EL ARQUETIPO DE "CIVILIZACIÓN O BARBARIE"

Ilustración: "El Matadero", por el Maestro Enrique Breccia.

El Arquetipo de “Civilización o barbarie”:

Los monstruos de la periferia urbana


Pero hay algo más, todavía, que revela (...),

el espíritu de la fuerza pastora, árabe, tártara,

 que va a destruir las ciudades


D. F. Sarmiento

Facundo.


Autor: Leandro Ocón (@oconalf)


La literatura argentina surge alrededor a una metáfora mayor: la violación”, dice David Viñas en Sarmiento a Cortázar de 1971. Porque, ¿qué caracteriza al Matadero de Echeverría o al Amalia de Mármol, sino es la fuerza violatoria de un exterior difuso sobre la integridad de unos cuerpos transparentes, casi etéreos? Se podría caracterizar así todo un itinerario de la literatura argentina que elabora el mismo pavor, el mismo arquetípico terror a la masa exterior que ha llegado hasta las lindes de lo que se identifica como propio o más querido. Y en cada uno de los cortes sincrónicos que podríamos hacer, hay un número de constantes: el interior de la casa como lo seguro, el hombre “liberal” en riesgo, etc. 


El miedo al exterior adquiere rigor y se elabora por medio de supuestos sociológicos incorporados de las ciencias en boga en Europa acerca de los efectos de los medios naturales. La configuración del suelo determina el surgimiento de un cierto tipo posible de costumbres y “caracteres”. La tierra determina el desarrollo de un tipo humano que Sarmiento resume en las poblaciones rurales de las campañas pastoras. Lo que hoy llamaríamos el interior, claro.




Esos “caracteres” vienen al mundo carentes de costumbres civilizadas, de religión y de moral. Pero aún hay más, porque esa sociedad “bárbara” tiene un destino fijado que ha cumplido numerosas veces en la historia: acabar con las ciudades y con el estilo de vida asociada a ellas. Este riesgo de muerte, este miedo a la desaparición total de lo que se siente como propio, se ha elaborado, entonces, cómo tesis. Una tesis histórica, como la invasión de los bárbaros a Roma o los Xiongnu en China; una pesadilla que se torna realidad, cuando eventualmente toman el poder o saquean la ciudad, y sus costumbres se hacen norma. 


De este panorama sombrío de terror emerge del texto una pregunta por donde ingresa a él el sentido de su presente y hasta de su misión histórica. Esa construcción de un “otro” que habita los lindes de los espacios urbanos que habitamos y que amenaza nuestra existencia.  Por un lado, una existencia basada en una serie de supuestos en línea con la mirada civilizatoria europea acerca de la educación, la política, la cultura y las instituciones que la generación de Sarmiento hizo propias. Y, por otra parte, demuestra la faceta voluntarista de quienes se constituyen en élites urbanas con una misión particular: civilizar la periferia (lo que hoy es el campo o el interior). Entonces surge la necesidad de modificar el medio a través de la fuerza de la voluntad y de la maquinaria política de un Estado en creciente afianzamiento (y que nunca acaba por constituirse en el rector de esa periferia). 


Leonardo Grosso, diputado por provincia de Buenos Aires, Frente de Todos, adalid del proyecto por la ley de humedales y de todo proyecto ambientalista. Concurrente del COP 26, en Glasgow.

Dicha misión civilizatoria, impulsada por una élite influida ideológicamente por la matriz intelectual europea, describe no solamente el pasado, sino el presente. Y aquel miedo que ha sido el sustento político, ideológico y cultural a lo largo del tiempo encuentra nuevas formas discursivas para sostener esa misión. Es importante señalar que, el miedo, no surge de la irracionalidad; los malones, los saqueos, la puja territorial por determinados grupos eran y siguen siendo reales. Lo que nos importa, es la construcción de un relato que busca la justificación de una serie de medidas políticas. Ese relato es construido a través de múltiples espacios culturales que van desarrollando un imaginario que luego es introducido a la hora accionar políticamente. 


Este tópico nos remite a otros antecedentes en la cultura. El origen del concepto de bárbaro, como aquella designación romana dada a la diferencia lingüística del otro, que eventualmente tomó la forma de “no-cristiano”.


Es de notar, de paso, que arquetípicamente en ese momento inicial ya se cruzan las dos tendencia que, como vimos, caracterizarán a los “bárbaros” del presente de las campañas pastoras: sus precursores produjeron la caída del imperio romano de occidente, tal como sus semejantes del siglo XIX lo han hecho con Buenos Aires, por un lado; pero también hay esos Atila el Huno o Genghis Khan que fueron figurados en su registro histórico como la epítome, no solo del despotismo, sino también de la brutalidad y la ignorancia.


Ilustración: "El Matadero", por el Maestro Enrique Breccia.

Claro que estas constantes instrumentan políticas distintas en cada uno de los momentos históricos, y aun en nuestra contemporaneidad existen agendas que apelan a ese canon del miedo, como veremos luego. Pero ahora podríamos resumir lo que caracteriza a esa región oscura y riesgosa del interior “rural”: en cierto modo, lo monstruoso. 


En la actualidad, en el cine o la literatura, existen similares construcciones acerca de lo ajeno, lo rural y lo apartado. El cine de terror norteamericano responde a un mismo patrón de fobias que pesan sobre ciertos espacios vinculados a la ruralidad. Pensemos, por ejemplo, en Chainsaw Massacre, House of 1000 Corpses, la serie de las Wrong Turn. Es muy ostensible la explotación de un mismo arquetipo de terror que abandona toda dialéctica para violentarse en antinomia. Jóvenes adolescentes, familias blancas y liberales con costumbres tan modernas e higiénicas como el ocio y el esparcimiento, chocan en un medio rural –asociado a esa idea oscura del interior apartado– con espacios donde aún no han claudicado la brujería, el canibalismo, la incestuosidad, ante un paradigma racionalista-universalista. Del otro lado también hay sujetos, pero son imprecisos, pocas veces se los ve en presencia y sólo para producir un shock de terror ante la imagen de lo inasimilable. Son esos vecinos sedientos de sangre, silenciosos, cuya actividad exclusiva es la destrucción esteril. Pareciera no haber punto posible de transacción, ni siquiera una arena parcialmente compartida en que se pueda resolver lo que corresponde a cada uno. Donde chocan dos mundos opuestos, la tensión se resuelve siempre por anulación de uno de los dos. Pero la violencia es unilateral: la ejerce el oscurantismo, el misterio, el arcaísmo, la noche de la razón sobre la ecuánime secularidad de la familia moderna. 


Por cierto, “Juego de Tronos” de George R.R. Martin o “El Señor de los Anillos” de J.R. Tolkien también hacen representaciones similares, la dimensión geográfica tiene un papel importante para explicar el advenimiento de la periferia hacia los centros “civilizados”. Acompañada, de una idea de una periferia idílica siendo violada por las fuerzas de orcos o dothrakis. También, grandes escritoras argentinas contemporáneas, por ejemplo, Samantha Schwlebin con “Distancia de Rescate” o Mariana Enríquez con “Nuestra Parte de Noche” también han logrado un notable éxito explotando este arquetipo.  


En cualquiera de los dos casos estamos ante el inmemorial miedo de la gente de la ciudad a la gente de campo. Miedo que aún subsiste hoy y acá por múltiples entramados discursivos. Si no, ¿por qué hemos titulado este texto “El arquetipo de Civilización o Barbarie”? Quiero probar que en la actualidad nacional existen sectores que vuelven a explotar ese mismo miedo bajo los mismos supuestos mencionados en el ámbito cultural, sólo que atravesados por concepciones distintas de lo civilizado y lo bárbaro. Y esto no es difícil de ver. Considero que hay pervivencias en la mirada hacia todo lo que hoy está vinculado a lo rural que se remontan a aquellos primeros exponentes teóricos o artísticos y que hoy regresan bajo consignas supuestamente “ecologistas” o “naturistas”.


La fobia hacia todo un actual estado de cosas que ocurre en la zona extraña y pretendidamente oscura de la producción rural reproduce los mismos estereotipos del cánon que he revisado. Pero ya debería haber quedado en claro que el terror a la barbarie no es meramente una casualidad superestructural. Al igual que en nuestra literatura nacional, el miedo tiene un cuerpo doctrinario, una agenda civilizatoria que lo justifica, que le da fundamentos, que lo racionaliza.




Si Sarmiento importó en su momento una mirada política acerca de cómo se debía civilizar esa franja de otredad que era la campaña y el interior, actualmente hay sectores políticos que han “comprado” una agenda que también incorpora sus propios prejuicios y criterios sobre lo que debe ser la civilización de nuestro campo en la actualidad. Y esa agenda se recubre de visajes ecologistas al mismo tiempo que reitera el pavor hacia la ruralidad. En esto último, Sarmiento y ecologistas van de la mano, así como del liberalismo nació el neoliberalismo.




La idea de civilización que se esgrime en la actualidad es también europea, y es producto de una importación apresurada. El “ambientalismo” apasionado de los sectores que pueden haberlo incorporado sin demasiada consciencia es inescindible política-económicamente del abandono de la producción de alimentos tal como se práctica en la actualidad y que sostiene las finanzas nacionales. Pero la encarnación de esa agenda ya no precisa de actores liberales del tipo de Sarmiento o Alberdi, sino sectores neoliberales encarnados en militantes veganos u ecologistas que atentan contra fuentes de riquezas que, paradójicamente influyen en su propio bienestar. La amenaza no es meramente a la ciudad, es al estilo de vida de la burguesía posindustrial. 


Lo importante es percibir que la agenda ambientalista es una nueva forma de “civilizar” nuestro espacio rural, expurgándolo de su supuesta atonía moral y su salvajismo. Y esa nueva propuesta civilizadora ecologista, tan eurocéntrica como la anterior, vuelve a colocar al hombre de campo en el polo de lo pavoroso: la producción cárnica o la biotecnología son procedimientos salvajes que contaminan nuestro planeta, que reproducen la crueldad. Mientras se lleva adelante la agenda, lo único que ha cambiado son las connotaciones de esa ruralidad temida: los valores cristianos preponderantes en los espacios rurales y el interior son desdeñados por arcaicos. Esto es lo que hay que develar en el ambientalismo: su cualidad de proyecto modernizador (y esto no es una cualidad moral), su calidad de agenda importada. 


Influencers Ambientalistas.


Y todo el repertorio viene acompañado de la explotación de este arquetípico terror al hombre de campo, como dijimos. Porque ¿no es acaso el denunciado salvajismo del campo, esa crueldad que aparentemente se “descubre” en la producción de alimentos, el mismo horror, bajo otras formas, que suscitan los federales del Matadero?


¿Esa oscuridad del establecimiento del matadero donde muerte y vida echan una baraja y todo parece posible –como una casa embrujada de un thriller prototípico–, no es la que se “sospecha” en lo siniestro de lo desconocido de la producción de alimentos, de lo biotecnológico? El miedo a esas extrañas maquinarias que produce la biotecnología, no es sino la típica inquietud por lo que se esconde, escabulle, nos aguarda en la oscuridad, y amenaza a ese “nosotros” moderno, vegano, mamá y papá gatunos.




Ahora comemos sus venenos, dicen los ambientalistas, nos matan día a día y matan al mundo que pisamos. Deben ser inconscientes estos hombres brutales del campo. Deben ser arcaicos e irracionales. De veras parecen incomprensibles. Pero estos conceptos son meros arquetipos acerca de la ruralidad, como ya parecerá claro; meros prejuicios que explota, bajo consignas afables, “conscientes”, la agenda civilizadora ambientalista. Ese miedo explorado ya no en la literatura sino en las consignas de organizaciones como Voicot que llenan de carteles las calles porteñas buscando generar impacto a partir de imágenes y slogans que apelan a la idea de crueldad, contribuyendo al imaginario del monstruo de la periferia urbana.




Gobernar es poblar” fue la consigna de toda la generación del 37’ que halla su pase a la acción después de 1862. La cuestión étnica-identitaria tuvo su lugar en el siglo XIX, y gran parte de la construcción de los espacios periféricos estuvo asociada a la idea de poblar el “desierto”, es decir un espacio “vacío”, con mano de obra que se deseaba proporcionada por naciones de razas que por entonces se suponían más “adecuadas” a la civilización y a la industria (sustantivo que en el siglo XIX equivalía al más general de trabajo), sin mácula de holgazán “peninsular”, ni de barbarie indígena. 


Este programa de origen europeo se puede rastrear en cada una de las naciones en construcción durante ese siglo, y daba origen a un imaginario estético como el ya descrito. Hoy en día, esa idea es un espacio ocupado por una barbarie mestiza de indígenas y de criollos católicos, la cual debe ser sometida a la nueva política civilizatoria decrecionista.




Esta agenda encuentra aliados muy peculiares, promoviendo el indigenismo como una maniobra de retorno a la naturaleza. Ese mismo indigenismo que, por ejemplo en Estados Unidos, es dueña de grandes hoteles y casinos. 


Sí, allá en los campos todo parece posible para esta mirada, como en un thriller, como en la distancia mitologizante de la Pampa sarmientina. Y como el Estado protector y paternalista se confiesa impotente en su función salvadora, lo que se vislumbra más allá por esos campos “sojeros”, “transgénicos”, no es más que un vacío que promete acabar con todos. Ahora recupero esa idea que introduje antes, lo monstruoso.


Porque son esos monstruos de 1845, donde el Estado no llega, los que continúan por dar lugar a la imaginación hoy cargada de una tintura decrecionista.


Porque en el monstruo no surge la humanidad, más bien espera la violencia de algo a lo que no se quiere ver a la cara. Hasta ahí, digo, da para discutir, ¿pero vamos a ser tan ilusos como para creer que detrás de estos prejuicios coloreados de ecologismo no hay intereses operando, silenciosos, sutilmente?



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