TERRITORIOS RURALES

 LOS TERRITORIOS RURALES:
DE ESPACIOS DE PRODUCCIÓN A ESPACIOS DE CONSUMO


Autor: Marcelo Posada (@mgposada)


¿Cuán aislado está un habitante rural que por las noches se transforma en un cibernauta de Internet?

El medio rural se ha convertido a lo largo de los últimos quince o veinte años en un tópico de reflexión. A veces impulsada por una preocupación conservacionista, otras veces montada sobre un proceso revalorativo (el rescate por los urbanitas de los valores que perciben —o creen hacerlo— en el campo y sus habitantes).

Este centro de la escena que ocupa el medio rural se observa en espacios institucionalizados pero también en otros ámbitos «alternativos». Los cambios en la Política Agraria Comunitaria de la hoy Unión Europea, ocurridos a finales del siglo pasado, implicaron un giro desde un tinte netamente productivista hacia otro en el que priva un enfoque holístico del medio natural que sustenta la producción agropecuaria, reorientando su intervención hacia planes de desarrollo rural integral. Por su parte, su centralidad «alternativa» puede observarse en la configuración de ciertos movimientos cuasi-neorrománticos que pululan en distintos países europeos y en los Estados Unidos, postulando «una vuelta al campo». Incluso, llegaron ecos de ese deseo/propuesta a la política argentina reciente.

El ámbito rural deja de ser considerado unánimemente como el espacio que sustenta la producción de alimentos, tal como se lo veía hasta no hace mucho tiempo. Hoy se lo concibe (y percibe) como un ámbito de múltiples actividades, entre las cuales la producción alimenticia en su primera fase es sólo una más, quizás aún la más importante, pero no ya la única. De hecho, esta circunstancia alcanzó tal magnitud que se ha constituido una nueva noción sociológica en el abordaje de los procesos sociales agrarios: la agricultura a tiempo parcial. La pluriactividad conlleva, las más de las veces, al pluriempleo, y esto no puede desconocerse al momento del análisis de la acción social de los sujetos habitantes del medio rural. Y aún más, no debe dejarse de lado esto cuando se realiza el enfoque desde lo espacial: si el espacio es construido por el hombre, la nueva dinámica que éste desenvuelve al ejercer distintas actividades simultáneamente trastoca la organización espacial que se indague.

La magnitud de este cambio de concepción y de percepción del medio rural se ejemplifica bien si se compara el tiempo transcurrido para su consolidación, las dos décadas mencionadas al principio, contra la larga tradición que cimentó la concepción del campo como proveedor de alimentos a la ciudad. Esta noción encontraba a un ámbito agrario aislado, ensimismado, tradicionalista, que sólo se contactaba con el “exterior” (la ciudad) para vender su producción de alimentos. Únicamente las áreas rurales más próximas a los centros urbanos tenían contactos más asiduos con éstos, no sólo para venderles lo producido allí.

Sobre esta idea de medio rural aislado y agrícola pivotean una buena cantidad de análisis, y entre ellos, varios desarrollos conceptuales que fueron (y en algunos casos aún lo son) claves para el progreso del conocimiento rural desde las ciencias sociales. Tönnies, Durkheim, Sorokin-Zimmerman, con diferencias entre sí, son algunos de los clásicos autores que asentaron las bases de esta tradición en el enfoque del medio rural.

A medida que la ciudad crecía física, demográfica y económicamente, su influencia cultural se acrecentaba también. Su reclamo sobre el campo (alimentos y mano de obra) aumentaba paralelamente a aquel crecimiento. De tal manera, el mundo rural veía disminuir su autonomía decisional, sentía el enflaquecimiento de su espesura societal y, en definitiva, observaba cómo era cooptado por la ciudad. Lentamente, los valores ciudadanos (coincidentes, claro está, con los capitalistas) se sobreponen a buena parte de los valores rurales. Un ejemplo: la noción de «comunidad», con sus colaterales de conocimiento interpersonal y de arraigo en el lugar, deja espacio a la valorización de la «sociedad» (o «asociación», en términos de Tönnies), en la cual el conocimiento se despersonaliza y se pierde la sujeción atávica al terruño.

El proceso de urbanización, entonces, significaba la desruralización de la sociedad. Ahora habría habitantes que por diferentes motivos se asientan en espacios «poco densos», que se dedican a la producción agropecuaria, pero que, en esencia, no se diferencian en gran medida de los urbanitas. El espectacular avance en la expansión de los medios de difusión/comunicación terminó por romper el precepto del aislamiento rural: ¿cuán aislado está un habitante rural que por las noches se transforma en un cibernauta de Internet?, ¿cuánto lo está aquel que conoce al momento los hechos políticos, sociales o deportivos a través de la TV por cable que baja las señales noticiosas?

Si, como decíamos, el aislamiento parece superado, qué pasa con el otro pilar de lo rural: su papel de espacio productor de alimentos o materias primas agropecuarias. Este es, quizás, el pilar más fuerte de la tradicional concepción respecto al medio rural. Aún en su versión más modernizada, se considera al campo sólo como productor («industrializado», si se quiere) de alimentos o de materia prima para éstos. A su vez, como esa demanda urbana de alimentos crecía más deprisa que el ritmo de producción, se impulsaron una serie de cambios técnicos que posibilitaron un incremento notable en la productividad agrícola (la mecanización fue el primero, pero las tecnologías químicas y biológicas fueron las que dieron el impulso necesario para producir acorde a la demanda y, en muchos casos, superarla). El resultado de esto fue un elevado volumen de producción obtenido gracias a la productividad de los recursos implicados: suelo y capital.

El tercero en discordia, el trabajo, fue el que debió ser sacrificado para alcanzar esos resultados. Sin embargo, esto no fue visto como un gran problema, porque coincidía con la demanda urbano-industrial de mano de obra: el trabajo redundante en un lado era trabajo demandado en otro. El equilibrio parecía saldado, y no se cuentan muchos documentos contemporáneos de aquel proceso que acrediten preocupación por ese problema de la emigración del campo a la ciudad.

¿Quién planteaba como problema en los años ’40 o ’50 que los pobladores rurales argentinos abandonen el campo y se instalen en el litoral desde Rosario hasta La Plata? ¿Quién señaló como peligroso que los campesinos españoles, italianos, franceses o alemanes abandonen sus terruños, ahora mecanizados, y se ocupen en actividades urbanas en plena Europa de la reconstrucción? La respuesta es la misma para ambas cuestiones: casi nadie.

Después sí, cuando la capacidad de absorción urbano-industrial se saturó, cuando la dinámica expansiva de la industria alcanzó un techo de productividad en base al patrón tecnológico vigente o cuando entró en crisis (como en Europa y en América Latina, respectivamente), cuando la población redundante no estaba asentada en el campo sino en las afueras de las grandes ciudades, cuando los urbanitas (muchos de ellos ex rurales) encontraban molesta la presión poblacional de «los recién llegados», entonces sí se levantan las voces (y se multiplican los escritos) en referencia al problema de la emigración rural.


El poblador rural debe contar con los medios adecuados para mantener una vida digna en el lugar en que nació, pareció ser el núcleo del nuevo discurso. Si se mejoraran las condiciones de vida esa población no se vería obligada a emigrar, con lo cual (y esto no estaba tan verbalizado en el discurso) la miseria urbana descendería notablemente. El paso siguiente fue el accionar: del discurso se pasa a los planes de desarrollo rural, de fomento agrario, de desarrollo local, etc. En muchos lugares esos planes no pasaron de meros esfuerzos voluntaristas o de rebuscadas formulaciones teóricas; en otras partes, aquellos planes sí se plasmaron en acciones concretas y con impactos más o menos significativos en la población y el espacio rural (el auge del desarrollo endógeno europeo en los ’80 es un claro ejemplo de ello).

Paralelamente a estos procesos, el desenvolvimiento de la vida urbana generó en una gran parte de sus habitantes una sensación de agobio, de asfixia, de desnaturalización del medio y de la vida en sí misma. Los urbanitas de generaciones de urbanitas empezaron a sentirse encerrados en su “espacio natural”; simultáneamente, los urbanitas de generaciones de rurales mantenían fresca la memoria colectiva de su “espacio natural”. El deseo de unos y la añoranza de otros no tardó en confluir en un movimiento ideológico-cultural de revalorización de lo rural. Los primeros, buscando una Arcadia mítica; los segundos, procurando rescatar su Arcadia perdida.

En poco tiempo la sociedad en su conjunto hizo suyos aquellos planes y esta ideología cultural. El campo comenzó a ser re-visitado conceptualmente, se lo revalorizó; se lo presentó como un repositorio de valores que la sociedad industrial olvidó o destruyó. Lo natural, lo auténtico, lo puro o lo personal serían algunos de los factores que sólo podrían hallarse en el medio rural.

Lo interesante de esta revalorización reside en que parece que solamente prendió entre los urbanitas: distintas encuestas señalan que más del 65% (en promedio) de la población de grandes ciudades europeas y del Canadá aspiraría a vivir en pequeños poblados rurales, mientras que en ambos espacios territoriales, arriba del 90% de la población rural busca salir del campo para instalarse en grandes y medianas ciudades.

Entonces, la reivindicación de lo rural se parece mucho a una construcción ideológica de éste por los habitantes urbanos; y como el medio rural sigue su curso, pero moldeado por el ritmo social, económico, político y cultural marcado por el espacio hegemónico (el urbano), nos hallamos ante una construcción social de la ruralidad realizada por la ciudad.

Con esto no le estamos quitando «personalidad» al medio rural. Sólo queremos significar que el «ritmo» del desenvolvimiento de este espacio está marcado por el «paso» que sigue el desarrollo urbano. A su vez, como el poder de penetración de los medios comunicacionales (de cuño urbano) es cada vez mayor, y con él también lo es su incidencia social, los valores urbanos se difunden acabadamente por el espacio rural, generando una confluencia valorativa en la cual predominan fuertemente aquellos valores.

De este modo, entonces, asistimos a dos procesos superpuestos e interrelacionados: la implementación de planes de desarrollo rural y el rescate de valores «tradicionales» del medio rural. Ambos procesos tienen en común su origen, el espacio urbano; el primero, por una cuestión físico-socioeconómica, el segundo, basado en motivos psicosociales.

¿Cuáles son los resultados de dichos procesos? En primer lugar, y como derivado de las propuestas de desarrollo rural, en la Unión Europea se destina al campo cierta cantidad de fondos para implementar distintas estrategias. La más apuntalada es, desde los años ’80, la basada en la detección, impulso y apoyo a los potenciales endógenos del desarrollo local rural. Tanto a nivel nacional como de la Unión, los planes son muy numerosos y variados, pero todos coincidentes en un punto: se persigue el desarrollo del sistema rural en su conjunto: ambiente, sociedad y economía, y no sólo de uno de esos componentes.

Esos planes hacen hincapié tanto en el progreso tecno-productivo (puesto que no es posible desconocer el peso relativo que aún mantiene la actividad agropecuaria sobre el sistema rural) como en el apuntalamiento de otras actividades (la pluriactividad ya mencionada), tal el caso de la descentralización industrial, de los emprendimientos artesanales, de los servicios para el consumo de ocio, etc. En otras palabras, se busca evitar los desequilibrios típicos de la etapa productivista de la Unión (cuando, por ejemplo, la necesidad de obtener alimentos se superponía —y obstaculizaba— a la necesidad de realizar un manejo sustentable de los recursos naturales). En otros ámbitos, como en Argentina, no se siguieron políticas de desarrollo rural basadas en las potencialidades endógenas del sistema, sino que se eligió implementar planes de rasgos netamente asistenciales (como el original Programa Social Agropecuario y sus continuaciones con diferentes nombres a lo largo de los años) o se confundió el progreso productivo con el desarrollo rural (como ocurre con el programa Cambio Rural, que en la práctica es un plan de mejora productiva, sin apuntar a un desarrollo del medio rural en su conjunto, más allá de su denominación).

En segundo término, como consecuencia del rescate de los valores rurales (o supuestamente rurales) por parte de los urbanitas, éstos comienzan a revisitar —literalmente— al medio rural. Si se quiere, el campo pasa a ser un objeto de consumo por parte de la ciudad (primero, como consumo ideológico-cultural, después, como consumo espacio-ocio).

Los habitantes urbanos comienzan a trasladarse hacia el campo, tanto temporal como permanentemente. El fenómeno de la segunda residencia, la vivienda permanente en el espacio periurbano propiedad de ex urbanitas, el disfrute vacacional en el espacio rural, las salidas de observación de la naturaleza (avistaje de aves, safaris fotográficos), las excursiones de corta duración de índole cultural-rural o histórico-rural, la práctica sistemática de deportes (nuevos unos, tradicionales otros) que requieren de territorios naturales, la organización de degustaciones culinarias en lugares tradicionales del medio rural, y un largo etcétera son expresiones de aquel consumo de lo rural.

Como se observa, muchas son actividades preexistentes a la actual revalorización de lo rural, otras sí son verdaderamente novedosas; todas tienen en común que el número de practicantes va en aumento. Este no es explosivo, no se trata de un boom aunque lo parezca, sino que los «usuarios» de lo rural son cada vez más numerosos, creciendo en forma moderada pero sostenida a lo largo de las tres últimas décadas.

La revalorización de lo rural por parte de los habitantes urbanos y la necesidad de implementar nuevas alternativas productivas no agropecuarias confluyen en delinear un escenario que impactará (y ya lo está haciendo) muy fuertemente en el patrón organizativo del espacio rural.

El conocimiento del porqué, cómo y dónde se producen esos cambios será de vital importancia para operar sobre los procesos, ya sea acompañándolos, brindándoles algún tipo de asistencia pre-competitiva, o redireccionándolos en pos de un desarrollo más armónico con el medio físico y social del ámbito rural.

Del mismo modo, impulsar una vuelta al campo (a una «nueva ruralidad» como mal lo llamó el presidente de la Nación) requiere de conocer de qué campo se está hablando: si de la idealización rural urbanita, o si del campo real argentino, socialmente fragmentado, fiscalmente esquilmado, ideológicamente denigrado desde el discurso partidario, y pésimamente dotado de infraestructura de servicios a la producción y a sus habitantes. Impulsar un regreso al estilo de vida rural desde la más alta jerarquía pública argentina, es mero relato vacío si no se contemplan esos aspectos de la realidad. Y constituye otra forma de consumo del mundo rural, esta vez como un consumo meramente narrativo.

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