SOBRE LA SOBERANÍA

 

El Estado nacional es una forma política que descansa en la soberanía.


Soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción.

 

Carl Schmitt, Cap. I “Teología política”.

 

Autor: Breogán Feijóo


Nota aclaratoria. Éste, como la mayor parte de los artículos breves que escribo para este señero blog, lo firmó con seudónimo, lo cual denota muchas cosas: por empezar mi galleguidad y porteñidad y, por consecuencia, mi hispanidad y argentinidad. El escribir estas líneas, en tono de opinión culta sin aspiración científica, es un desahogo para mi alma. La aspiración científica-aunque el carácter estricto de ciencia de la noble disciplina jurídica es una cuestión disputada- la reservo para la acometida, que tendrá que ser veloz y precisa, en la que demuestre cabalmente que la dogmática del derecho financiero se encuentra escasamente desarrollada, pese a los centenares de meros comentarios y las altas magistraturas que han detentado muchos de los charlatanes que pululan por los claustros y despachos de nuestra malhadada Patria. 

A modo de comentario final: el tema tratado de hoy es sumamente complejo, su confección-que es un desahogo- me ha desgastado espiritualmente por el contenido dificilísimo de asumir, por la dureza de sus implicancias y por el dolor que genera-sobre todo a las madres- el acaecimiento en la arena política de circunstancias fácticas tan terribles. 


La soberanía es uno de los tres conceptos límites de la Teoría del Estado y el más importante de ellos [1]. Significa poder supremo de mando sobre la comunidad política, siendo originario (esto es: el soberano lo tiene por el mero hecho de decidir sobre el caso de extrema necesidad, sin otra justificación) y autónomo (esto es: es un poder que no se encuentra restringido jurídicamente, puesto que de lo contrario no sería soberano). Es el concepto límite más importante puesto que es el elemento característico del Estado nacional, como así también es infranqueable: sin él no puede verificarse la existencia del Estado nacional como tecnología de dominación política propia de la modernidad. A su vez, es un concepto estrictamente político, en virtud de que no puede ser dividido y dotado de propiedades normativas, por lo cual su contenido, que es la decisión política misma, separa tajantemente lo político de lo jurídico. Destáquese que normativamente se puede adormecer, por cuanto el Estado puede determinar los modos de conducir sus actividades de determinadas maneras, ello en un plano jurídico, desplazando a la soberanía al rol de fantasmagórico artefacto que resguarda el monopolio de la decisión final. Por último, es un concepto sumamente confuso pero que tiene una significación final y, a su vez, una condición política para su liberación plena (y producida fácticamente, supone un quiebre de las limitaciones autoimpuestas jurídicamente a las propias funciones estatales) [2]. 

El Estado no es algo que haya surgido con la modernidad, tal como postulan muchas corrientes políticas (en particular, el marxismo, no obstante desde posiciones marxianas se han tenido contrapuntos con dicha concepción así, v. Engels, el origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, p. 68). El Estado es antes que nada una manifestación que afirma la permanencia de la existencia de relaciones de mando y obediencia, que se dan al interior de toda comunidad política que superó la forma meramente tribal.  

En términos históricos, el Estado adopta formas diferenciadas, tal que existe un Estado antiguo, caracterizado en la polis y la civitas, en el imperio alejandrino y el Estado universal romano. A su vez, existió un Estado estamental cristiano y, por último, un Estado nacional, bien monárquico y absolutista, bien republicano y liberal, ora liberal y monárquico, ora fascista o comunista-los dos contendientes de la gran guerra civil europea-. Sin perjuicio de la clasificación, sólo el último, el Estado nacional, es portador de la soberanía. 

Así, la República Romana fue un Estado universal-en su faz de conquista allende al Lacio- oligárquico conducido por una clase senatorial (Mackay, E. Palacio, mi alter ego en el siglo XX) que detentaba el monopolio de la ciudadanía romana, como así también se reservaba para sus componentes más ricos-sin importar su origen, desde la sanción en el 287 a.c. de la lex hortensia- el acceso al cursus honorum (curulura-o edilura-, cuestura, pretura, consulado y censura). La República Romana vislumbró una crisis insondable que puede, brevemente, fecharse con la reelección como cónsul de Cayo Tiberio Graco (el padre de los populares), para luego pasar por la dictadura de Sila, la conjura de Lucio Sergio Catilina terminando el ciclo en la autocracia dictatorial de César y, con ello, la fundación del Principado por Augusto. 

El Imperio Romano desde la caída de Alejandro Severo (235 d.c.) tuvo un sombrío período conocido como la crisis del siglo III. En términos históricos, el Imperio (nótese que es el tránsito del principado al dominado) fue fragmentado (el Imperio Galo en occidente y el Imperio de Palmira en el oriente) y también sufrió duras derrotas decisivas en las guerras contra el recientemente alumbrado Imperio Sasánida (el otro ojo que iluminaba al mundo). No obstante, el surgimiento de una oligarquía militar balcánica signada por Galieno, cuyo padre Valeriano terminó esclavizado por el Rey de reyes persa Sapor, Aureliano y Diocleciano, permitió conculcar el riesgo de disolución en dicho siglo [3]. 

No puede atribuirse al Estado imperial del tránsito entre el Principado al Dominado-como así tampoco al republicano- el carácter de un Estado portador de la soberanía. Ello, por una razón sencilla: la soberanía es inherente a la comunidad política nacional, la que en Roma no existía (no se tenía, siquiera, noción o percepción de ello) [4]. Mas, en relación a la forma de dominación, sí deben destacarse dos adelantos tecnológico políticos, consistentes en la juridización de las potestades públicas, que son retomados recién en la modernidad, pero propios de tal período (el siglo IV d.c. romano): a) la conformación de una carrera administrativa civil (que confundía lo que hoy se conoce como actividad jurisdiccional y administrativa), que suponía el empleo del funcionario, por regla general abogado, en la sacra scrinia (que era una especie de Ministerio de Asuntos Públicos, que ejercía funciones judiciales, de representación y de administración financiera), cuya jefatura la ostentaba el Magister Officiorum; y b) la conformación de una auténtica carrera militar  que formó verdaderos especialistas en el arte táctico (v.gr: Vegecio), siendo el jefe de dichos funcionarios el Magister Militum. 

Luego de la disolución de la forma política romana, motivada sólo en parte por la gran migración (völkerwanderung, cf. Toynbee), se manifestó el caos: el dominio del territorio se encontraba en manos de verdaderos señores de la guerra, que lo manejaban a su antojo y con lazos sociales particulares-de mando y obediencia tribales, no estatales-. Aún no se habían producido las circunstancias determinantes que culminarían por forzar a la postrera cristiandad a ponerse en pie de guerra para batirse, en los campos españoles, imperiales (Italia, Alemania y Francia), polacos, siríacos o balcánicos por su supervivencia y expansión. 

El Estado estamental medieval (o cristiano) fue el fruto de una sorprendente palingenesia, ya que los señores de la guerra bárbaros pasaron a ser emperadores, reyes y nobles cristianos. Renovatio Romani Imperii, fue la fórmula del tránsito entre la disolución, el interregno y el renacimiento de los siglos IX y X. A partir de la coronación de Carlomagno podemos iniciar la genealogía de lo que sería el nomos europeo medieval y, cómo serían, sus relaciones de ius gentium que derivarían, luego, en el surgimiento del Estado nacional, con la fractura de la cristiandad (1517, 1537) [5]. 

El problema del concepto de soberanía sí es estrictamente moderno y su existencia está ligada de modo indisoluble al Estado nacional como técnica de dominación política particular, propia del siglo XVI y que se extiende hasta la época de nuestra existencia. 

El origen del término refiere a una situación fáctica concreta: en el Estado estamental no existía una relación de mando-obediencia inmediata entre el Rey y sus vasallos, sino que ésta se veía intermediada por una serie de nobles-no debe perderse de vista el rol de las corporaciones sindicales, tampoco- que ejercían una suerte de autoridad política en las diferentes subdivisiones del reino (y del Imperio, en Europa central). No obstante, a partir del siglo XIV en Francia y del siglo XVI en toda la Europa Occidental, comenzó a vislumbrarse una dinámica social consistente en la vinculación política inmediata entre el Príncipe y el súbdito, a través de una relación que supone la obediencia del segundo y el compromiso del primero a la seguridad y defensa. He aquí el nudo gordiano del concepto de soberanía, y toda la dificultad que éste entraña: mientras que dicha relación supone para el ciudadano una sujeción a un orden político-jurídico (que en términos de propiedades deónticas lo obliga, v. Von Wright, Alchurrón y Bulygin) al portador de la soberanía, en su origen, no hay relación alguna que lo sujete a obligación alguna. Tal situación es puesta de manifiesto por Bodino (“Los Seis Libros de la República”, Libro I, Capítulo X), que se pregunta-luego de describir los atributos de la soberanía y dar su famosa definición- si la promesa vincula necesariamente al príncipe o, si tan solo, lo obliga bajo ciertas circunstancias [5]. 

La respuesta es afirmativa-en un plano ya de normalización y juridización de las relaciones sociales- por cuanto la promesa normatizada tiene una propiedad deóntica consistente en la obligación de hacer-en este caso, del portador de la soberanía, el Estado- [6]. No obstante, acontece una situación en la cual dicha obligación es susceptible de incumplimiento sin la consecuencia prevista-ya que la soberanía es un poder autónomo-. Dicha situación es el caso de extrema necesidad o estado de excepción. 

Lo hasta aquí descrito ha sido disputado. Así, para las corrientes positivistas el concepto de soberanía-al que se lo achaca de ser puramente metafísico- supone un problema de imposible solución, en virtud de que su acaecimiento no puede extraerse normativamente. En tal sentido, Krabbe y los neokantianos solucionaron el asunto señalando que, en rigor, el carácter de soberano lo tenía el derecho [7]. Luego, Kelsen se apoyará en dicha concepción para otorgar su clásica definición de Estado: “El Estado es la comunidad creada por un orden jurídico nacional” (v. Kelsen en su monumental tratado “Teoría General del Derecho y del Estado”, p. 215). Dado ello, las posiciones negatorias del concepto de soberanía necesariamente la igualarán al concepto de derecho en su faz constitucional, tan solo pudiendo manifestarse en una instancia constituyente originaria, luego de lo cual necesariamente se esfuma como un rastro espectral-y pasa a confundirse, de modo indisoluble, con el orden jurídico nacional-. 

La soberanía precede al derecho y, a su vez, le sirve de fundamento político determinante. Es por ello que el concepto de soberanía no es jurídico-ni puede ser juridizado- puesto que es lo determinante del Estado nacional, es su presupuesto político sin el cual éste no puede vislumbrar su nacimiento y subsistencia. 

Señalar esto supone rechazar las teorías juridicistas sobre el Estado nacional, según las cuales el Estado es consustancial al derecho y, por consiguiente, el Estado no es más que el derecho. 

El Estado nacional es una forma política que descansa en la soberanía, la cual es adormecida luego de su nacimiento y normalización por el derecho público (constitucional, administrativo, penal, militar, financiero), pero que siempre permanece latente, dado que es el alma sin la cual el Estado nacional-que reafirma su unidad en tal idea a pesar de la separación funcional impuesta por el derecho público- no puede exteriorizar voluntad de subsistencia en la situación de extrema necesidad. 

El caso de extrema necesidad (o excepción) en tanto hipótesis fáctica no es una referencia jurídica al estado de sitio (art. 23 CN de la República Argentina) o al mal llamado estado de excepción (art. 116 de la Constitución española). Es una circunstancia política que amenaza la existencia misma del Estado nacional y su continuidad como tal. Asimismo, contiene una circularidad-con todo lo que ello implica-, dado que es excepcional la situación porque así lo decidió el soberano, lo que se verifica en el hecho de que éste mandó y, a continuación, la comunidad política obedeció. La determinación del caso de extrema necesidad es la primera decisión del soberano, la cual reviste un carácter estrictamente arbitrario-y no discrecional-, por cuanto no fue definida la extensión máxima de la permisión por una norma jurídica. 

Como se pudo vislumbrar el concepto de soberanía es harto complejo y, a su vez, problemático. Asusta por cuanto supone una situación en la cual existe arbitrariedad sólo justificada en el hecho del peligro existencial de la comunidad política. Por otro lado, resulta repulsivo-e incluso contraintuitivo- a los abogados-de todas las corrientes ideológicas- la existencia de un poder supremo de mando originario y autónomo-esto es: no sujeto al derecho-. Lo supongo porque en tanto jurista, me resulta una circunstancia irresoluble jurídicamente: es donde el derecho no puede penetrar porque lo precede en su totalidad. Es el reino de la decisión, del mando y la obediencia en términos estrictamente políticos. Es por ello, un concepto límite: en la soberanía se resuelve el asunto político definitorio. 

Luego, debe dejarse sentado que la soberanía supone un problema también de legitimidad. No obstante, ello se resuelve en la decisión misma: la soberanía será popular si la decisión se da en el ámbito de una asamblea del pueblo (Francia, 1792-1795; Alemania, 1919). Luego, será dinástica si la situación la decide el Rey (el Káiser prusiano en la disputa presupuestaria de 1866). Por último, será unipersonal si la situación es decidida por un caudillo popular (Cromwell, Rosas, Franco). 

A modo de colofón, soy de los que entienden que las soberanías estatales han sido suspendidas-o neutralizadas- por la plena vigencia del art. 2° de la Carta de la ONU, que supone una restricción insondable al carácter autónomo de la soberanía

impiden la decisión sobre el ejercicio del derecho primigenio de los estados, el ius ad bellum, so pena de la aplicación de una operación de imposición de la paz.

En tal sentido, los estados han quedado neutralizados de forma irresoluble. La decisión sobre el caso de extrema necesidad-que no es necesariamente una decisión sobre la paz o la guerra, vale decir- siempre estará sujeta a un control ex post por un ente de naturaleza internacional, que la valorará y resolverá sobre ella.



Buenos Aires, 20 de abril de 2025, en domingo de Pascua de Resurrección.


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Notas

[1] Los otros dos son paz y guerra. Ello así, puesto que la actividad política y, por ende, estatal siempre se desarrollará en alguna de esas situaciones. A su vez, la segunda nota distintiva del Estado nacional-luego de su carácter soberano- es su ius ad bellum-suspendido por el art. 2° de la Carta de la ONU- que permite diferenciar con precisión ambas situaciones políticas. 

[2] Forsthoff, “El Estado total”-en paráfrasis clara al general mariscal de campo Ludendorff-. El concepto, según se sabe, es fruto de la interacción alumno-maestro. Al lector: ¡no se refiere al totalitarismo! 

Schmitt, “Teología Política”, Cap. I y II; “La dictadura”, Cap. IV y V. 

Debo aclarar que el concepto de soberanía aquí esbozado es estrictamente metafísico-en tanto definitorio del ser del Estado-. No pierdo de vista la indeterminación del concepto y que la condición de su existencia se asemeja a un acto mágico, bien por milagroso, bien por fortuito. 

[3] De la cual fue heredero Constantino I, junto a su valeroso nieto. Juliano “el griego” fue una figura paradigmática, el que cumplió con la vieja tradición académica-platoniana- de ser filósofo y también soldado. Murió, como único emperador de Roma, en combate contra los persas sasánidas a los 31 años. Cuentan que no rehuía el combate (Goldsworthy), sino que gustaba de estar frente a la tropa, como así también dedicaba el tiempo de ocio a la escritura. 

[4] Hagamos notar que en España y Francia aún no habían llegado los godos-tampoco a Adrianópolis, siquiera-, que los anglos y los sajones aún pululaban por lo que hoy es el este de Alemania al igual que los lombardos y los francos. También existían numerosos traslados de población dentro del Imperio, como el ejemplo del mercader siríaco que viajó a la Britania y concretó matrimonio con una lugareña. En suma, no existía conciencia de comunidad política nacional, sino que se mantenía una pertenencia tribal y una sujeción a la dignidad del dominador: Roma. 

[5] Nótese que el problema de la legitimidad surge recién con el acaecimiento del cisma protestante, puesto que antes la legitimidad era un asunto enlazado con la potestas eclesiástica. 

[6] Al contrario de mi razonamiento, Bodino dirá que la promesa obliga al príncipe-al cual identifica con el soberano- en virtud de que ésta tiene fuerza obligatoria en el derecho natural. 

[7] Los máximos exponentes de dicha corriente son Stammler y Radbruch. Debe notarse que en materia de axiología de la justicia el último abandonó el estricto positivismo, siendo famosa su fórmula: el derecho manifiestamente injusto no es derecho y, por lo tanto, no obliga (en particular, v. el opúsculo titulado “Arbitrariedad legal y derecho supralegal”).

 

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