PRINCIPIO DE REVELACIÓN

La primera [responsabilidad] es comprender que estamos en problemas.

 Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

Nota original: https://gauchomalo.com.ar/principio-de-revelacion/


El escándalo cripto puso en evidencia la corrupción de los poderes del Estado pero también la capacidad de reacción de una sociedad civil alerta



Según la mayoría de los encuestadores, la opinión pública está ampliamente enterada del escándalo con la criptomoneda $LIBRA, casi todos los enterados consideran que se trató efectivamente de una estafa y la mayoría entiende que en esa estafa está de algún modo involucrada Karina Milei. Las opiniones están repartidas, en cambio, respecto del papel del presidente: los menos creen que fue sorprendido en su buena fe, y los más piensan que su participación en el caso fue deliberada y consciente, pero no alcanzó a medir las consecuencias.

En los dos casos, la capacidad del presidente para ejercer el cargo que le ha confiado el voto popular queda severamente puesta en duda: en el primero, porque lo muestra incauto, ingenuo, imprudente, y a merced de los designios de los colaboradores en los que confía, incluida su hermana; en el segundo, porque lo revela tan inescrupuloso como incapaz de ponderar los riesgos implícitos en sus decisiones; en cualquiera de los dos casos, desprovisto de una red de contención que le advierta sobre esos riesgos y eventualmente sofoque a tiempo cualquier desatino.

Así como a las autoridades electas se les reclaman responsabilidades, nosotros como ciudadanos también tenemos las nuestras, y la primera es comprender que estamos en problemas: por un lado, a Milei le quedan por delante tres años largos de gobierno, con amplia oportunidad para cometer desaguisados parecidos y aún peores, y por otro el contexto internacional es hoy en día demasiado incierto y peligroso como para que una nación debilitada al extremo como la Argentina pueda darse el lujo de presumir siquiera imprudencia o falta de cuidado en sus más altos niveles de responsabilidad y decisión.

Detengámonos un momento en el escenario internacional, que es donde Milei se siente en su lugar. Hay que reconocer que el presidente atrajo la atención hacia la Argentina con su retórica antipolítica y su programa de liberalización económica, que cayó bien en los oídos de un Occidente asfixiado por la burocracia socialdemócrata y sus infinitas regulaciones. Pero también es cierto que el escándalo de la criptomoneda saltó a los titulares del mundo, lo puso a tiro de la justicia internacional, debilitó su imagen y la del país que representa y lo dejó al borde del ridículo.

Si Milei cree que su reciente visita a Washington mostró que su prestigio sigue intacto, o quiere convencernos de ello, se equivoca de medio a medio. Trump le dedicó frases amistosas porque sigue siéndole útil como único aliado en la región; su “amigo” Elon Musk lo indujo a participar de un paso de comedia que puso en evidencia, para vergüenza de todos nosotros, el papel de reparto que juega nuestro presidente en esos escenarios. El FMI lo saludó con las frases más frías y menos comprometidas de su retórica. Los líderes mundiales a los que alguna vez fustigó con su lengua filosa aprovecharon la ocasión para devolver gentilezas.

Pasemos ahora a la escena nacional, donde toda la suerte de la estrategia gubernamental, por llamarla de algún modo, se juega a la llegada de fondos frescos del FMI, no para resolver la parálisis económica ni las penurias de la población sino para llegar a las elecciones legislativas de octubre y afianzar su poder político aunque no se sabe bien para qué, porque Milei nunca ha logrado diseñar y presentar un plan de gobierno en ninguno de sus frentes: diplomático, educativo, económico, sanitario, judicial, etc. Ni parece interesado en hacerlo: su única preocupación visible pasa por la acumulación de poder.

Todo el accionar oficialista apunta a llegar a las elecciones de octubre en condiciones competitivas, es decir sin devaluar, como para poder ampliar su representación legislativa. El banco J. P. Morgan reveló que el año pasado el gobierno “quemó” 20.000 millones de dólares para mantener su cotización planchada; el Bank of America anticipa una devaluación para después de las elecciones, hacia una banda de flotación de entre 1.400 y 1.700 pesos, que es lo que mismo que reclama el FMI antes de abrir su billetera.

Se le reconoce generalmente a Milei el mérito del equilibrio fiscal y el control de la inflación. El problema es que esos logros, como dijimos más de una vez en esta columna, son artificiales e insostenibles, no nacen de un verdadero saneamiento de la economía nacional. ¿Cuánto tiempo más puede vivir el país sin obras públicas, sin girar fondos a las provincias, con jubilaciones por debajo del costo de la canasta básica? ¿Cuánto tiempo más pueden seguir la parálisis económica, el cierre de pymes, la pérdida de empleos?

Las presiones inflacionarias no han desaparecido, porque más allá del ruido y la furia no hubo ninguna alteración estructural de la arquitectura económica sostenida sólo con algunas pausas por todos los gobiernos desde 1983, sino apenas alguna variación en la proporción de sus ingredientes: alta presión impositiva, retraso cambiario, endeudamiento, Estado ineficiente y regulador, corrupción rampante. Lo que antes se licuaba con niveles extravagantes de inflación, ahora se diluye con manipulaciones financieras, trucos de prestidigitación.

Como dijo uno de los estafadores amigos del presidente, en la Argentina pueden pasar cosas mágicas, como que continúe el cierre o achicamiento de empresas, el consumo siga cayendo, pero la actividad económica crezca. Cosas mágicas, como que el índice de inflación baje pero el ticket promedio del supermercado aumente —lo digo por experiencia propia—, como aumentan los alquileres y las tarifas de los servicios, públicos o privados, siempre un poquito por arriba de la inflación, mientras salarios y jubilaciones aumentan siempre un poquito por debajo.

El extenso período de gracia que la opinión pública le concedió al gobierno, directamente proporcional a la gravedad de la situación heredada, ya se acercaba a su fin cuando el escándalo de la criptomoneda aceleró los tiempos. Karina Milei, todavía aturdida por la experiencia de los agasajos a orillas del Potomac, se lanzó a la caza de afiliaciones en un barrio porteño donde fue recibida al inesperado grito de “¡Estafadores, estafadores!” por unos vecinos evidentemente ciegos al brillo del confeti que aún no había llegado a quitar de sus ropas.

Si este panorama parece inquietante, entonces ajustémonos los cinturones porque las razones para la preocupación ciudadana no terminan acá.


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Hasta ahora hemos hablado del Poder Ejecutivo. Pero el escándalo de la criptomoneda tuvo impacto asimismo en los otros dos poderes del Estado. Hubo en el Senado un proyecto para crear una comisión investigadora encargada de averiguar lo ocurrido. Nadie ignora que una comisión investigadora es una manera elegante de cubrir las formas y no hacer nada, pero ni eso se logró porque el proyecto fue derrotado gracias al voto en contra de uno de sus propios autores. En Diputados, una comisión de informática requirió el testimonio de expertos, pero libertarios, macristas y radicales prefirieron no escucharlos y se ausentaron.

Varias organizaciones y diversos ciudadanos acudieron al Poder Judicial en busca de auxilio. La cuestión recayó en un juzgado cuya titular encomendó la instrucción a un fiscal que casualmente andaba de paseo por Europa. A su regreso, el fiscal ordenó rápidamente una serie de consultas, seguramente necesarias pero en modo alguno urgentes, mientras los involucrados en las denuncias ganaban todo el tiempo del mundo para borrar sus huellas digitales, físicas e informáticas, de los lugares que solían frecuentar.

Todo esto quiere decir que un puñado de lúmpenes nacionales y extranjeros lograron penetrar en el círculo de más estrecha confianza del presidente argentino, e involucrarlo en lo que la revista Forbes describió como la mayor estafa mundial en la historia de las criptomonedas, detonando con su acción una serie de circunstancias demostrativas de que ninguno de los tres poderes del Estado funciona con la autoridad, la integridad y la solvencia exigidas por las responsabilidades que les fueron confiadas a sus integrantes.

Los que observan con alguna atención el panorama nacional saben que esto no es ninguna novedad, que el sistema institucional de la Nación argentina está prácticamente capturado por la corrupción y la traición. Javier Milei fue elegido presidente justamente porque se presentó como alguien extraño al sistema y decidido a recurrir a la cirugía mayor para extirparle los males infligidos por la casta de corruptos y traidores. Lo trágico de la situación reside en que apenas cumplido su primer año de gobierno es difícil diferenciarlo de esa casta.

A los rasgos negativos compartidos con sus predecesores, Milei le sumó la grosería y el insulto, la reacción airada ante las críticas. Volteretas ideológicas como la exhibida respecto de Ucrania (asunto en el que nunca debió haber tomado partido, dicho sea de paso) le han restado peso y credibilidad a su palabra; el deliberado silencio de su gobierno respecto de la crisis de salud del Papa lo muestra mezquino y rencoroso. Su deplorable, selectiva y manipuladora relación con la prensa no tiene precedentes.

En la medida en que su capacidad de persuasión se desgasta, se acentúa su vena autoritaria hasta rozar niveles peligrosos para la institucionalidad. El nombramiento por decreto de dos jueces para integrar la Corte Suprema de Justicia, cuando los pliegos de los candidatos todavía se están discutiendo en el Senado como manda la ley, constituye un doble desafío al Poder Legislativo y al Poder Judicial, ya debilitados en su dignidad por comportamientos como los mencionados más arriba.

El episodio de los jueces revela ser todavía más grave cuando se advierte que toda la controversia entre poderes gira en torno de la insistencia gubernamental en colocar al juez Ariel Lijo en el más alto tribunal de la Nación. Lijo es uno de los magistrados con peor reputación en el foro local, y a su inacción deliberada se debe que la Argentina esté a punto de perder en los tribunales de Nueva York un juicio por 16.000 millones de dólares, casi el doble de lo que el gobierno espera del FMI y 50 veces más que la estafa cripto.


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A pesar de todo, algo debemos agradecerle a los cripto delincuentes: pusieron en marcha lo que Milei describe como principio de revelación, que así como lo dejó expuesto a él mismo y al orden institucional, mostró que la Nación Argentina tiene sus defensas altas. El grueso de la información sobre la estafa surgió de las bases mismas de la sociedad civil, que no sólo detectó y alertó sobre la maniobra sino que acumuló y resguardó los rastros digitales antes de que fueran borrados, los divulgó por las redes, alimentó y orientó al periodismo, y prestó testimonio ante las instituciones que se lo requirieron. La sociedad civil acorraló a la Justicia y el Congreso, que ahora no pueden fingir demencia frente a las pruebas acumuladas.

La opinión pública se ilustró además sobre la existencia de una creativa, inteligente y activa comunidad cripto en la Argentina, bien reconocida y ponderada además en el mundo, una comunidad menos paralizada por los prejuicios ideológicos que, por ejemplo, la de los productores rurales. Una comunidad que demostró estar atenta, reaccionó rápidamente, y no tuvo miedo. Una comunidad que, venimos a enterarnos ahora, intentó muchas veces tomar contacto con Milei, alertarle sobre aventureros y estafadores, y hablarle sobre sus propias posibilidades de desarrollo. Pero no logró atravesar los filtros: al parecer el presidente no se interesa por la capacidad productiva local y prefiere tratar con extranjeros aunque sean delincuentes.

Al mismo tiempo, el episodio por lo menos debilitó las posibilidades ciertas y temibles de que Milei se convierta en el Zelensky argentino. El hombre fuerte de Ucrania también saltó de la televisión a la política, también fue agasajado por los líderes y la prensa mundiales, y, aunque para algunos ucranianos resultó un traidor corrupto y dictatorial y para otros un ingenuo sorprendido en su buena fe, también se lo exhibió como campeón de la libertad, en su caso de la libertad política. Se lo roció de elogios, de apoyos militares y de préstamos multimillonarios.

Pero todo respondía a un plan puesto en marcha diez años atrás desde el Departamento de Estado norteamericano, que intervino en la política y economía de Ucrania para arrebatar las praderas y los recursos naturales de esa desdichada nación en beneficio de ciertos fondos de inversión que también revolotean sobre nosotros. Ahora le llegó el momento de pagar los préstamos, los elogios y los apoyos. A Ucrania, no a Zelensky. A Ucrania, que puso los muertos y arriesgó su territorio.

Son tiempos en que las soberanías nacionales representan poca cosa frente al dinero, tiempos en que Trump y Musk hablan de Gaza o Canadá o Groenlandia como si pudieran disponer de ellos a su antojo, y la prensa lo naturaliza. Corresponde a nuestra responsabilidad ciudadana preparar la defensa, estar atentos como la comunidad cripto, denunciar con solvencia: nada de lo que nos ocurre es casual, ni la corrupción ni la traición, ni los incendios ni las “privatizaciones”, ni el auge del delito ni el fracaso de la educación, ni la compra de aviones que no vuelan ni la política demográfica. Estamos bajo ataque.


–Santiago González

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