ALGO SE QUEBRÓ EN NICARAGUA



Autor: Santiago González (@gauchomalo140)


Nota original: http://gauchomalo.com.ar/pacto-quebrado-nicaragua/


Daniel Ortega, presidente, Rosario Murillo, vicepresidente,
marido y mujer.

El pacto suscripto hace 20 años entre los sandinistas y la élite local, con la bendición de la Iglesia, parece haberse agotado.

Las balas que fuerzas de choque del gobierno de Daniel Ortega dispararon en estos días contra manifestantes descontentos, y que dejaron casi 30 muertos, entre ellos un policía y un periodista, parecieron anunciar con su mortal estruendo el fin de un ciclo que se inició en julio de 1979 cuando el Frente Sandinista derrocó al dictador Anastasio Somoza Debayle y una junta revolucionaria se hizo cargo del poder alzando banderas similares a las de quienes protestaban en estos días. Estas cuatro décadas tuvieron al sandinismo como protagonista excluyente de la vida política nicaragüense, en el poder y fuera de él, y el hecho de que una corriente nacida bajo el signo del socialismo termine baleando una protesta popular dibuja en sí mismo el trágico arco de estos cuarenta años.

En realidad toda la historia de Nicaragua es una historia trágica, dominada por la persistente injerencia de los Estados Unidos en defensa de sus propios intereses comerciales o ideológicos, la corrupción endémica de las élites locales que sabían cuidarse las espaldas bailando al compás de los dictados de “la embajada”, y los frustrados intentos de algunos líderes nacionalistas y populares por quebrar esa asociación nefasta. Los más notorios fueron el “pequeño ejército loco” de Augusto César Sandino, asesinado por Anastasio Somoza García, un jefe de la Guardia Nacional que debía su puesto a los norteamericanos, y el Frente Sandinista que 35 años más tarde derrocaría a su hijo.[1]

El Frente Sandinista llegó al poder con la promesa de poner fin a la intromisión norteamericana y reformular la economía nicaragüense sobre bases socialistas. Fracasó en ambos propósitos, por su propia incompetencia, y por la obsesión de Ronald Reagan, que montó un extravagante mecanismo de canje de drogas por armas para pertrechar a los opositores al sandinismo. Los “contras” no dieron tregua al presidente Ortega y le obligaron a distraer recursos preciosos para sus planes de reordenar el país, si es que los tenía. Acorralado por las presiones internas y externas, y por la crisis económica y social (la estructura productiva del país estaba desquiciada y la pobreza había trepado al 50%),



Ortega llamó a elecciones en 1990. Las ganó una alianza encabezada por Violeta Chamorro, respetada viuda de un periodista liberal asesinado por  los Somoza. Antes de entregar el poder, Ortega organizó lo que en Nicaragua se conoce como “la piñata”, consistente en ceder bienes fiscales a los milicianos sandinistas a cambio de su desmovilización, de la cual aprovecharon algunos que nada tenían de milicianos, y que muchos antisandinistas toleraron como mal menor. En ese contexto, doña Violeta trató de ordenar la vida social, política y económica de Nicaragua sobre bases liberales; el suyo fue quizás el gobierno mejor intencionado y más decente desde la caída de Somoza, pero no tuvo el apoyo de la élite, sólo preocupada por sus intereses, ni obviamente del sandinismo. Cuando concluyó su mandato seis años después la pobreza había trepado al 80 por ciento.

Pero el sandinismo no pudo capitalizar electoralmente el descontento resultante, y otro liberal, Arnoldo Alemán, resultó electo para sucederla. Alemán fue un fiel representante de la corrupta élite nicaragüense, y bajo su gobierno los escándalos por colusión entre el sector privado y el público se sucedieron uno tras otro. Alemán no tuvo entonces mejor idea que buscar apoyo en el sandinismo, y en enero de 1999 suscribió un ominoso pacto con Daniel Ortega que en los hechos representaba una repartija del poder estatal y una participación en los negocios. El entendimiento contó con la bendición de la iglesia católica, lo que permitió que fuera asimilado por la opinión pública.




El establisment había logrado por fin ajustar todos los cabos a su favor. Y Ortega tuvo que olvidarse de su pasado revolucionario y socialista y convertirse por necesidad en una pieza del sistema como administrador del poder que le confería la bandera rojinegra del sandinismo. Aunque perdió las elecciones del 2001 a manos del liberal Enrique Bolaños Geyer, dedicó los años siguientes a hacer más digerible su perfil para el votante medio: abandonó la vieja iconografía sandinista y la cambió por colores, sonidos y consignas de tono pacifista, conciliador, y por momentos religioso. Mucho lo ayudó en ese cambio su compañera Rosario Murillo, antigua militante sandinista como él y sedienta de poder también como él.

Esta transformación le costó a Ortega la pérdida de los milicianos y militantes que veinte años antes lo habían acompañado en su entrada triunfal a Managua (incluso su hermano Humberto, otrora el más alto jefe militar sandinista, optó por dedicarse a la actividad empresaria). Pero ganó nuevos amigos, algunos impensados como Jaime Morales Carazo, un ex banquero y estratega político de la “contra”, a quien Ortega le había robado la casa que todavía ocupa con Murillo en Managua. Como testimonio del nuevo entendimiento entre Ortega y el establishment, Morales Carazo lo acompañó como vicepresidente en las elecciones del 2006, que Ortega ganó con el 38 por ciento de los votos, cifra relativamente pobre que los analistas explicaron por la división del partido liberal y también por la deserción de muchos sandinistas desengañados. Una de sus primeras medidas fue promulgar un código penal elaborado por su predecesor, que penaliza todo tipo de aborto incluso cuando se practica para salvar la vida de la madre: tributo al patrocinio eclesiástico.



Ortega ha venido gobernando ininterrumpidamente desde entonces: fue reelecto en el 2011 con el 62% de los votos, y otra vez en el 2017 con el 72,5%, esta vez acompañado por Rosario Murillo, convertida a la vez para su deleite en vicepresidente y primera dama. Sus sucesivos mandatos se han caracterizado por poner el aparato del estado al servicio de la “comunidad de negocios” nicaragüense y de la camarilla “sandinista” que lo rodea. El elevado apoyo que reflejan las votaciones, más que hablar del amor que el pueblo le profesa,[2] sugiere que la élite nicaragüense estaba cómoda con el arreglo alcanzado con Ortega, y no sintió la necesidad  de alentar una verdadera oposición. Este arreglo establishment-sandinismo-iglesia es el que los episodios de días pasados han puesto en cuestión; revelaron asimismo que en la sociedad nicaragüense hay tensiones acumuladas mucho más fuertes que las que puede suscitar un aumento más que moderado en las contribuciones personales y patronales al sistema previsional. Los votantes de Ortega salieron a las calles de las principales ciudades a rechazarlas con inusitado vigor, y las cámaras empresariales que han sido sus aliadas desde hace once años le retiraron el apoyo. Mientras Rosario Murillo insultaba a los manifestantes, Ortega se dio cuenta de que algo se había quebrado en Nicaragua y optó por retirar su proyecto. Lo hizo después de que los descontentos derribaran una estatua de Hugo Chávez, que es como si hubieran derribado la suya propia, si la tuviera.

–Santiago González

Notas relacionadas“Palabras mágicas
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[1]A estas calamidades humanas se han sumado, para desgracia de la nación y sus habitantes, las calamidades naturales: un terremoto destruyó media Managua y mató a 1.500 personas en 1931, y otro sismo igualmente poderoso tiró abajo en 1972 casi todo lo que quedaba en pie o había sido mal reparado, destruyó el centro de la ciudad y causó unos 20.000 muertos; en 1998, el huracán Mitch, uno de los más poderosos de todos los tiempos, hizo añicos la infraestructura de gran parte del país. [↩]
[2] El desencanto de los nicaragüenses que originalmente acompañaron la revolución sandinista está elocuentemente (y bellamente) expuesto en el documental “Palabras mágicas” de Mercedes Moncada. [↩]

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