DESACIERTOS Y EXABRUPTOS
Nota: https://gauchomalo.com.ar/desaciertos-exabruptos/
Los escándalos en Capital Humano, los arrebatos del presidente y la inquietud del mercado definen un momento crítico del gobierno
Pocas cosas han puesto más en evidencia las flaquezas del gobierno que el escándalo de los comedores, en el que se mezclan la ideología, los prejuicios y la impericia. Una combinación desafortunada que dejó sin asistencia alimentaria a millones de necesitados —mucho más numerosos y apremiados ahora como consecuencia de las propias políticas oficiales— mientras la comida se deterioraba en los depósitos del Estado. La ideología dice que no existe la comida gratis; el prejuicio alienta la presunción de que los caídos del sistema son de algún modo culpables de su propia caída, o están afectados por alguna tara insalvable, o son rehenes de unos “gerentes de la pobreza”, o todo junto; la impericia impide encontrar una solución rápida y eficaz al problema.
Cuando en enero un puñado de responsables de comedores y merenderos fueron a reclamarle por la interrupción de los suministros, la ministra de capital humano Sandra Pettovello les desconoció toda representación y les dijo que sólo iba a atender a sus pedidos y necesidades de manera individual. Al día siguiente, cuadras y cuadras de “individuos” se alinearon frente a su ministerio esperando ser recibidos uno a uno. Pero la ministra los ignoró por completo, y dejó que se achicharraran en vano bajo el sol estival. Para un país con un 55% de pobres y casi un 20% de indigentes, la fila que se vio por televisión no pareció muy larga: apenas tuvo un valor simbólico, pero al mismo tiempo resultó reveladora de la mentalidad que hizo posible la crisis de las últimas semanas.
Mentalidad difícil de comprender, porque a nadie escapa que esas cifras sociales calamitosas no responden a un fenómeno coyuntural y pasajero sino que reflejan una distorsión estructural iniciada hace medio siglo y agravada con el tiempo. Tres generaciones de argentinos que no saben lo que es un trabajo formal, empantanadas en el barro de la pobreza, condenadas a estrategias elementales de supervivencia, sin esperanza ni horizonte. Y no por su culpa o su desidia, sino por las malas decisiones de una clase dirigente miope, mezquina o traidora, que de manera desaprensiva, si no interesada, coreó alegremente las partituras de Martínez de Hoz, Menem y Macri, con las variaciones para la mano izquierda de Alfonsín o los Kirchner.
Cuando el empleo formal se convirtió en un privilegio inalcanzable y el número de los desocupados y caídos del sistema llegó a niveles críticos, emergieron formas de organización popular distintas de los sindicatos, muchas de ellas surgidas al amparo de las iglesias o de la política, en su origen destinadas a hacer más económica la preparación de alimentos, asegurar su provisión, y sostener además reclamos básicos mediante piquetes y movilizaciones. El delegado gremial dejó paso al puntero, encargado de intermediar esta vez no con el poder empresarial sino con el poder político. Estas formas de representación se volvieron cada vez más amplias y complicadas, y así surgieron las organizaciones y los dirigentes sociales, nuevos garantes de la paz en la calle a cambio de subsidios y provisiones.
El kirchnerismo, como la propia Cristina recordó hace poco, logró reducir a su mínimo histórico el número de personas alcanzadas por programas de asistencia social, pero el gobierno de Macri, inseguro sobre cómo manejarse con un mundo que desconocía, volvió a incrementar ese número y, lo que es peor, a fortalecer el papel de los dirigentes sociales, con los que le resultaba más fácil negociar según el modelo de toma y daca ya probado exitosamente en el pasado con los caudillos gremiales. El gobierno de Alberto Fernández, con su desdichado manejo de la pandemia, destrozó la economía y extendió la asistencia social, y el poder de los intermediarios, a niveles siderales. Y, aún más grave, incorporó a notorios “dirigentes sociales” al aparato asistencialista del Estado, colocándolos, literalmente, a ambos lados del mostrador.
Este es el estado de cosas que heredó Javier Milei, para cuyo gobierno la asistencia social es una aberración, sus demandantes alguna especie de débiles o degenerados que algo van a tener que hacer si es que no quieren morirse, y las organizaciones sociales una madeja de corruptos. Seguramente no faltarán argumentos e incluso ejemplos que respalden cada una de esas presunciones, especialmente la última. Pero lo que el gobierno no puede desconocer, más allá de sus convicciones ideológicas o políticas, es que la miseria existe, que hay millones de niños desnutridos y millones de argentinos que se van a dormir sin comer, con suerte bajo un techo precario, y que es su responsabilidad dar respuesta oportuna y aceptable a ese drama.
Pero ¿acaso está obligado el Estado a asistir a los desamparados? Ya conocemos, o podemos presumir, la respuesta que da a esa pregunta el anarcocapitalismo al que adhiere Milei. Pero no es la única, y los interesados pueden encontrar fundamentadas reflexiones al respecto en textos de Carlos Rosenkrantz, Marcelo Alegre o Martín Farrell. Más allá de los argumentos de estos distinguidos juristas, e incluso apoyándose hasta cierto punto en ellos, es posible afirmar que para la cultura social argentina, para el pacto que nos anuda como nación, el hambre es un escándalo inaceptable y el Estado sí debe acudir en auxilio de quienes lo padecen, con recursos tomados del erario común. La sociedad lo autoriza moralmente, pero también reclama eficacia en la operación.
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A los efectos de la ideología o el prejuicio debemos sumar también los de la impericia. Movido por sus fundadas sospechas de corrupción, el ministerio de Pettovello canceló toda entrega o distribución de alimentos. Pero no acertó a diseñar mecanismos de reemplazo, y mientras tanto la gente se quedó sin comer. Su confusión y desconcierto son evidentes: por un lado, ordenó nuevas compras de alimentos (a través de la misteriosa Organización de Estados Iberoamericanos, OEI), y por otro no supo cómo repartirlos ni siquiera a través de decenas de instituciones confiables que sostienen comedores, como Caritas. La justicia tuvo que exigirle la presentación perentoria de un plan de distribución.
Esa impericia fue aprovechada por sus enemigos políticos. Kirchneristas residuales dentro de Capital Humano avisaron a periodistas amigos sobre la existencia de toneladas de alimentos almacenados en galpones, algunos a punto de vencer si no ya vencidos. El gobierno reaccionó como lo hacen los chicos: primero negó, después mintió, y finalmente tuvo que reconocer, avergonzado. Entretanto, uno de los más bulliciosos “dirigentes sociales” fue más práctico: presentó una denuncia judicial. La justicia la aceptó, investigó y comprobó. El gobierno, como hacen los chicos, quiso zafar de la paliza previsible cumpliendo alguna buena acción, sacándose de encima de paso partidas de leche en polvo a punto de vencer. Usando camiones militares las envió a una organización humanitaria que le hizo el favor de recibirla. Pero no zafó de la reprimenda, y la justicia le ordenó presentar planes sobre todo el resto.
Como si eso fuera poco, otros, o los mismos, kirchneristas residuales en el ministerio de Pettovello, alertaron simultáneamente a periodistas amigos (y les indicaron el camino para hacerse de los documentos) sobre la existencia en esa cartera de un sistema de contrataciones de personal a través de la sospechosa OEI, una organización con rango diplomático que los gobiernos de la región utilizan para realizar transacciones que sus legislaciones no les permiten. Algunas de esas contrataciones eran reales, pero otras sólo servían para retornar fondos que marchaban con destino incierto. La ministra destituyó al funcionario involucrado en esas contrataciones, el secretario de niñez y familia Pablo de la Torre, y a sus colaboradores, y los denunció penalmente.
El problema para Pettovello es que la práctica de operar a través de la OEI parece extenderse en su ministerio más allá del área de De la Torre, merced a autorizaciones y contratos presuntamente firmados por ella misma. La primera actuación de la justicia en la demanda presentada por su cartera apuntó justamente a esclarecer este punto, decisión que la deja en una situación muy endeble. Todo lo dicho plantea dudas sobre la calidad del asesoramiento legal que recibe la ministra, conducido por la enigmática Leila Gianni, a quien le bastaron seis meses para revisar sus convicciones y saltar sin escalas del liderazgo de Sergio Massa al de Javier Milei y del magisterio de Juan Perón al de Murray Rothbart. Este recurso del capital humano que acompaña a la superministra pone muy inquietos a ciertos libertarios.
Los más intranquilos se preguntan si Gianni no fue la tercera pata kirchnerista en una operación de pinzas contra Pettovello, que es como decir contra Milei, y si sus pasos de comedia con Grabois en los tribunales (en una audiencia donde el piquetero nada tenía que hacer) no fueron previamente ensayados en complicidad por ambos. Esos mismos libertarios llaman la atención sobre los vínculos de la abogada con personajes de la comunidad de inteligencia, y su rara costumbre de ir acompañada por custodia armada, incluso dentro de la sala de audiencias del tribunal; se preguntan también sobre el papel de esa custodia armada para obtener la declaración de un subalterno, utilizada luego por Gianni para fundamentar la demanda contra De la Torre.
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Dejando de lado los aspectos humanitarios, todos estos problemas son hasta cierto punto triviales, torpezas de un elenco gubernativo inexperto e internamente dislocado que no alcanza a consolidarse. La opinión pública sigue dando muestras de tolerancia, y vuelca sus emociones en la dirección de la esperanza. El mercado parece más quisquilloso, y emitió en los últimos días fuertes señales de desconfianza: en Wall Street cayeron los títulos argentinos y subió el riesgo país; en la plaza local, el dólar blue pegó un salto inquietante. Ligeros repuntes en los sectores de la industria y la construcción aparentemente no bastaron para solventar la afirmación del ministro Luis Caputo de que la recesión ya había cedido, y varios economistas empiezan a dudar sobre la desaceleración de la inflación.
El FMI reclamó “mejorar la calidad de la consolidación fiscal”, “ampliar el apoyo político”, evitar que el ajuste caiga “desproporcionadamente sobre las familias trabajadoras” y “aumentar la asistencia social para apoyar a los pobres”. La portavoz del Fondo no habló de los jubilados, probablemente porque de ellos ya se había ocupado la cámara baja. La aprobación de una nueva fórmula de actualización de las pensiones fue leída correctamente por el gobierno como una provocación política, no como un salvavidas arrojado a los queridos abuelitos; también le sirvió a los diputados para evitar que su decisión de aumentarse el sueldo en un 80% ocupara los titulares del día siguiente. Como quiera que fuese, el episodio puso en evidencia la conformación de una mayoría hasta ahora impensada en Diputados, entre peronistas, radicales y varios caramelos surtidos, capaz de recrearse en cualquier momento si las circunstancias lo exigen.
Mientras la Iglesia tendía en la Catedral las expresivas mesas de un comedor popular, y como frutilla del postre para una semana de desaciertos, el presidente Javier Milei no tuvo mejor idea que, en un arrebato de exaltación ideológica, definirse a sí mismo ante una periodista como “un topo que vino a destruir el Estado desde adentro”. Milei no estaba hablando como un teórico del anarcocapitalismo ni se refería a ese Estado abstracto de los libros de Rothbart: estaba hablando como presidente de la Nación Argentina y se refería al Estado argentino. Sus palabras lo dejaron literalmente a merced de un pelotón de fusilamiento político que, como lo demostró la votación sobre jubilaciones, puede cerrar filas rápidamente y tiene las armas cargadas.
–Santiago González
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