el fin es la mera apariencia.

Y hay un tercer ingrediente: la anarco-tiranía, un concepto de Samuel Francis. El gobierno, evitando caer sobre los delincuentes, se pone estricto con los ciudadanos que obedecen la ley, o se obsesiona con infracciones que, al lado de los crímenes reales, son ni más ni menos que banales. Así, por ejemplo, suele haber peores consecuencias para quienes no usan chaleco de seguridad en moto que para quienes lisa y llanamente se las roban.

Por todo lo mencionado, que por motivos de espacio me he visto obligado a resumir demasiado, creo que el gobierno no está cumpliendo con su parte del pacto entre sujetos y soberanos descrito por Hobbes.

Pero, para empeorar las cosas, de nuevo influenciado por la ideología de los Derechos Humanos y por el miedo a la mala prensa (ya hemos visto la reacción ridícula y desproporcionada de la prensa ante, por ejemplo, declaraciones de Espert y Milei), la clase política argentina también desincentiva la autoprotección, gracias a un sistema judicial que castiga a las víctimas de la inseguridad, en especial si deciden “hacer justicia por mano propia”, anatema para los socialistas champagne que nos gobiernan. 

Así, en lugar de asumir su incompetencia y al menos tener la gentileza de permitir la libre portación de armas, la clase política, en un acto de cinismo inocultable, insiste en que confiemos en su capacidad de proveer protección, haciendo todo lo posible para desalentar toda iniciativa privada que vaya más allá de los sistemas de alarmas, las cámaras de vigilancia, o llamar al 911. En resumen, la clase política hace un doble daño: no sólo fracasa en su deber de proveer protección, sino que no nos deja protegernos a nosotros mismos, mostrándose mucho más entusiasmado en desarmar a los buenos que a los mismos criminales.


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1 Ver "Democracy: The God that Failed", de Hans-Hermann Hoppe

 En la ciudad de Junín, Buenos Aires, en el año 2013, hubo una pueblada en la que se destruyó, entre otras cosas, la Biblioteca Municipal y el Banco Provincia. Todo ante la mirada de una policía que no actuó, según he oído, porque un funcionario muy importante de la Provincia dio la orden de “no reprimir”. 


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