LA REVOLUCIÓN

Nuestro mundo cambia drásticamente, pero las élites nos aconsejan sujetarnos a unas instituciones concebidas en el siglo XVIII


Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

A mediados del siglo XX, Louis Pauwels se sorprendía por la tenacidad con que las ideas del siglo XIX se resistían a morir. Aunque no lo parezca, también el mundo de la ciencia y el pensamiento tiene su establishment, sus intereses creados, sus poderes fácticos. En su libro apresuradamente leído y rápidamente olvidado [1], cuyo título preferiría traducir como La hora de los magos, Pauwels mostraba cómo, con Albert Einstein y la física a la cabeza, los sabios y los investigadores y los inventores del nuevo siglo habían logrado romper un represivo cerco de corrección científica y abrir el camino a la impresionante revolución en el conocimiento y la técnica cuyos efectos tiñen hoy nuestra vida diaria. 

Pauwels señalaba al mismo tiempo que ese quiebre drástico del saber establecido no había tenido su correspondencia en el ámbito de las ciencias humanas, cuyo horizonte, decía, estaba tapado por las estatuas del pasado. Se refería específicamente a la sociología, pero extendía el juicio a otros ámbitos como la economía o el pensamiento. Me gustaría saber qué pensaría hoy Pauwels si viera a nuestros formadores de opinión enzarzados en agitadas discusiones sobre la democracia republicana y la libertad de mercado, tal y como fueron concebidas en el siglo XVIII, y empeñados en contrastarlas, para subrayar su ventajosa validez, con el marxismo político y económico del siglo XIX.



Pocos años después de que apareciera el incómodo libro de Pauwels, un pensador brasileño de matriz cultural e ideológica muy distinta de la del francés, Darcy Ribeiro, nos hizo saber que el motor de la historia no se encuentra en las ideas de los grandes pensadores ni en las visiones de los líderes eminentes ni en las hazañas de los genios militares, ni en la religión, ni en la economía, ni en la lucha de clases, sino en las revoluciones tecnológicas. En un librito pequeño e intenso, El proceso civilizatorio, mostró cómo son ellas las que reconfiguran las relaciones sociales (las relaciones de poder, que son, en definitiva, de lo que se trata). Ribeiro subtituló su trabajo De la revolución agrícola a la termonuclear: en los sesenta todavía no había ni atisbos de la revolución informática y de las comunicaciones, pero el brasileño anticipó con lucidez que dados el carácter acumulativo del progreso tecnológico y la aceleración de su ritmo, el siglo XX iba a ser testigo de transformaciones aún más radicales. Advirtió también que el hombre, que había vencido a otras especies en la lucha por la supervivencia, y que había disciplinado la naturaleza para ponerla a su servicio, se encontraba ahora “sumergido en un ambiente cultural hoy mucho más opresivo para él que el medio físico o cualquier otro factor”, y capaz incluso de poner en riesgo la supervivencia humana misma.




Pero estas no son las cosas que preocupan a los formadores de opinión, que nos entretienen en los medios con acalorados debates sobre las concepciones políticas y económicas que acompañaron las transformaciones inducidas por la revolución comercial (1600) y la revolución industrial (1800), cuando ya atravesamos la revolución termonuclear (1950) [2] y estamos sumergidos en la revolución informática desde antes del 2000. Sin embargo, hasta para el menos avisado resulta evidente que tanto la democracia representativa como la economía de mercado (y su mediador histórico, la prensa) crujen por los cuatro costados a lo ancho y a lo largo de Occidente. Del mismo modo resulta evidente que la revolución informática ya ha introducido cambios impensados en la vida social, en la circulación de mensajes, e incluso en la manera de producir, distribuir y consumir bienes, y ofrecer y contratar servicios. Y esto es sólo el comienzo.

Si éste es el rumbo, entonces los debates y las advertencias de los sabihondos no son otra cosa que maniobras de distracción, u operaciones para meter miedo y reclutar aliados. Los medios nos dicen todos los días que la democracia republicana y la economía de mercado están bajo asedio en Occidente, amenazadas por un enemigo de muchas y muy diversas caras –Trump, los brexiters, algunos nacionalistas europeos, algunos presidentes latinoamericanos, el Vaticano, las redes sociales, los proteccionistas, los contrarios a la globalización– que en general agrupan bajo un solo nombre: populismo. Los medios presentan las cosas como si estuviéramos ante una batalla entre el bien y el mal, el orden y el caos, algunos héroes y numerosos villanos. Esta lectura de la historia como una historieta de Marvel Comics es en realidad lo que parece: relato en su versión más elemental. Es el propio sistema, prensa incluida, el que se viene abajo ante nuestros ojos, socavado desde el interior, pese a los esfuerzos de quienes se benefician de él para mantenerlo con vida.




Un sistema se descompone cuando ya no cumple la función para la que fue creado, y su propia ineptitud vuelve destructivo lo que en su origen había sido constructivo. La democracia representativa y la economía de mercado hoy no son en el mundo más que groseras caricaturas de lo que pretenden ser: ninguna de las dos protege las libertades básicas políticas y económicas y más bien operan en contra de ellas. Pero las élites que las conducen han decidido ponerles respirador artificial y neutralizar las protestas emasculando a los ciudadanos, amputándoles todo anclaje identitario, pulverizando o desnaturalizando sus estructuras organizativas, empezando por la familia, vaciándole literalmente la cabeza con ayuda de los medios, y aprovechando las herramientas de la revolución informática para reforzar su control sobre la sociedad. Hasta ahora no lo han logrado por completo: las redes sociales, esa otra consecuencia notable de la revolución informática, liberaron la circulación de mensajes sociales y permitieron que los ciudadanos volvieran a escuchar su propia voz. Y esa voz los muestra intensamente tribales, celosos defensores de su privacidad, críticos feroces de las instituciones políticas y económicas que los gobiernan, ansiosos por recuperar el poder soberano que delegaron en ellas, y deseosos de recuperar las señales identitarias que marcaron su historia familiar, barrial, nacional.

Mucho antes de que Ribeiro publicara su estudio, el historiador francés René Grousset había señalado el papel decisivo de las revoluciones tecnológicas en el proceso civilizatorio. “La historia verdadera no es la del vaivén de las fronteras. Es la de la civilización –escribió–. Y la civilización es, por un lado, el progreso de la técnica, y, por el otro, el progreso de la espiritualidad. Podemos preguntarnos si la historia política, en buena parte, no es más que una historia parásita. La historia verdadera es, desde el punto de vista material, la de la técnica, disfrazada por la historia política que la oprime, que usurpa su lugar y hasta su nombre. Pero la historia verdadera es, todavía más, la del progreso del hombre en su espiritualidad.” Ribeiro no vio, o no supo ver, la cara espiritual del proceso civilizatorio. El cristianismo marcó con su signo el nacimiento y desarrollo del Occidente moderno, cuyas instituciones comenzaron a decaer tras el eclipse de Dios. La religión no sólo estuvo en el origen del capitalismo como hicieron notar Richard Tawney primero y Max Weber después, sino que parece haber sido su condición de posibilidad. Y lo mismo ocurrió con la democracia republicana: no pocas constituciones liberales americanas comienzan invocando a Dios, “fuente de toda razón y justicia”.





Asistimos en este momento al trabajo de parto de un mundo nuevo y a los estertores agónicos de otro que se despide: es lo que tienen de doloroso los tiempos interesantes. O las épocas revolucionarias, que es lo mismo. Antes que aferrarnos insensatamente a sistemas declinantes y condenados a desaparecer, y a medir cualquier iniciativa de recambio según su identidad con el modelo agotado, deberíamos imaginar alternativas capaces de dar cuenta de nuestra realidad tal como se nos presenta hoy ante los ojos, expandida por la más reciente revolución tecnológica. La historia tiene sus tiempos, el espíritu humano trabaja en silencio, y seguramente los instrumentos conceptuales necesarios ya fueron entrevistos y esbozados por algunas mentes particularmente lúcidas y esperan en algún blog, en alguna columna periodística, en algún ensayo académico, en algún tratado de filosofía poco atendido. Sólo se trata de no perder de vista los valores que atesoramos: las formas son circunstanciales. La democracia que hoy sucumbe ante nuestros ojos poco tuvo que ver con la democracia griega, pero representaba su espíritu.

–Santiago González




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[1] Le matin des magiciens (1960), conocido en castellano como El retorno de los brujos
[2] Hoy parece casi insignificante, pero hasta entrada la década de 1980 dominó la concepción contemporánea del mundo, y en los hechos hizo posible lo que vino después.


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