ECONOMÍA SIGLO XXI


La esperanza de este país, entonces, no está hoy en las universidades

Autor: Santiago Gotusso


Lo primero que se le enseña a una persona que cursa actualmente una materia de Economía son dos cosas contradictorias: en primer lugar, el profesor menciona como al pasar la etimología de la palabra “economía”; acto seguido, presenta el objeto de la disciplina. Esta forma de enseñar no tendría nada de extraño si el objeto enunciado correspondiese al significado del término; lo llamativo, sin embargo, es que tal correspondencia no existe.  

Lo que ocurre en verdad es que quien ingresa a la carrera universitaria de Economía pasa al menos cinco años estudiando una disciplina que no es la económica. Economía, como es sabido, significa “administración de la casa”. La ciencia que enseñan en la universidad es, según los mismos profesores, la que se ocupa de la administración de la escasez de los recursos. Pueden decirse muchas cosas con respecto a este hecho, lo que no puede afirmarse es que “casa” sea sinónimo de “escasez de recursos”, o, para simplificar las cosas, tampoco lo es de “recursos”. Una casa tiene recursos, pero también los tienen una ciudad y una empresa. 

En la universidad se enseña algo bastante más aproximado, por el objeto, a lo que los griegos llamaron crematística, esto es, ciencia o arte de la riqueza. En el esquema clásico de las ciencias, la crematística es subordinada a la economía y a la política como arte de suministro, puesto que las riquezas son necesarias tanto para el bien de la casa como para el bien de la ciudad. 

Sin embargo, si bien las riquezas son parte necesaria del bien de la casa, no lo son todo; ni siquiera, dice Aristóteles, su parte más importante. Las riquezas son para alguien, ese alguien es más que las cosas. La economía, entonces, tiene asuntos más importantes que atender, a saber: el bien de la familia. Surge un problema, entonces, cuando se reduce la economía a su parte vinculada a las riquezas: deja de ser economía para volverse crematística. La cuestión no acaba allí: se convierte en una crematística contraria a la naturaleza. Es decir, se convierte en un arte monstruoso, porque ya no responde a su naturaleza de siervo y se vuelve un tirano que busca un fin inalcanzable: la acumulación potencialmente ilimitada de riquezas. Hoy a esto, en la universidad y en los medios, se le dice crecimiento económico. 

De manera que cuando hoy, en la primera clase de Economía, se dice que esta se ocupa de ver cómo se las arregla para conseguir recursos para satisfacer necesidades “ilimitadas”, se está falsificando la ciencia, se la está dejando de lado para poner en su lugar una crematística monstruosa —no exagero con el término, porque un monstruo es justamente algo desviado de su especie—. Esta falsificación tiene detrás otros falsos supuestos morales, antropológicos y epistemológicos que no vienen al caso. Por mencionar uno, las necesidades no son ilimitadas —a no ser que las “necesidades” sean lisa y llanamente codicia—.

Este es el verdadero problema de la Economía que hoy se enseña: que no es economía, ni siquiera es crematística; es falsa crematística. El esquema clásico se ha invertido, y, cuando antes existía una crematística al servicio de la economía y la política, hoy existen economías y políticas al servicio de las riquezas. Padres y madres fuera del hogar ¬—y dentro de las empresas maximizadoras de “beneficios”—, políticos cuya única función parece ser garantizar el crecimiento económico —digamos, para ser (por tan solo una vez) más exactos, crecimiento material o crematístico—. Ojo, que no se rechaza acá como un mal el “crecimiento económico”, sí que se rechaza como fin último de la economía y de la política. En otras palabras, se rechaza falsificar la naturaleza de estas artes y de sus fines. 

Se pueden sacar muchas conclusiones de esto, pero, por cuestiones de extensión, es una tarea que dejamos al lector—basta mirar el mundo social que nos rodea—. Al menos, veamos el fruto concreto de lo que se enseña en la universidad: “economistas”, los más capaces, que se doctoran en Harvard, Chicago u otra prestigiosísima universidad yanqui, para luego ocupar el cargo de Ministro de Economía y ser incapaces —gracias a la confusión de órdenes en la que fueron enseñados— de brindar una verdadera solución a los padres que no llegan a fin de mes y a un país que, “económicamente”, hace décadas que no va para atrás ni para adelante. 

La esperanza de este país, entonces, no está hoy en las universidades. Por lo pronto, está en lo más íntimo del corazón del pueblo argentino, cuyo espíritu, de raíces hispanas y católicas, se hace indomable e incómodo para cualquier política económica de las que pregonan los medios y los especialistas. Puede que, después de todo, ese espíritu no haya olvidado aún que la economía es para la familia, o, en otras palabras, que no es la familia para la riqueza, sino la riqueza para la familia. 


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