¿CAMINA EL MUNDO HACIA EL ABISMO? (I)

 


Como el Imperio Romano de Occidente en el año 476, también hoy el Imperio anglo–estadounidense se desmorona ante nuestros ojos.


Autor: Antonio Martínez Belchí

@elmanifiestocom

Nota original: https://elmanifiesto.com/tribuna/244756350/Camina-el-mundo-hacia-el-abismo-I.html



2024: Europa se acerca al borde del abismo


10 de marzo de 2024, domingo, fecha de hoy. Momento en el que me dispongo a poner por escrito algunas consideraciones sobre la situación del mundo en el momento presente. Bajo el riesgo, claro está, de que los acontecimientos dejen obsoletas o contradigan unas reflexiones que, al estar referidas al devenir imprevisible del acontecer histórico, corren el riesgo de ser barridas por la corriente incontenible de la Historia, como un río de Heráclito que, después de discurrir plácidamente durante uno de sus tramos, se encuentra con una zona de rápidos que lo convierten en un borbotar efervescente lleno de peligrosos remolinos. Unos remolinos que pueden desembocar en una cascada estruendosa, bajo la cual nubes de espuma oculten el fondo y amenacen con engullirnos en la confusión del más absoluto caos.

En los tiempos antiguos, dibujar un mapa resultaba una labor arriesgada. El conocimiento incompleto, muy fragmentario, de las masas continentales, contornos costeros, distancias reales etc. obligaban al cartógrafo a completar con su imaginación, o con conjeturas razonables, aquello a lo que no alcanzaban los límites de su ciencia. 

Las leyendas Terra incógnita o Hic sunt leones operaban como confesiones tácitas de la ignorancia propia, la cual, sin embargo, dejaba un saludable campo abierto a la fantasía y a la libre asignación simbólica de significados geográficos. Con el pleno desarrollo de la cartografía científica a lo largo del siglo XX, este problema desapareció, si bien la imaginación creadora sigue reclamando sus fueros, cuando un exceso de razón pretende ahogar otras dimensiones del espíritu humano y se produce un freudiano retorno de lo reprimido, análogo al que produjo el Romanticismo frente al racionalismo excesivo de la Ilustración.

Sin embargo, existen otro tipo de mapas de contornos mucho más problemáticos y difusos. La geografía terrestre muestra al menos una materialidad objetiva en la que se apoya un nuevo uso del adagio Contra facta non valent argumenta. En cambio, lo que podríamos llamar “mapas históricos” discurren sobre un terreno muy lábil, de arenas movedizas. ¿Dónde nos encontramos exactamente dentro del devenir del tiempo histórico? Con frecuencia, nos sentimos aquí como navegantes desorientados cuyas brújulas han dejado de funcionar. Queremos consultar nuestras cartas de navegación en el puente de mando o reunidos en el acogedor camarote del capitán, pero esas cartas nos muestran siempre una zona que ya hemos abandonado. Ahora navegamos por aguas desconocidas, donde nos podrían esperar –¿quién sabe?– una nueva versión del Mar de los Sargazos o del Triángulo del Diablo, o un infierno de tormentas como el del Cabo de Hornos, o un laberinto ártico de tierras heladas como aquel en el que su buscó durante décadas el mítico Paso del Noroeste. 

Aun así, un capitán experimentado sabe que sus conocimientos de navegación, y su experiencia pasada como marino resultan más preciosos aún precisamente en los mares y océanos que se surcan por primera vez. No dispone de cartas náuticas que señalen latitudes y rumbos precisos, pero sí de una experiencia, y aún más de un olfato, que le permiten intuir, o al menos conjeturar, lo que todavía no sabe a ciencia cierta.

Justamente así vamos a proceder en las páginas que siguen. Hemos titulado nuestro ensayo “¿Hacia dónde camina el mundo?”, cuando, por definición, el futuro –donde se producirá ese metafórico caminar– es un mero campo de posibilidades todavía sin definir, de potencias que no han pasado a ser acto. La caja de nuestro gato de Schrödinger histórico está todavía sin abrir, por lo que el gato aún está muerto y vivo a la vez. Todos los posibles estados cuánticos continúan superpuestos, flotando fluctuantes en el mar cósmico de las posibilidades infinitas. Sin embargo, nuestro gato histórico tiene un pasado, resultado de mil influencias que se entrecruzaron y que desembocan en ese concepto, problemático y fluido, que llamamos el “presente”. De manera que un estudio tan sagaz y penetrante como el que seamos capaces de hacer de eso que llamamos “pasado” y “presente” puede proporcionarnos algunas pistas de sumo valor. 

Sin ningún afán exhaustivo, y sin pretensión alguna de cientificidad académica, el ensayo que nos disponemos a redactar sí se propone, sin embargo, trazar algunos esquemas y bosquejos, y señalar también algunos fenómenos significativos, que puedan ayudarnos a determinar nuestra actual posición en el “mapa de la Historia” y, en consecuencia, a entender mejor nuestra trayectoria y nuestro posible rumbo futuro.

Y, sin más dilación, entremos ya en materia. Y hagámoslo examinando una conocida analogía aducida repetidamente por parte de diversos pensadores durante lo que llevamos de siglo XXI, y a la que se suele reconocer un grado apreciable de plausibilidad. Nos referimos a aquella comparación que establece un paralelismo histórico entre la situación actual del mundo y la que se produjo en el periodo final del Imperio Romano, antes de su colapso definitivo en el año 476 d. C.

Se produjo entonces, en efecto, el derrumbamiento definitivo del Imperio Romano, tras una larga etapa de decadencia; hoy asistiríamos –prosigue la analogía– al del imperio estadounidense o, para hablar con más precisión, al del poder anglo–sionista occidental, representado por la alianza entre Reino Unido y Estados Unidos, en torno a los cuales orbitan los demás países anglosajones occidentales (Canadá, Australia, Nueva Zelanda). A principios del siglo XXI, los neocon norteamericanos proyectaron la idea de un “Nuevo Siglo Americano”, de un siglo XXI también dominado por Estados Unidos, es decir, por un Occidente aglutinado en torno a él. Sin embargo, los signos de crisis resultan manifiestos. 

El mundo multipolar de los BRICS, la alianza euroasiática como nuevo polo del poder mundial. parece una realidad imparable. Cada vez más países quieren entrar en este nuevo club, en el que vislumbran el futuro del mundo. Mientras tanto, el poder estadounidense emite señales inequívocas de agotamiento. La guerra de Ucrania (es decir, la guerra de la OTAN contra Rusia utilizando a Ucrania como país interpuesto) no está dando los frutos esperados. El dólar se ve cada vez más amenazado como moneda de reserva mundial. La enorme deuda pública de Estados Unidos (unos 33 billones de dólares) pende como una espada de Damocles sobre la cabeza del gigante americano. 

El senil Joe Biden puede verse como símbolo de un Estados Unidos también cada vez más débil y decrépito. Sin embargo, y como se sabe, las potencias que ven amenazada su posición hegemónica se vuelven especialmente peligrosas en ese momento previo al sorpasso, propensas a caer entonces en lo que se ha dado en llamar “la trampa de Tucídides”. En vez de gestionar con sabiduría su decadencia para reacomodarse dentro de un orden mundial renovado, el hegemón a punto de ser destronado puede elegir sacudir el tablero de juego por sorpresa, cuando su oponente aún no está en condiciones reales de vencerle. Se abre entonces un periodo especialmente crítico en el devenir de las relaciones internacionales, con grave riesgo de una guerra abierta de efectos desastrosos y consecuencias de todo tipo imposibles de prever.

Múltiples signos indican que nos encontramos precisamente en esta fase del juego, lo cual torna tal vez más problemática la comparación con el colapso del poder de Roma. En el caso de ésta, durante el periodo del Bajo Imperio se habían ido acumulando una serie de síntomas que inequívocamente apuntaban en la dirección de un colapso inevitable: las invasiones de los pueblos bárbaros, la creciente dificultad de defender las fronteras y mantener la administración centralizada de los distintos territorios, el empleo de soldados mercenarios, el desequilibrio creciente en las arcas públicas, el intento de utilizar el cristianismo como un nuevo aglutinante político–religioso, el desmoronamiento de la moral pública y privada. Sin embargo, y dado que, como se sabe, “la Historia no se repite, pero rima”, me parece indudable que existe un grado suficiente de tal “rima” que nos permite utilizar la caída del Imperio Romano como un proceso histórico estructural del que extraer reveladoras enseñanzas para nuestro muy probable próximo futuro.

En primer lugar, es indudable que el Occidente liderado por Estados Unidos va a caer. Ahora bien, no parece que vaya a hacerlo de forma pacífica, sin intentar prolongar su hegemonía por todos los medios posibles. La actual guerra de Ucrania forma parte de esta tentativa, la cual, empero, está destinada al fracaso. Los valores del Occidente contemporáneo (su tríada de individualismo, relativismo y titanismo, que desemboca en el homo deus transhumanista de Yuval Harari) ya están empezando a decaer. 

Sin embargo, Occidente parece estar dispuesto a morir matando. Estados Unidos se ha embarcado en una guerra de desgaste contra Rusia. En 2022, tras la entrada de tropas rusas en Ucrania, muchos analistas occidentales pronosticaban el derrumbe de la “débil economía rusa” como consecuencia del esfuerzo bélico. Tal desmoronamiento ni se ha producido ni hay visos de que se vaya a producir. Ante tal situación, los países de Europa occidental insisten en proseguir la guerra y descartan cualquier negociación con Putin, la cual sería, lógicamente, la opción más racional. 

Esta peligrosísima política puede desembocar, antes o después, en alguna forma de enfrentamiento directo entre las tropas rusas y los ejércitos de la OTAN: un enfrentamiento que, pese a sus enormes riesgos, parece ser deseado –con desigual entusiasmo y decisión, todo hay que decirlo– por los líderes europeos, entre los cuales Emmanuel Macron insiste en ponerse a la cabeza. Entretanto, Estados Unidos sigue jugando sus cartas desde el otro lado del Atlántico. 

Saboteó y destruyó el gaseoducto Nordstream para impedir una mayor interconexión energética y económica entre Rusia y Alemania, motor económico de Europa. Del mismo modo que ha utilizado a Ucrania, Estados Unidos pretende utilizar ahora a Europa occidental como ariete contra Rusia, a la que querría balcanizar y trocear en distintos Estados con presidentes–títere como Zelensky, para colonizarlos, explotarlos y controlarlos como ha hecho con Ucrania. En esta partida de ajedrez geopolítico, los países europeos llevan todas las de perder: bien sea porque la guerra contra Rusia termine desarrollándose dentro de su territorio, bien sea por el empobrecimiento general de sus economías, dentro de un forzoso contexto bélico. 

Que Emmanuel Macron esté hablando ya de implantar una “economía de guerra” indica bien a las claras el rumbo proyectado por los líderes europeos: aumento muy significativo de los presupuestos de defensa detrayendo recursos de otras áreas, control estatal creciente de la sociedad y de cualquier canal de información alternativa, restricción general de derechos y libertades bajo el perfecto pretexto de un contexto de guerra o de grave amenaza bélica. Después de criticar tanto el iliberalismo de Víktor Orban, va a resultar que era la Unión Europea la que aspiraba a convertirse en un Super–Estado dictatorial de estilo orwelliano, donde se hable una neolengua ya en trance de formación y se implante, bajo eufemismos y todo tipo de disimulos, un auténtico Ministerio de la Verdad.

En mi opinión, ya es imposible evitar un conflicto abierto contra Rusia en Europa, básicamente porque Europa parece haber perdido todos sus antiguos temores y ahora se permite fanfarronear y bromear acerca de esa posible guerra. Por oscuros motivos, incluso parece desear que esa guerra se produzca, aunque lógicamente no lo vaya a admitir en público. En Francia empieza a existir una contestación popular interna contra los ardores bélicos de Macron, el aspirante a pequeño Napoleón del siglo XXI; pero, en general, la opinión pública europea aún no es consciente de hasta qué punto nos encontramos al borde del abismo. 

En cuanto a Estados Unidos, se dispone a utilizar cínicamente a Europa para solucionar sus propios problemas internos. En efecto, una guerra a gran escala en suelo europeo, aparte de servir a sus intereses dentro de su enfrentamiento geopolítico de fondo contra el eje euro–asiático, puede ser un enorme negocio para las empresas estadounidenses. En caso de una situación real de guerra, las grandes empresas europeas y los capitales financieros emigrarán en masa a Estados Unidos. 

Si este escenario llega a producirse (y creo que lo hará antes o después, porque existe una clara voluntad de proseguir la guerra contra Putin y excluir cualquier tipo de negociación), entonces la que más sufrirá será, lógicamente, la población de Europa occidental, a la que sus líderes políticos están traicionando de distintas maneras: no sólo insistiendo en una guerra contra Rusia totalmente innecesaria y suicida, sino emprendiendo también una auténtica campaña de acoso y derribo contra la agricultura europea, con el fin de destruirla, acabar con la capacidad de Europa de alimentarse a sí misma –fin de la soberanía o, al menos, de una relativa autonomía alimentaria– y poner de rodillas a millones de ciudadanos, obligados, bajo la amenaza del hambre, a aceptar medidas extremas de control y sometimiento, con tal de que el proyectado Super–Estado europeo, aliado con las multinacionales alimentarias, les proporcione cada día su escueto cuenco de arroz.

Por supuesto, desconozco la secuencia concreta de los acontecimientos futuros, y también la forma que va a adoptar la enorme crisis a la que Europa se enfrenta en la hora actual. Como el Imperio Romano de Occidente en el año 476, también hoy el Imperio anglo–estadounidense se desmorona ante nuestros ojos. Igual que sucedió entonces, se aproxima una época de extremo caos y confusión. En cierto modo, nos hallamos al borde de una nueva Edad Media. Como teorizó en su momento el profesor Joseph Tainter en su estudio sobre el colapso de las sociedades complejas, llega un momento en que un sistema territorial de poder –Occidente– considera poco rentables las inyecciones adicionales de orden y anti–entropía necesarias para mantenerse vigoroso y unido y decide emprender el camino de la desintegración, hacia nuevas formas de orden más fragmentarias y menos exigentes (recuérdese a este respecto la Teoría general de sistemas de Von Bertalanffy). 

Es justamente esto lo que creo que va que va a suceder: aumento intencionado de las tensiones con Rusia, caos en Europa, desconcierto y descontento social, disposición de una gran masa de la población europea a la obediencia en medio de un ambiente de miedo e inseguridad, represión férrea de la disidencia y de los teóricos de la conspiración. Por supuesto, el bello proyecto europeo de Schuman, Adenauer y De Gasperi está muerto y enterrado. 

La Unión Europea actual desea convertirse en una dictadura bajo un aspecto aparentemente aceptable, con sus ciudadanos sometidos a una existencia digital omnipresente que permita ejercer sobre ellos un estricto control.

Ahora bien: el proyecto del Super–estado europeo fracasará, mientras tal vez irán surgiendo, aquí y allá dentro de suelo europeo –presuponiendo un contexto de crisis absoluta–, diferentes propuestas políticas, bien libertarias, bien autoritarias e iliberales. Sin embargo, en esa atmósfera de incertidumbre suprema, el mundo eslavo, con Rusia a la cabeza, es muy posible que se erija como algo semejante al Imperio Bizantino tras el colapso del Imperio Romano de Occidente. 

Dentro del mundo de los BRICS, Rusia aspira a una era de prosperidad y desarrollo que permita el pleno aprovechamiento de las inmensas riquezas de Siberia. Igual que Bizancio se mantuvo durante siglos merced a una hábil diplomacia –cínica a veces, hábil y pragmática siempre– y contempló invariablemente la guerra como último e indeseable recurso, resulta perfectamente imaginable que uno de los fenómenos que surjan en el caos del inicio de la nueva Edad Media del siglo XXI sea algo semejante a lo que fue en su día Bizancio, alcanzando su influencia desde Italia y Grecia hasta los países del Grupo de Visegrado, y extendiéndose luego hasta el Cáucaso, el Mar Negro y las ex repúblicas soviéticas de Asia Central. 

Tal entidad político–cultural–espiritual recogería algunos valores occidentales, como la idea de familia ligada a la tradición cristiana, fusionados con estructuras espirituales propias de la tradición ortodoxa y con elementos más o menos guenonianos como los preconizados por Aleksandr Dugin, filósofo e ideólogo del Kremlin, y que entroncan con la tradición irania, el misticismo sufí y el esoterismo islámico. En este contexto, no es difícil imaginar una atmósfera de acercamiento a Turquía y a diversos países de Oriente Medio, por otra parte muchos de ellos interesados en ingresar en el club de los BRICS y en el proyecto de la Nueva Ruta de la Seda. 

En cuanto a China, la expansión de su influencia política y económica a través del gran proyecto euroasiático que lidera resulta evidente; pero China carece del pathos de dominio mundial que, en cambio, sí es propio del ser de Occidente, bajo el signo de Prometeo y Fausto e impulsado, como desde su núcleo, por la aspiración sionista y anglo–masónica al dominio planetario, que está en la esencia misma de la alianza entre Israel y el imperio anglo–norteamericano. 

Por otra parte, el alma de China, de esencia cancerina y confuciana, no conecta en absoluto con la idea militarista propia del Occidente anglosajón, cuya más reciente expresión histórica ha sido, desde la década de 1990, la extensión de la OTAN hasta las fronteras de Rusia. 

No es casualidad que el gran estratega chino de la guerra sea Sun–Tzu, ya ingresado entre nosotros, por cierto, en el vocabulario de la cultura pop. China puede aspirar a la dominación comercial, pero no está en su ethos llenar el planeta de bases militares, como ha hecho Estados Unidos a lo largo y ancho de los siete mares sin que, al parecer, a nadie le parezca mal y ni siquiera llame demasiado la atención.

En próximas entregas del presente ensayo seguiremos desarrollando la línea argumental que hemos esbozado en los párrafos anteriores, para desembocar finalmente en el bosquejo de un futuro posible que muestre para Europa, y para el mundo en general, un horizonte de esperanza.


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