SOBRE EL PODER Y EL POPULISMO DEL SXXI
Autor: @reaxionario, actualmente mystagogos
Nota original: https://reaxionario.substack.com/p/sobre-el-poder-y-el-populismo-en
Occidente atraviesa, al menos desde hace un siglo, un ocaso de las libertades individuales. En Tragedy and Hope, Carroll Quigley nos pide que imaginemos un mundo sin visas, prácticamente sin restricciones a la inmigración, y un sistema que permitía a los individuos desarrollar sus talentos de manera nunca antes vista, y puesta en peligro a partir de la Primera Guerra Mundial. Tal era El Mundo de Ayer, perfectamente descrito por Stefan Zweig.
Por supuesto, nada tiene que ver esto con la estupidez de abrir las fronteras a salvajes de África y Medio Oriente. Imagino que Quigley se refería a la libre circulación de personas civilizadas.
Se podría decir que el liberalismo se traicionó a sí mismo, o que algunos socialistas utilizaron un camuflaje liberal para propagar ideas antiliberales, como dijo Ludwig von Mises. O quizás, para quienes son más yarvinistas o duginistas, el liberalismo simplemente siguió su curso lógico. Sea como sea, uno de los primeros en verla fue Herbert Spencer en The Coming Slavery (1884), que se lamentaba de que el Estado, lejos de marchitarse y desaparecer como había previsto décadas atrás, nos tenía preparado un futuro de socialismo.
Lo que comenzó a suceder hacia fines del Siglo XIX fue una lenta transición del derecho negativo — derecho a la vida, la libertad y la propiedad — hacia el derecho positivo, donde el Estado comenzó a exigir la participación activa de los individuos en el respeto a los derechos individuales de terceros.
Las ideas de John Stuart Mill son relevantes en este aspecto. Para Mill, el individuo debía ser protegido no sólo del Estado, sino de la tiranía de la sociedad, lo cual abrió la puerta a la intervención estatal para proteger a los marginados. Lamentablemente, el precio a pagar por haber abierto esa caja de Pandora ha sido demasiado alto y quizás nunca terminemos de dimensionarlo.
Esto llevó eventualmente a la perversión del concepto mismo de libertad. Del concepto negativo de libertad, se pasó al positivo: por ejemplo, se comenzó a decir que nadie es “verdaderamente libre” a menos que tenga garantizado un sustento, un techo, una educación y hasta tiempo para el ocio. Se me vienen a la mente las Four Freedoms del nefasto Franklin Delano Roosevelt, que tiene el segundo nombre que merece: freedom of speech and expression, freedom of worship, freedom from want, freedom from fear. Esto también ha tenido ramificaciones catastróficas.
También se ha distorsionado la idea misma de Estado, que pasó de ser un mal necesario en el mejor de los casos a un agente activo de cambio social positivo — una especie de gran iglesia pietista encargada de salvar a todos los seres humanos de la miseria y los males sociales. Murray Rothbard lo explica muy bien en The Progressive Era.
Poco a poco, el Estado en su nuevo rol comenzó a apropiarse de funciones que antes estaban bajo el control del sector privado, argumentando que éste no estaba capacitado para manejar ciertas cuestiones, que debían necesariamente ser adoptadas — en nombre del Bien Común — por un sector público menos volátil y más racional. Vale recordar, por ejemplo, el discurso de Hipólito Yrigoyen del 23 de Septiembre de 1919, en el marco de su plan para estatizar la explotación petrolífera:
Se reserva, pues, para el estado, en razón de la incorporación de estas minas de petróleo a su dominio privado, el derecho de vigilar toda explotación de esta fuente de riqueza pública, a fin de evitar que el interés particular no la malgaste, que la ignorancia o precipitación la perjudique, o la negligencia o la incapacidad económica la deje improductiva, para lo cual se adoptan en el proyecto disposiciones que fijan y garantizan un mínimo de trabajo y las formas convenientes de realizarlo. Con el mismo concepto se ponen trabas a la posible acción perturbadora de los grandes monopolios.
Por la naturaleza misma de los yacimientos, no pudiendo constituir fuentes permanentes de provisión de combustible, desde que su existencia como tal es determinada dentro de un limitado número de años, estando además sujeta a una serie de circunstancias, se impone la intervención y participación del estado y su control en la forma y condiciones en que se manejan esos yacimientos para asegurar su racional explotación e impedir se apresure su agotamiento, y regular la producción y provisión de combustible, de acuerdo con las necesidades del consumo.
Como bien dijo Albert Nock en Our Enemy the State, “el Estado convierte cada contingencia en una fuente para acumular poder, siempre a expensas del poder social.”
Esta transferencia de poder existe dentro de la fórmula política de la justicia social, según la cual es preciso que el Estado intervenga asumiendo el papel de rectificador de supuestas injusticias, visibles o “sistémicas”, redistribuyendo la riqueza de la manera más equitativa posible, de manera que todos los habitantes del territorio que administra sean “iguales” — lo que sea que eso signifique.
En otras palabras, el Estado toma, según las leyes que él mismo produjo, la riqueza de “los que más tienen” y se la da a “los que menos tienen”. Entonces, el Estado “libera” a los oprimidos a través del otorgamiento sistemático de derechos que el propio Estado va “descubriendo” sobre la marcha. He explicado esto en más detalle en La Izquierda y el Poder.
El motivo por el cual esto se hizo posible se explica a partir de tres aspectos:
- La gran cantidad de riqueza acumulada, por poner un número, entre 1815 y la Primera Guerra Mundial.
- La libertad expresada en el poder de acción del sector productivo.
- El relativamente escaso poder del Estado.
La situación previa a 1914 nos indica que el Estado tenía mucho por crecer a expensas de la sociedad, y disponía de un gran capital acumulado para hacerlo. Por lo tanto, de a poco comenzó a utilizar el dinero heredado de las generaciones anteriores para apropiarse del poder social — de alguna manera “devolviéndolo” en forma de ciertos beneficios. Es decir, el Estado le quita al individuo el derecho a la defensa propia, pero le brinda a cambio “seguridad”.
La riqueza, antes en manos privadas, lentamente pasó a ser administrada por el poder centralizador del Estado, que la empleó para crear una alianza con los sectores periféricos no productores de la sociedad en contra de los sectores productivos cuyos bienes el Estado codicia y requiere para la continuidad de su plan expansionista, causando indefectiblemente un desincentivo a la producción.
Este “soborno” constituye la parte fundamental de la asociación ilícita que puede ocurrir dentro de un sistema democrático — una transacción en la que el Estado otorga derechos, beneficiando a ciertos grupos, a la vez que se agranda proporcionalmente para garantizarlos.
Proyectado en el tiempo, este modelo desemboca inexorablemente en un Estado cada vez más poderoso administrando cada vez menos riqueza para una población cada vez menos libre. Tarde o temprano, el modelo se agota y debe ocurrir necesariamente un cambio de régimen, de manera más o menos violenta.
Poco más, poco menos, esa es la situación de la República Argentina actualmente, donde se cumple el famoso dicho de Margaret Thatcher: el problema del socialismo es que tarde o temprano se acaba el dinero de otros. Efectivamente hubo un cambio de régimen, un cambio de mentalidad — a diferencia de otras épocas, donde las elecciones eran poco más que una actualización de roster.
Javier Milei, a su modo, es un populista, pero encarna un tipo de populismo distinto. Dinero para repartir ya no hay, y nada puede hacerse en materia de derechos donde prácticamente todo es tolerado — excepto, quizás, ser normal. Ese es otro tema.
Europa ya ha decidido que hacer en este punto, por ejemplo. Consciente del hartazgo generalizado, ha optado por abrazar la causa de la inmigración masiva y la persecución judicial de disidentes. Piensa llevar el continente entero a la ruina en nombre de su altruismo fuera de control. Estados Unidos, por su parte, se debate entre el cielo y el infierno desde hace ya algunas décadas; quizás desde los sesenta.
Sin embargo, un nuevo tipo de populismo asoma en el Siglo XXI — un populismo sin dinero. Donde hay arcas llenas, el populista oficia de Robin Hood y gana poder a base de ser generoso con el fruto del esfuerzo ajeno, pero, ¿cómo se puede hacer populismo donde no hay nada que repartir?
Volviendo a las tres aristas mencionadas más arriba, la situación actual es más o menos la siguiente:
- Poca o nula riqueza acumulada, producto de la aventura expansionista del Estado en el Siglo XX y comienzos del XXI.
- Un sector productivo devenido en esclavo tributario.
- Un Estado rebosante de poder.
Se presenta entonces un panorama alentador para el populista del Siglo XXI: la acumulación de poder personal a expensas del poder del Estado — es decir, a través del desmantelamiento progresivo del aparato estatal y la transferencia inversa de poder desde el Estado hacia el sector privado.
A su vez, el retroceso del Estado y el consecuente “empoderamiento” de la sociedad volverá a poner en marcha los mecanismos de creación de capital, volviéndose a generar la riqueza saqueada por el modelo anterior, por lo cual el populista también puede, a mediano plazo, arrogarse cierto crédito.
El poder ya no se trata de comprar los votos con el dinero de terceros, sino de seducir al sector productivo a través de la devolución de prerrogativas que históricamente le pertenecieron. La gran masa dependiente de la dádiva estatal — antes el centro de atención y ahora resabio de un orden extinto — deberá adaptarse o perecer.
Aparece en escena, en conclusión, un populismo inédito, donde el sector productivo se une en defensa propia ante la coalición confiscatoria compuesta por el Estado expansionista y sus clientes, y concentra en una figura política fuerte su voluntad de recuperar libertades perdidas. Milei bien puede ser el primero, pero de ninguna manera será el último.