CABECITAS, PLANEROS Y CLASES MEDIAS


Una tilinguería de nuevo cuño reaviva viejos prejuicios sociales y fogonea el rechazo contra los receptores de planes


Autor:  Santiago González  (@gauchomalo140)

Nota original: https://gauchomalo.com.ar/cabecitas-planeros-clasesmedias/

Los que leen con alguna frecuencia estas columnas saben que no suelo opinar sobre las opiniones de los demás: cada uno es dueño de las suyas y con su pan se las coma, principio que vale por supuesto y especialmente para las mías. Pero hay algo en un reciente artículo de La Nación sobre cabecitas, planeros y clases medias que me impulsa a apartarme de ese temperamento. Posiblemente se trate del aval que, detrás de una pretendida neutralidad, implícitamente concede el autor a esa tilinguería de medio pelo tan bien descripta por Arturo Jauretche a mediados de los 60 y extemporáneamente reverdecida en este siglo al calor del kirchnerismo. Tanto la nota en sí, como el espacio destacado que el diario le dio en sus páginas merecen, me parece, un momento de atención porque agregan otro síntoma preocupante al pronóstico reservado que pesa sobre nuestra maltrecha salud pública.

El autor, Marcelo Gioffré, desarrolla su argumentación tomando como base un cuento de Germán Rozenmacher publicado en 1962, sobre la aversión y el temor que los cabecitas negras provocan en el señor Lanari, un comerciante de clase media, próspero pero surgido bien de abajo. Asimila entonces ese rechazo al que en la actualidad despierta en esas mismas clases medias lo que describe como la patria choriplanera, para sugerir de inmediato la existencia de un “choque cultural”, una “discordia histórica que ha ido creciendo con el tiempo”, entre lo que describe como “la gente que trabaja” y “los que viven del Estado”. El columnista toma francamente partido en la presunta controversia: “Si uno se pone en el lugar del comerciante -dice-, no puede dejar de sentir empatía con su alarma.”


Queda claro que a Gioffré no le gustan ni los cabecitas del siglo XX ni los choriplaneros del siglo XXI, y los equipara a pesar de que representan fenómenos sociales completamente distintos. Según su nota, tanto los cabecitas (“emblemático producto que llegó en la época de Perón”) como los choriplaneros (“grandes masas de marginados, parasitadas y convertidas por la política [kirchnerista] en rígidas clientelas partidarias”) cuestionan la cultura del esfuerzo, amenazan el derecho de propiedad, y vilipendian las posesiones (sic) de quienes se han “deslomado” para mejorar su lugar en la sociedad. Y para peor, en los dos casos, con apoyo estatal. “¿Cómo puede ser que el Estado -se pregunta en sintonía con el señor Lanari-, se ponga del lado del haragán y castigue al hombre honrado que trabaja?”


El autor enhebra los lugares comunes del antiperonismo de los 50, y los enriquece con otros nuevos tal vez con la intención de ponerlos al día para consumo y satisfacción de los lectores del diario. Pero arrastrado por sus necesidades argumentales, retuerce el significado del cuento en el que apoya su nota, y fuerza además la verdad histórica. Gioffré describe a Rozenmacher como “un outsider con simpatías peronistas”. ¿Outsider de qué? Como otros escritores e intelectuales jóvenes de los 60, Rozenmacher desconfiaba de las nociones comúnmente aceptadas y en ese marco de ideas se propuso entre otras cosas entender el fenómeno del peronismo y el antiperonismo que había agitado a la generación de sus padres y a la suya propia, procurando hacer a un lado (no acompañar, como Gioffré) los prejuicios que habían dominado a uno y otro bando.


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Todas las mentiras políticas se montan sobre algún fondo de verdad. Es cierto que hay un hilo conductor que une a los choriplaneros de hoy con los cabecitas de ayer, y que se remonta a los negros candomberos y los vagos y mal entretenidos de anteayer. Pero su naturaleza difiere de la que sugiere la nota aquí comentada, y se trata más bien de un hilo largo de prejuicios. Los organizadores de la Argentina republicana y liberal siempre vieron con desconfianza a la población mestiza resultante de la colonización española. No era una cuestión racial, sino más bien cultural: el catolicismo hispano y las tradiciones indígenas se habían entrelazado sin conflicto para producir una sociedad patriarcal y una economía de subsistencia, ajenas y más bien reacias a las incitaciones de la democracia republicana y el capitalismo.


Esa divergencia cultural alimentó las guerras civiles del siglo XIX, hasta que el espíritu “civilizador” se impuso en Caseros sobre la “barbarie” y comenzó otra historia. Para las élites porteñas y provincianas conductoras de los nuevos tiempos, el temperamento cansino, sumiso y fatalista, renuente al cambio, de los hijos de la tierra nunca dejó de ser señal clara de torpeza y escasa contracción al esfuerzo y al progreso. Esa imagen permeó en la sociedad hasta convertirse en prejuicio, y fue la que recibió a los migrantes internos que desde la primera mitad del siglo XX comenzaron a desplazarse desde el noroeste patriarcal hacia el más próspero litoral capitalista, paradójicamente en busca de trabajo.


“Venían llegando desde 1930, cada vez más masivamente. En la década del 40 fueron legión, y amenazaban con cambiarle el rostro a Buenos Aires, tal como los inmigrantes ultramarinos lo hicieron a principios de siglo. La clase media los vio avanzar, estupefacta”, escribe Hugo Ratier en su clásico El cabecita negra (1972), desmintiendo el lugar común acerca de que las migraciones internas fueron un “producto peronista”, aunque es cierto que con el peronismo se acentuaron. En la sorpresa de la clase media que menciona Ratier prevalecía la curiosidad ante lo desconocido por sobre el prejuicio instalado, como lo refleja la cultura popular de la época: causaban gracia las tribulaciones del pajuerano en la gran ciudad, satirizadas por los personajes de Luis Sandrini, así como su ingenuidad no exenta de malicia, como en la Belarmina de Niní Marshall.


Tampoco los inmigrantes ultramarinos de los que habla Ratier habían sido en principio un problema para los argentinos viejos… hasta que empezaron a organizarse en sindicatos y partidos políticos sobre los que el establishment de la época no tenía control. Entonces aparecieron la Ley de Residencia y las batidas contra los “maximalistas” (hoy diríamos ultraizquierdistas) de las primeras décadas del siglo pasado. Eso mismo ocurrió décadas después con los migrantes internos: la curiosidad inicial dejó paso al miedo y al rechazo prejuiciosos que inspiran al señor Lanari, el personaje de Rozenmacher, sólo cuando se organizaron políticamente, adhirieron al naciente peronismo y aseguraron su triunfo en las urnas. Pero ese pasaje de la curiosidad al rechazo no fue espontáneo sino inducido.


Lanari, dueño de una ferretería en la avenida de Mayo, de un departamento céntrico, de una casa quinta en Paso del Rey y de un automóvil moderno, es a pesar de todo un hombre con miedo, un miedo sin causa reconocible, probablemente un miedo a perderlo todo, un miedo que no lo deja dormir. Cierta noche, por circunstancias fortuitas, un par de cabecitas negras irrumpen en su casa, lo golpean y lo humillan, y se retiran culposamente cuando advierten que lo han confundido con otro. Lanari se queda profundamente dormido: ha recuperado el sueño porque la causa de su miedo ahora tiene rostro, el rostro de “esos negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes”. Al despertar, comprueba para su sorpresa que nada le falta pero no puede evitar la sensación de que su santuario ha sido violado.


Rozenmacher, que a diferencia de Gioffré no toma partido por alguno de sus personajes, deja en pie una pregunta: ¿por qué el señor Lanari, justamente un ferretero y no otra cosa, tenía miedo de “esos negros”, cuyo ascenso económico, a impulsos del crecimiento de la construcción y de la industria liviana facilitados por el peronismo, aseguraba sin duda la prosperidad de su ferretería y su propio ascenso social, como hijo de un cobrador de la luz y padre de un futuro abogado? ¿Cómo se explica esa distancia entre experiencia y mentalidad? La respuesta la da el propio Lanari, cuando recuerda lo de “las patas en las fuentes”, un lugar común que no es de su autoría: se trata de un miedo y un rechazo ajeno e inducido.


No fue tampoco la clase media representada por el señor Lanari la que inventó la expresión cabecita negra. Tiene el mismo sello estilístico y la misma intención despectiva que la expresión flor de ceibo con que la tilinguería porteña se refería en los 50 a los productos de la naciente industria nacional (Gioffré no pisa el palito, y prefiere hablar de “industria de invernadero”). Lo de cabecitas aludía no sólo al color del pelo sino también a la estrechez de la frente, típica de los pueblos del noroeste con raíces indígenas, en comparación con las “entradas” habituales en los caucásicos. (Del otro lado, respondían con cogotudos para referirse a las elites porteñas, cuyos cuellos lucían demasiado estirados en comparación con los propios, y en algunos lugares llamaban uriburus a unos cascarudos cuya negra caparazón recordaba los fracs generalizados entre los que mandaban.)


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Las clases medias del litoral, cuyo ascenso meteórico reflejaba el crecimiento de la economía nacional en la primera mitad del siglo XX, no lograron consolidar su propia visión del mundo, su propia mentalidad, encandiladas por los brillos de la clase alta, cuyos modos, estilos y valores procuraban imitar. Esto fue menos malo de lo que suele creerse: la aristocracia local exhibió un refinamiento, una sobriedad, una generosidad inclusiva, una amplitud de miras y un nivel de educación infinitamente superiores a los de sus similares en cualquier otro país hispanoamericano, pese a que sus linajes eran menos encumbrados que los de Lima o México, por ejemplo. El modelo elevaba la calidad de sus imitadores. Grandes diarios como La Prensa y La Nación, y grandes revistas como El hogar o Atlántida, transmitían a una clase media ávida el asiduo magisterio ejemplar de una aristocracia a la vez admirada y envidiada.


La irrupción de peronismo desbarató ese esquema virtuoso. La clase alta no entendió que Perón le estaba arrojando un salvavidas al proponerle un nuevo modelo de crecimiento económico e inserción en el mundo, un orden conservador puesto al día en reemplazo del que había sucumbido con la crisis del 30, y se le puso en contra, instruida por la embajada de los Estados Unidos. El magisterio cultural cedió el paso a la propaganda política, aunque los medios tradicionales, temerosos de la censura y las sanciones, ya no sirvieron como poleas de transmisión. El antiperonismo, nacido antes de que el peronismo fuera gobierno, encontró entonces en el boca a boca un canal eficaz de propaganda y, como la función hace al órgano, terminó por generar un tipo social muy argentino y nítidamente reconocible, que ya se había anunciado de algún modo en la época de Rosas: el tilingo, su portavoz privilegiado.


Según Arturo Jauretche, el tilingo de medio pelo se ubica “en un nivel intermedio entre la clase media y la clase alta, en el ambiguo perfil de una burguesía en ascenso y sectores desclasados de la alta sociedad”. Efectivamente, en los años fervientes del antiperonismo brotó una pléyade de abogados, escribanos e incluso algunos médicos, de dudoso doble apellido y pedigrée falluto, “unos primos pobres de la oligarquía que jugaron el papel de vieja clase”, para promover desde los foros más variados un rechazo cerril contra las transformaciones sociales y económicas que se operaban en el país.


En términos actuales, eran los encargados de bajar línea, presumiendo relaciones encumbradas y acceso privilegiado a despachos penumbrosos. El hombre de clase media “se siente, en su rechazo al cabecita negra, aliado a los que mandan. Ellos y él por fin tienen algo en común”, escribió Pedro Orgambide en un artículo de 1967. “En esta fantasía, el pequeño burgués transfiere sus propias carencias al cabecita negra: el otro es el indolente, el ignorante, el poca cosa, el advenedizo. ‘Ahora tendrán que trabajar’, dice en 1955, a la caída de Perón. ‘Los negros volverán a la cocina’ habría dicho cien años antes, después de Caseros.” En el 2023, a Gioffré le asaltan preocupaciones parecidas respecto de los choriplaneros, esa masa enorme de personas que necesitan de la asistencia social para sostener a duras penas su supervivencia.


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No hay nada que enlace a los cabecitas con los choriplaneros más allá de la mirada del prejuicio. Si aquéllos representaron en su momento una multitudinaria migración interna acicateada por la expansión económica, éstos son hijos de un fenómeno inverso, de estancamiento y retroceso, que arranca con Martínez de Hoz en los 70 y se prolonga con asombrosa pertinacia hasta nuestros días. Todos los modelos ensayados desde entonces hasta la fecha tuvieron el mismo efecto: por un lado, el cambio de manos de las grandes fortunas (si Luis Majul escribiera un tercer tomo de Los dueños de la Argentina sería acusado de antisemita), y por el otro la precarización laboral, la destrucción del empleo, el incremento sostenido del número de pobres e indigentes, que hoy superan el 50% de la población, hijos de la crisis del 2001 y nietos de la “modernización” de los 90.


Esto último supone por cierto una pérdida de la cultura del trabajo, acentuada generación tras generación por la desaprensión de una clase dirigente uniformemente desentendida de los padecimientos populares y de la suerte de la nación, y únicamente preocupada por aprovechar el poder coercitivo del Estado para su propio enriquecimiento y el de sus amigos, entre ellos algunos de los que poblarían el improbable libro de Majul. Gioffré se olvida del menemismo que dio origen a los piquetes, y atribuye exclusivamente al kirchnerismo la multiplicación de los planes, siendo que el macrismo hizo exactamente lo mismo y aún más.


A diferencia de los cabecitas, que nunca embromaron a nadie, los choriplaneros irritan efectivamente a “la clase media que trabaja” con sus permanentes cortes de calle y con la sangría que los subsidios que perciben imponen al erario público, y por ende a la carga impositiva que cae casi exclusivamente sobre los sectores medios, según la prensa opositora les recuerda casi a diario. Gioffré legitima la bronca, el resentimiento y los prejuicios de la clase media cuando presume en los choriplaneros un quebranto moral irreparable, una indignidad consolidada: “Es muy penoso pensar que, aun en una eventual Argentina con abundante oferta laboral, muchos de esos ciudadanos podrían ser impermeables a asumir el desafío de la dignidad”, escribe.


Y por supuesto no podía faltar el ingrediente de la organización política de los indignos. “La Argentina no podrá asentarse mientras estas enormes masas no se reincorporen al acuerdo republicano”, dice Gioffré. Pero, ¿cuándo se “desincorporaron” o se excluyeron? Lo único que el “acuerdo republicano” ofrece a las masas es la posibilidad (la obligación, en verdad) de ir a votar cuando se las convoca, y que se sepa no han dejado de hacerlo, o no masivamente. A menos que el autor suponga, como todos los “republicanos” desde la época de Rosas hasta hoy, que el acuerdo republicano implica en realidad la obediencia a los “republicanos” del momento, a las sucesivas Uniones Democráticas que en nuestro bendito país han sido.


Gioffré no quiso cerrar su artículo con una nota pesimista, y así como espera cambios en la franja de los otros, de los distintos, de los indignos, de “los que viven del Estado”, también los imagina entre los propios, entre los dignos, los republicanos, “la gente que trabaja”, mientras trata de encontrar una fractura en el muro compacto del prejuicio: “¿Cómo lograr que las clases medias, en lugar de tentarse con proyectos racistas y conservadores [no explica cuáles], vuelvan a mirar a esas personas como potencial mano de obra, y no como vagos irrecuperables?” Uno se pregunta cuán profunda tiene que ser la hondura del prejuicio cuando mirar a otra persona, no ya como ser humano, sino como potencial mano de obra, puede significar un progreso.


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(Por alguna razón, en este momento, al terminar de comentar una nota burda, me acuerdo de Réimon (2014), esa refinada, sutil, inteligente película de Rodrigo Moreno, en la que unos jóvenes rebautizan así, cariñosamente, sin maldad ni bondad, casi jugando, como si fuera un peluche, a Ramona, la doméstica que limpia el departamento donde ellos se reúnen para estudiar unos textos de Marx sobre la explotación laboral.)


–Santiago González 


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Lectura relacionada:

EL ARQUETIPO DE "CIVILIZACIÓN O BARBARIE"
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