FUTURÓLOGOS

Hace medio siglo, Alvin Toffler y Darcy Ribeiro ofrecían vaticinios sobre el porvenir que hoy pueden ser útiles como lecciones


Autor: Santiago González (@gauchomalo140)
Nota original: https://gauchomalo.com.ar/futurologos/


¿Qué no cambió en estos últimos cincuenta años? Hace medio siglo teníamos la certeza de que el cambio era inevitable, y el sentido común decía que el mundo marchaba hacia el socialismo. Sobraban los indicios: la revolución cubana, la batalla de Argelia, la descolonización africana, el Concilio Vaticano, la marcha sobre Washington, las revueltas en los campus estadounidenses, el mayo francés, las guerrillas urbanas y rurales. Lo argumentaban científicamente en los claustros las ciencias sociales (esclavismo feudalismo capitalismo socialismo) y lo divulgaban entre las masas los periodistas. It’s blowing in the wind, cantaba Bob Dylan. Danzaba en el viento, era el espíritu de la época.

Pero no todos respiraban los mismos vientos, no todos percibían el mismo zeitgeist. En 1970, hace cincuenta años, Alvin Toffler, un graduado en letras inquieto por las cuestiones sociales, publicaba El shock del futuro, una voluminosa colección de vaticinios sobre la dirección del cambio, ordenada en seis secciones y veinte capítulos, y confeccionada a partir de indicios recogidos metódica y laboriosamente durante la década precedente. El mundo que preveía Toffler no se parecía demasiado a la idea en cierto modo evolucionista de socialismo que flotaba en el ambiente, más bien implicaba una transformación tan radical como la que había marcado el pasaje de la sociedad agraria a la sociedad industrial.

Mientras la matriz de la anticipada evolución hacia el socialismo pertenecía al orden de las ideas, del pensamiento, de la ideología (combinaba una tradición filosófica que había alcanzado su momento culminante en Hegel con una lectura de la historia como lucha de clases), los pronósticos de Toffler nacían en una cuna más modesta: la observación y registro del hervidero de innovaciones tecnológicas que advertía a su alrededor, y la especulación más o menos audaz e inteligente sobre su probable impacto en la vida social y cultural del mundo, incluidas por supuesto las cuestiones relacionadas con la riqueza y el poder que desvelaban a los socialistas.

No necesito decir que la vasta marea de filósofos, ideólogos, políticos, publicistas, teólogos, columnistas y cantautores que pronosticaban la marcha triunfal hacia la sociedad sin clases se equivocó de cabo a rabo. Y que El shock del futuro, ese libro de hace medio siglo, anticipó con admirable acierto los rasgos más marcados de este mundo que hoy nos sobrecoge y angustia: el imperio de la transitoriedad sobre la permanencia, de la ubicuidad sobre el arraigo, la cultura del descarte, la personalidad desintegrada, la familia rota, los hijos diseñados a pedido, las experiencias artificiales. El título del libro alude a la previsible dificultad de la naturaleza humana para asimilar esos cambios.


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No parece que Toffler emprendiera su tarea con una idea preconcebida acerca del papel de la tecnología en la dinámica social, sino que esa capacidad transformadora se le hizo evidente en el curso de su minuciosa recopilación e interpretación de las señales de cambio. Pero la teoría ya existía. Un par de años antes de la aparición de El shock del futuro, el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro, tan familiarizado como Toffler con las ideas marxistas, había creado incomodidad entre los socialistas que lo reconocían como propio al proponer en su libro El proceso civilizatorio que los cambios más drásticos observables en la historia de la humanidad habían sido detonados no por la lucha de clases sino por las revoluciones tecnológicas.

El libro de Ribeiro aportaba el marco histórico y conceptual ausente en Toffler, pero era evidente que miraba el mundo desde Brasil, y lo que veía atrasaba una década: parecía escrito en el contexto de la guerra fría de los cincuenta. Ribeiro utilizaba el término “revolución termonuclear” para describir su presente. En los Estados Unidos, hacia mediados de los 60, Toffler ya había trabajado para IBM (computadoras), Xerox (la interfaz gráfica de las computadoras) y ATT (las comunicaciones entre computadoras), había metido la nariz en sus laboratorios. Tenía el marco de referencia necesario para avizorar con razonable acierto la revolución que se cernía en el horizonte, una deflagración masiva totalmente ajena al poder atómico y de la que los extraordinarios avances en la informática y las comunicaciones iban a ser apenas el detonante.


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La academia no le llevó el apunte a Toffler, lo amontonó con otros futurólogos del momento que hacían fortunas vendiéndole sus horóscopos a las corporaciones y los medios. Su libro no presentaba ningún marco teórico, no citaba los textos fundamentales de la época, no consultaba a figuras de prestigio. Sus principales fuentes eran ingenieros, sociólogos, psicólogos, empresarios, comerciantes, personas comunes; sus citas remitían más a artículos periodísticos (¡de publicaciones corporativas, para colmo!) que a los anaqueles universitarios. Que encabezara la lista de los libros más vendidos en varios idiomas era, en todo caso, prueba adicional de su insignificancia. “Considero lo que hago como una forma enriquecida de periodismo” -se defendía el autor-. “El problema con los académicos de las ciencias sociales es que han sido entrenados para ignorar la realidad.”

El trabajo de Toffler encontró justamente su público entre aquellos que debían lidiar con la realidad, desde hombres y mujeres de a pie cuyo mundo cotidiano comenzaba a volverse incierto y amenazante hasta políticos y hombres de negocios urgidos de indicios sobre el rumbo de las cosas para reducir riesgos en la toma de decisiones. Mijail Gorbachov y Ted Turner, por dar sendos ejemplos, admitieron haber encontrado en el libro una fuente de inspiración, una brújula para tiempos tormentosos. Tras la caída del muro de Berlín, cuando los ideólogos del advenimiento socialista se vieron en apuros, los temas y problemas anticipados por Toffler comenzaron a encontrar su lugar en el debate oficial de las ciencias sociales. En cierto modo, Modernidad líquida de Zygmunt Bauman es la traducción de El shock del futuro al lenguaje académico, treinta años después.

El libro de Ribeiro, metódico, claro y rico en ideas, tuvo en cambio un destino principalmente académico, y también aportó al debate político de la izquierda de los setenta. Aclaremos que nunca se propuso hablar del futuro en el sentido en que lo hizo Toffler; su obra se ofrece como un estudio antropológico sobre la evolución de las civilizaciones. El marxismo no le había servido para explicar la dinámica de la historia pero su cosmovisión seguía siendo marxista, y por lo tanto teleológica, apuntada al futuro. Ribeiro consideraba que el punto omega de la especie era la sociedad sin necesidades, sin clases y sin guerras, sin distinción entre ciudad y campo, entre trabajo manual e intelectual, entre el productor y el producto de su trabajo. Desde una perspectiva tan distinta, no exenta de confianza y optimismo, compartía sin embargo con Toffler temores similares acerca del futuro.


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¿Qué no cambió en estos últimos cincuenta años? Cambió la comida, el trabajo, la vivienda; cambió la manera de viajar, de leer, de ver películas; cambió la familia, el matrimonio, la paternidad, la vejez; cambió la música, y la manera de escucharla; cambió la televisión; cambió el almacén, la ferretería, la farmacia; cambió el dinero, la manera de producir, la manera de consumir; cambió nuestra relación con el médico, el sacerdote, el maestro; cambió el tiempo y cambió la distancia; cambió el clima; cambió el barrio, cambió la gente, cambió nuestra relación con la gente; cambió la plaza, cambió la avenida. Cambió la vida y también cambió la muerte. Cambió el amor. ¿Qué no cambió?

“El cambio es la vida misma”, dice Toffler. “Pero el cambio desenfrenado, el cambio sin guía ni orientación, el cambio acelerado que destruye las defensas físicas del hombre y sus mecanismos de decisión, este cambio es el peor enemigo de la vida.” En el último capítulo de un libro que podía leerse como una oda a las mutaciones, el autor clava los frenos. Habla del cambio como un cáncer, afirma que las instituciones y los liderazgos tradicionales habían quedado obsoletos, y los cuestiona por econocéntricos (sólo guiados por el beneficio financiero), cortoplacistas y elitistas. “Las fuerzas que nos empujan al superindustrialismo no pueden ser canalizadas por estos métodos fallidos de la era industrial”, dice. Reclama en su lugar “una mayor claridad en los objetivos importantes a largo plazo y una democratización de la manera de establecerlos”, “una formidable afirmación de democracia popular”, “un continuo plebiscito sobre el futuro”.

De este modo, el futurólogo preferido de las élites políticas y corporativas de hace cincuenta años les cuestionaba su capacidad para definir los rumbos sociales y conducir las transformaciones avizoradas, y reivindicaba esa facultad para la sociedad en su conjunto: “Se consulta al elector sobre problemas concretos, nunca sobre la configuración general del futuro preferible. En realidad, no existe ninguna institución política a través de la cual el hombre corriente pueda expresar sus ideas sobre cómo debería ser el futuro de largo plazo. Jamás se le pide que piense acerca de esto, y en las raras ocasiones en que lo hace no encuentra una manera organizada de lanzar sus ideas al palenque político. Aislado del futuro, se convierte en un eunuco político.”

En la vereda ideológica opuesta, el antropólogo que llamaba la atención de los socialistas e introducía sus ideas en las discusiones de la izquierda advertía también los peligros implícitos en las nuevas realidades sociales, “posibilidades casi absolutas en el plano del conocimiento y de la acción, tanto constructiva como destructiva y constrictiva”. Pero a diferencia de Toffler, Ribeiro depositaba toda su confianza en unas élites deseablemente iluminadas y virtuosas, y proponía “un sistema mundial de poder estructurado según principios supranacionales” acompañado de “agencias internacionales de control de los órganos de información de masas y de modelación de la opinión pública”.

Superada la atención de las necesidades primarias, la mayor preocupación de las sociedades futuras, pensaba Ribeiro, consistiría en “el empleo apropiado de su poder de compulsión sobre las personalidades humanas y de conducción racional del proceso de socialización”, en “utilizar sus poderes casi absolutos de programación de la reproducción biológica del hombre, de ordenamiento intencional de la vida social, de conducción del proceso de conformación y regulación de la personalidad humana y de intervención sistemática en los cuerpos de valores que orientan la conducta personal.” No se le escapaba que tales facultades se prestaban al uso despótico, pero consideraba que ofrecían grandes posibilidades de “liberar al hombre de todas las formas de miedo y opresión.”


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Todo cambió, efectivamente, desde que Toffler y Ribeiro pusieran por escrito sus vaticinios. Pero el mundo no marchó hacia el venturoso paraíso del socialismo, como auguraba el vuelo de las cornejas y soñaba Ribeiro, sino que evolucionó más bien hacia ese “superindustrialismo” que con tanta precisión avizoró Toffler. Y tampoco esas transformaciones se vieron acompañadas por una renovación de liderazgos e instituciones, tal como reclamaba el estadounidense; por el contrario, especialmente desde la caída del Muro, esos liderazgos tradicionales consolidaron y expandieron su poder, acentuaron su aislamiento respecto del conjunto social, proclamaron su vocación supranacional y avanzaron hacia el despotismo haciendo uso de los nuevos instrumentos tecnológicos, tal como temía el brasileño.

La crisis desatada en el mundo por la pandemia imaginaria del virus corona nos ha permitido ver en tiempo real, por decirlo de algún modo, cómo esas élites “econocéntricas” y “cortoplacistas” denunciadas por Toffler han adquirido la capacidad de manipular a los gobiernos, la prensa y la opinión pública, cómo han logrado mediante la metódica infusión de miedo obtener el consentimiento sumiso de las masas, cómo aprovechan la ocasión para promover un gobierno supranacional formalmente desligado del control ciudadano, desde el cual se proponen, como anticipó Ribeiro, emplear los recursos provistos por la tecnología para modelar, regular y controlar a discreción todos los aspectos de la vida humana. La gobernanza global -tengámoslo presente- es el nuevo nombre del totalitarismo.

No hace mucho escribí que el proceso que se desenvuelve ante nuestros ojos en el escenario mundial conduce a una sociedad globalizada, homogénea, atea y esclavista. La descripción le calza perfectamente a una sociedad socialista como la que imaginaba Ribeiro, lo que lleva a pensar que, si bien se mira, acertó en su pronóstico y el mundo marcha efectivamente hacia el socialismo, aunque distinto de como él lo imaginaba. Todo el sueño socialista del antropólogo dependía de la virtud de las élites dirigentes, del “empleo apropiado” y la “conducción racional”. Pero en el juego del poder no hay ética ni virtud ni ciencia, hay… poder y relaciones de poder. Y controles. Ribeiro ni siquiera se plantea la cuestión de los controles, que desvelaba en cambio a Toffler.

En los controles está la clave. Nuestros instrumentos de control -la democracia republicana sobre el poder político, la economía de mercado sobre el poder económico- se muestran impotentes para encauzar y gobernar los cambios inducidos por la revolución de la informática y las comunicaciones. Si la vida, la libertad y la propiedad siguen siendo nuestros valores más preciados habría que perfeccionar los instrumentos para defenderlos en un mundo que ha cambiado. Las tendencias totalitarias de hoy, que danzan en el viento con los familiares trajes del sentido común y el espíritu de la época para persuadirnos de su inevitabilidad, no son las mismas del siglo pasado. Y si las del siglo pasado no triunfaron fue porque hubo inteligencias que las reconocieron y voluntades que se les opusieron.

–Santiago González


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