LA GUERRA DE EURASIA - I


La última guerra que la liberal y posmoderna Europa vio de cerca fue la de los Balcanes en la década de 1990.

Autor: Spenglerito (@SebaZ3)


El mundo es testigo atónito de la segunda guerra interestatal del siglo XXI.

La primera tuvo lugar a partir de 2003, en el marco de la invasión occidental a Irak y en cabeza de la “Coalición de la Voluntad” (Coalition of the Willing) liderada por los Estados Unidos en compañía del Reino Unido, España, Portugal, Italia, Polonia, Dinamarca, Australia, Hungría y –casualmente- Ucrania. Todos contra la nación mesopotámica conducida por Saddam Hussein. La Coalición, floja de papeles, operó al margen del mandato de las Naciones Unidas al no lograrse una resolución efectiva por parte del Consejo de Seguridad.

No era la primera vez. Lo mismo había ocurrido en 1999, con los setenta y ocho días de bombardeo a cargo de la Organización del Tratado del Atlántico Norte –inefable guardián del “Mundo Libre”- sobre Belgrado, capital de Serbia, sin ningún tipo de legitimidad surgida de la tan mentada comunidad internacional. A la limpieza étnica de Milosevic en Kosovo, se respondió con bombas de racimo sobre la población civil. Elogio del doble estándar, diría el fallecido Carlos Escudé.

Hoy se libra la primera batalla por Eurasia del siglo XXI. La “Última Guerra por la Isla Mundial”, como la ha llamado el geopolítico ruso Aleksandr Dugin, es de larga data y es multidimensional. Y hay que poner las cosas en claro: la “operación militar especial” o “invasión” de Ucrania, según quien lo diga, se trata de un choque frontal, aunque eventual, dentro de un largo proceso histórico, entre el poder atlántico representado por la OTAN y la Rusia restaurada y conducida por Putin, el Lobo Estepario.

Ucrania, e incluso la Unión Europea, son menos actores que teatros donde se está jugando el probable desplazamiento de la vertical de poder global y el posible fin del “orden mundial” (si eso existiese) de índole liberal.

Hace años que el eje geoeconómico internacional se está inclinando desde la zona atlántica hacia Asia-Pacífico, motorizado principalmente por el rol de China en la economía mundial. Pero también lo está haciendo el eje geopolítico, como lo señalan en su apreciación del escenario internacional las tres últimas Directivas Políticas de Defensa Nacional de nuestro país. La región de Asia-Pacífico reviste un interés de primer orden estratégico para el hegemón americano. Pero ello no se limita a China y sus intereses marítimos solamente, sino que implica a toda la masa eurasiática, incluyendo a Rusia, cuyo territorio se extiende desde el Báltico al Pacífico y desde el Ártico hasta el Medio Oriente.

En este contexto, es evidente que, en el teatro ucraniano y territorio pivote, se está operando el choque político-militar -el más dramático y brutal- mientras que, en la UE, tiene lugar el político-económico. Ambos teatros sufrirán fuertemente las consecuencias por años.

Como alguna vez dijera el expresidente Trump, el mundo es un lugar peligroso. Y la colisión de fondo hoy es inequívoca: Estados Unidos vs. Rusia; el hegemón atlantista contra el restaurado poder eurasiático.

 

Unión Europea: la decadencia de Occidente

 La OTAN es la entidad estratégica y el sistema de defensa colectivo vertebrado por Estados Unidos, hegemón occidental, que en la post-Guerra Fría absorbió y deglutió a una Unión Europea fofa, posmoderna, post-militar y post-geopolítica, como la describe lucidamente Colin S. Gray (2008). La OTAN y la UE hoy se contraponen a una Rusia cuya cultura estratégica es post-posmoderna y su gran estrategia; esa coordinación funcional entre política exterior y política de defensa es, como mínimo, asertiva. Lo cual, y en los últimos días, algunos analistas occidentales llamaron con desdén, “política medieval”. Pero esto pareciera estar más cerca de una virtus nietzscheana que de un defecto. La OTAN es también objeto de debate: ¿para qué sirve hoy? ¿Qué la justifica? ¿Por qué y para qué se extiende? Quizás los párrafos anteriores den una pista.

La conducta rusa puede ser tan brutal y excesiva como el desacostumbramiento europeo contemporáneo al estado de guerra. La última guerra que la liberal y posmoderna Europa vio de cerca fue la de los Balcanes en la década de 1990. Más allá de los horrores cometidos entre serbios, croatas, bosnios, montenegrinos y albano kosovares, el problema era prácticamente ajeno al europeo promedio occidental, atlántico y escandinavo. Se estaban matando entre ortodoxos, musulmanes y algún católico. Pero más que nada, entre eslavos, en el marasmo del colapso soviético y de su reflujo. Y Europa se sentía lejana de ese caos postcomunista. Después de todo, la Europa atlántica, nórdica y central, podía considerarse parte del carro de los vencedores de la Guerra Fría. Incluso Alemania se perfilaba, y vale recordar lo que teóricos neorrealistas de la talla de Waltz planteaban al respecto, como una potencia inminente y de primer orden.

En términos geopolíticos, Europa es la península de Eurasia. Prácticamente asimilada con la Unión Europea, se trata de una tierra marginal, costera y amenazante para los estrategas rusos. Es también, en buena parte, energéticamente adicta a Rusia. La Mitteleuropa, la Europa báltica y balcánica consumen más del 60% del gas exportado por la Federación Rusa. Nueve países de estas regiones –los tres bálticos más Finlandia, Hungría, Moldavia, República Checa, Bulgaria y Eslovaquia- el consumo del gas ruso supera al 90%. Significa que un tercio de la Unión Europea es completamente dependiente del gas ruso.



La estrategia rusa considera al Heartland; la tierra-núcleo de la Isla Mundial descripta por Sir Halford Mackinder, como el centro de gravedad planetario. No están errados y la razón se las da el que fuera el más lúcido enemigo del eurasismo y cultor del atlantismo estratégico: Zbigniew Brzezinski.

Ex Consejero de Seguridad Nacional del Presidente Carter, el polaco-americano advierte en su clásica y clarividente obra, The Great Chessboard (1997), que la hegemonía estadounidense (incluyendo su seguridad como interés y objetivo) sólo sería posible si, durante el momento unipolar de la estructura internacional iniciado en 1991 con la clausura de la bipolaridad y Guerra Fría, Washington apoyaba la consolidación de la UE como “cabeza de puente democrática” y liberal en dirección hacia el este; hacia Rusia. Esto implicaba fortalecer al institucionalismo europeo, siempre a la sombra de la espada de la OTAN y de su estrategia de Drang Nach Osten; el empuje hacia el este -una obsesión occidental- absorbiendo cada vez a estados ex comunistas y ex soviéticos. Desde la promesa formulada (e incumplida) al último presidente soviético, Mijaíl Gorbachov, en 1990 por parte del ex Secretario de Estado James Baker sobre no extender la OTAN más allá de la reunificada Alemania, la alianza atlántica incorporó a trece estados que estaban detrás de la Cortina de Hierro. Una tomada de pelo monumental que Moscú nunca olvidó.

Advertía Brzezinski en 1997 y en plena euforia unipolar, que “desaparecida la Europa de Yalta, es esencial que no se produzca una regresión a la Europa de Versalles. El fin de la división de Europa no debería llevar a que se diera un paso atrás hacia una Europa de Estados-naciones beligerantes sino que debería ser el punto de partida de la construcción de una Europa más extensa y cada vez más integrada, reforzada por una OTAN ampliada y aún más segura (…) La principal meta geoestratégica de los Estados Unidos en Europa (…) consiste en consolidar, a través de una asociación transatlántica más genuina, la cabeza de puente estadounidense en el continente eurasiático para que una Europa en expansión pueda convertirse en un trampolín más viable para proyectar hacia Eurasia el orden internacional democrático y cooperativo.”[1]

La estrategia y el plan americano quedan perfectamente descriptos. De hecho, el primer Secretario General de la OTAN, el general británico Lord Hastings, Barón de Ismay, lo había reflejado en su famoso axioma: “to keep the americans in, the germans down and the russians out.” Europa fue y es pensada por la intelligentzia atlantista como un teatro más que como un actor; un escenario estratégico en el cual se juegan los intereses, fines y medios de los Estados Unidos y su socio británico. Todos sabemos que la constante geoestratégica británica durante los últimos siglos fue y sigue siendo impedir, por todos los medios, el surgimiento y consolidación de un poder continental frente a sus costas, ya sea español, francés, alemán o ruso. Para el caso basta con escuchar la verba especialmente agresiva de Boris Johnson y su gabinete contra Rusia. La intolerancia británica ante un poder continental europeo es total porque es vital. 

Exactamente un cuarto de siglo después de la prognosis de Brzezinski, las tendencias y resultados son bastante diferentes: una Europa fantasmal y paralizada, dependiente en exceso de su poder blando –información, propaganda, narrativa diplomática, sanciones económicas y emisión de pasaportes a refugiados- y del poder duro de Estados Unidos, primera potencia militar del planeta.

La Alemania merkeliana y post-merkeliana ha elegido retroceder a una aldea pre-medieval en una especie de Batalla de Teutoburgo ambientalista y políticamente correcta. Veremos qué ocurre con la Francia venidera ante su disyuntiva: o relevar la conducción alemana del bloque o sumirse del todo en la parálisis blanda europea que, en realidad afecta a la Europa central y atlántica, ya que el Reino Unido no pertenece más al bloque y el Grupo de Visegrado parece transitar su propia experiencia de la mano de soberanistas.

Francia tiene algunas condiciones que, de conservarse, pueden darle una proyección continental: economía estable y sólida, energéticamente autónoma, único poder nuclear euro-continental, poder de veto en el Consejo de Seguridad e intereses geopolíticos extra-europeos en África, Asia y América (Guyana Francesa). Pero mucho dependerá de la orientación de su política doméstica, que se debate mayormente entre el centrismo liberal, la derecha nacional dura y anti-UE, y la izquierda desde progre a socializante. Veremos.

La UE, con el paso del tiempo, se fue transformando en un lastre para el objetivo americano. Una super-burocracia costosísima para sí misma y para la estructura de la OTAN, distraída en sus propios problemas: dificultades de su motor –Alemania- con su propia reunificación, terrorismo e islamismo radical, inmigración descontrolada, asimetría económica entre norte-sur y este-oeste, dependencia energética de regiones hostiles o inestables, incongruencias en su estructura política y un largo etcétera.

En el seno de la Unión, partidos anti-europeístas, soberanistas y críticos del orden de Bruselas han avanzado fuertemente en términos electorales y han llegado al poder. Europa no termina de percibirse como un actor estratégicamente autónomo y relevante, porque los estados que la integran tampoco terminan de acordar el perfil internacional del bloque. Y dentro de cada estado, a su vez, hay fuertes contradicciones entre las fuerzas políticas. Veamos, por ejemplo, la encerrona a la que los “Verdes” y sus socios llevaron a Alemania en términos energéticos.

Por otro lado, en la esfera militar, la UE cabalga entre una conducta de bandwagoning –subirse al carro de Estados Unidos, sus intereses y su política a través de la OTAN, tratando de evitar la irritación del hegemón en temas de seguridad-, y otra de buck passing –trasladarle la carga de su defensa al Washington-. Aún resuenan las palabras de advertencia de Frau Merkel como resultado de los amargos encuentros con Trump para discutir el futuro de los europeos en la OTAN: “Los tiempos en los que podríamos confiar completamente en otros están quedando atrás. He experimentado esto en los últimos días. Europa tiene que luchar por su propio destino.” En las últimas horas, algunos señalan el interés de Herr Scholz en una tímida redefinición estratégica de Alemania de cara al futuro. Y a Rusia.

Pero todavía es muy lejana la opción de una real y propia autonomía estratégico-militar europea. Y estas razones la transforman menos en un actor que, básicamente, en un teatro de operaciones de los grandes poderes. Ya decía Colin S. Gray que por más que un actor no quiera pensar estratégicamente, otros sí lo harán por él o contra él.

Intentando mutar de una unión aduanera a una compleja superestructura política, el esfuerzo de construir la Europa de postguerra cayó, desde 1957, principalmente sobre Alemania y Francia con tanto éxito como vicisitudes. Más cauta (o cínica), la política exterior británica nunca dejó de ver en este proyecto de bloque continental a un sospechoso y lejano eco bonapartista y, como algo más cercano e inquietante, a una reedición del Reich alemán (su cuarta versión) ya no sostenido por las Divisiones Panzer sino por el Banco Central Europeo y el Bundesbank. Al respecto, la obra del inglés Laughland, The Tainted Source: Undemocratic origins of the European Idea (1998), explora esos caminos. Cabe decir que el Brexit es, en parte, una consecuencia de esa flemática sospecha. Cuando los brexiters se quejaban de las políticas comunes de Bruselas, se estaban quejando de Berlín.

Hace pocos años, George Friedman, fundador de Stratfor, brindaba una descripción desoladora, propia de un estadounidense, de qué es y qué intenta ser la UE:

Europa está aún en proceso de reorganizarse a sí misma luego de perder su imperio y de dos devastadoras guerras mundiales, y aún resta ver si su reorganización completa será pacífica. Europa no va a recuperar su imperio, pero la complaciente certeza de que las guerras intra-europeas han terminado, necesita ser examinada. Algo central para esta pregunta sobre Europa es si es un volcán apagado o uno meramente dormido.

Es irracional hablar de Europa como si fuera una sola entidad. No lo es, a pesar de la existencia de la Unión Europea. Europa consiste en una serie de estados soberanos y contenciosos. Hay una entidad general llamada “Europa” pero es más razonable pensar en al menos cuatro Europas (…) atlántica, central, oriental y escandinava (…) La Europa de la post-Guerra Fría se encuentra en un caos benigno. Es imposible desenredar las extraordinariamente complejas relaciones institucionales que han sido creadas. Dada la historia europea, tal confusión normalmente conducirían a la guerra. Pero Europa no tiene energía para la guerra, ni apetito para la inestabilidad, y ciertamente no desea el conflicto (…) Hablar de Europa como una única entidad como es Estados Unidos o China, es ilusorio. Es una colección de estados-nación aún en shock por la IIGM, la Guerra Fría y la pérdida de sus imperios. Estos estados-nación son altamente insulares y determinan sus acciones geopolíticas de acuerdo a sus intereses individuales.”

Friedman introduce la precuela del escenario que hoy dramáticamente observamos: “Rusia es la inmediata amenaza estratégica a Europa. Rusia está interesada en reasegurar su control sobre los ex territorios soviéticos y no en conquistar a Europa. Desde la visión rusa, esto implica un razonable intento de establecer alguna mínima esfera de influencia y esencialmente, una medida defensiva (…) Obviamente, la Europa oriental quiere prevenir un resurgir ruso. La pregunta real es que puede hacer el resto de Europa (…)”



Finalmente, a modo de epitafio, señala: “La Unión Europea es una entidad esquizofrénica. Su principal propósito es la creación de una economía europea integrada, mientras deja la soberanía en manos de naciones individuales (…) Europa no ha logrado su objetivo. Creo una zona de libre comercio y una moneda propia, la cual es utilizada por algunos miembros de esa zona y por otros, no. Ha fallado en crear una constitución política dejando, sin embargo, a las naciones como soberanas y por ende, nunca ha producido una política de defensa ni una política exterior común (…) su política de defensa, hasta el grado de su misma coordinación, está en manos de la OTAN y no todos los miembros de la OTAN pertenecen a la UE, notablemente Estados Unidos.”[2]

Otro gran remate, axiomático a esta altura, lo brindó en 1991 el entonces canciller belga Mark Eyskens: “Europa es un gigante económico, un enano político y un gusano militar.”

Más atrás en el tiempo, será Nietzsche –el último gran europeo, primer nihilista completo del Viejo Continente y admirador de la Rusia imperial- quien en 1886l, con mirada futurológica, marcará tendencia y hará un llamado desesperado:

Para que Europa se libre de su gran peligro, no sólo serán precisas guerras en la India y complicaciones en Asia, sino también revoluciones internas, la desmembración del imperio ruso en pequeñas unidades territoriales y, sobre todo, la introducción del parlamentarismo imbécil, junto con la obligación de cada individuo de leer su periódico a la hora del desayuno. Esto no es lo que yo no deseo, desearía más bien lo contrario: una agravación tal del peligro ruso que Europa tuviese que convertirse en amenazante (…) una voluntad única, una prolongada y formidable voluntad capaz de perseguir un fin a la escala de varios milenios: así pondría fin a la comedia que ya ha durado demasiado, la división de Europa en pequeños estados y su pelaje abigarrado de dinastías y democracias.”[3]

Nietzsche no vivió ambas guerras mundiales, ni la Guerra Fría ni la novel Guerra Eurasiática. Pero sí encontró todos los elementos; los huevos de la serpiente, de lo que sería un destino posible para Europa y Occidente y su ocaso (¿irreversible?) en la suavidad confortable de la declinación posmoderna.

Como península de Eurasia, cabeza de puente de Estados Unidos, mosaico de incongruencias, adicta energética, henchida de poder blando, pero también con un rol dramático siendo teatro de operaciones de la pugna entre los poderes del Atlántico Norte y Eurasia –algo que ya padeció en la Guerra Fría y en la actual bipolaridad geopolítica-, esta Europa; este magnífico museo de lo que ya no existe, representa la parálisis estratégica y un cabal símbolo del crepúsculo de Occidente.


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 Notas:


[1] BRZEZINSKI, Zbigniew, El Gran Tablero Mundial, pág. 93, Paidós Ibérica, Barcelona, 1998.

[2] FRIEDMAN, George, The Next 100 Years, pág. 74-76, Anchor Books – Random House, NY, 2010.

[3] NIEZTSCHE, Friedrich, Más allá del Bien y del Mal, pág, 136, EDAF, Barcelona, 1985.


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Otras notas del autor en @Restaurarg:


INTERESES MARÍTIMOS O EL NAUFRAGIO NACIONAL
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LAS COREAS Y EL REALISMO
https://restaurarg.blogspot.com/2018/04/las-coreas-y-el-realismo.html



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