CREONTE Y SU BANALIDAD

 

«La prudencia es con mucho la primera fuente de ventura. No se debe ser impío con los dioses. Las palabras insolentes y altaneras las pagan con grandes infortunios los espíritus orgullosos, que no aprenden a tener juicio sino cuando llegan las tardías horas de la vejez».

ANTÍGONA, Sófocles



Autor: Dr. Antonio Bermejo (@JuezBermejo)

Una de las tragedias griegas más conocidas y perfectas es Antígona, de Sófocles. En ella se cuenta la historia de una joven a la cual se le prohíbe sepultar a su hermano, Polinices, que se había rebelado contra el rey Creonte. Al no poder permitir que esto suceda, Antígona decide enterrar el cuerpo de su hermano, despertando así la ira del rey, que la condena a muerte desencadenando así toda la tragedia sobre el rey, que osó desconocer una ley moral o divina fundamental.

Una sociedad sana no está formada únicamente por individuos separados e independientes, sino que también la componen costumbres, normas de cortesía, creencias, un pasado en común y un futuro. No somos sólo nosotros, sino nuestros padres y ancestros y sus costumbres, ideas que nos han legado y que debemos legar por nuestra parte a nuestros descendientes. No son normas inventadas e impuestas por el Estado, sino que, de la misma forma que el lenguaje, son desarrolladas de forma autónoma por la sociedad (por esa razón el así llamado «lenguaje inclusivo», creado e impuesto por burócratas, es tan espantoso).

Para los antropólogos, el entierro de los difuntos es uno de los primeros indicios de inteligencia humana, el momento en que nos separamos de los animales.

Justamente, los ritos y liturgia que acompañan a una persona cuando va a morir y su posterior entierro son una de esas normas no escritas pero de las más sólidas que sostienen el entramado social. Para los antropólogos, el entierro de los difuntos es uno de los primeros indicios de inteligencia humana, el momento en que nos separamos de los animales. Acompañan a una persona a un viaje a lo desconocido, permiten celebrar su vida, despedirse, agradecerle y recordarlo. Forman la unión con el pasado, para tomar su legado que es necesario transmitir a nuestros hijos. Eso es lo que no entendió Creonte. Ni nuestros gobernantes.

Acompañan a una persona a un viaje a lo desconocido, permiten celebrar su vida, despedirse, agradecerle y recordarlo.

El martirio cruel que han hecho pasar a Solange y su padre no es más que un ejemplo particularmente espantoso de todo esto que estamos viviendo. A diario recibo historias de personas que no pueden visitar a sus seres queridos, o despedirlos como corresponde. Y se suma a los cientos de prohibiciones y protocolos que se han impuesto gratuitamente, destruyendo la vida como la conocimos, sin razón ni resultado, por el gobierno de burócratas.

Eso es lo que no entendió Creonte. Ni nuestros gobernantes.

«Lo que hicimos fue cumplir el protocolo». «Si hacés de la norma una excepción permanente, no hay norma posible». Son las respuestas que balbucearon los responsables del horror. Curiosas, en un país donde cualquier quebrantamiento a las normas más mínimas de decencia siempre encuentran una justificación. El burócrata vive de la norma despersonalizada, la disfruta. 

La posibilidad de dictar cientos de normas y protocolos para regular absolutamente cualquier actividad humana se ha convertido en un paraíso para burócratas e ingenieros sociales. Y encima han contado para ellos con la inestimable ayuda de vecinos temerosos y delatores y medios soplones, que incluso festejaron la creación de un número telefónico especial dedicado a delatar a aquellos que no cumplan con las páginas y páginas de normativa. 

Protocolos que deben ser obedecidos sin excepción, mas no discutidos, porque fueron dictados por el Comité de Infectólogos, seres de inteligencia alfa a los que no se puede replicar si uno no tiene una formación igual (y, si la tiene, es silenciado). El elitismo epistémico llevado a su máximo nivel. Curiosamente, el gobierno durante el Terror revolucionario en Francia era ejercido por el «Comité de Salud Pública».

Debajo de ellos, y de una manera mucho más burda, cada intendente de pueblo dicta sus propias normas, cierra rutas, instaura toques de queda, prohíbe, protocoliza, y aplica ciegamente, sin el menor atisbo de humanidad, las normativas que bajan del Comité. En uno de los libros más interesantes del siglo XX, la filósofa Hannah Arendt escribió sobre el criminal de guerra Adolf Eichmann, encargado de la logística de los campos de concentración. En ese libro, lo describía como una persona no particularmente antisemita, sino como un mero burócrata que, fría y eficientemente solo «cumplía los protocolos» con el solo objetivo de seguir ascendiendo en las jerarquías de la organización a la cual pertenecía. Más allá de si el retrato de Eichmann era veraz o no, es un libro magnífico para comprender como gente absolutamente normal pueden cometer horrores cuando están metidos en una institución malvada. «Lo que hicimos fue cumplir el protocolo» es su forma de justificarse. «No podemos hacer excepciones». Pero nunca preguntarse si ese protocolo es legal, es justo, es sensato.

No somos sólo nosotros, sino nuestros padres y ancestros y sus costumbres.

«No entiendo la angustia» es otra frase que los define claramente. El burócrata bienintencionado cree que te ayuda, que lo que hace es por tu bien, que te castiga para eso. No entiende que nuestras costumbres más arraigadas no se pueden eliminar sin más, para satisfacer sus experimentos de ingeniería social. Y la angustia proviene de eso, de la disrupción que nos generan. El ser humano no es un saco de células y la vida es más que una serie de procesos fisiológicos. No lo han entendido. O no les ha importado.

«Lo que hicimos fue cumplir el protocolo».

Miedo irracional, sobreactuación, banalidad, van a ser las palabras que van a definir este período. Esperemos que podamos legar a nuestros hijos una lección de humanidad para que este espanto no se repita jamás.


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