SOBRE HÉROES Y TUMBOS
Milei rinde honores a la casta mientras minimiza o ignora el consenso social que sostiene sus medidas más audaces y dolorosas
El gobierno de Javier Milei parece atrapado en un malentendido. Su líder observa las impresionantes cifras alcanzadas en materia de reducción de la inflación y control del gasto público, y las atribuye a su propio genio; describe como “héroes” a quienes respaldan sus políticas en el Congreso, y fustiga como “degenerados fiscales” a quienes le oponen objeciones; afirma que la parte de la sociedad que lo acompaña es “gente de bien” y trata a quienes lo critican como “orcos” o “zombis”, entes de apariencia humana y escasa o nula inteligencia. Si ésta es la lectura que la cumbre del poder hace de su propia gestión y de su relación con la sociedad, estamos en presencia de un equívoco que tarde o temprano tendrá consecuencias.
Tratemos de despejar ese equívoco, ese malentendido, aunque sea provisoriamente. Notemos en primer lugar que las herramientas que le permitieron al gobierno alcanzar las correcciones financieras que lo enorgullecen no sugieren para nada el fino bisturí del economista avezado: el presidente bajó la inflación induciendo una recesión lindante con la depresión económica, y alcanzó el equilibrio fiscal aplazando pagos, cancelando la obra pública, reduciendo los haberes jubilatorios y recortando subsidios.
Algún bromista dirá que se trata de instrumentos contundentes propios de, bueno, los orcos; otro advertirá más seriamente que en esto Milei no se apartó de sus promesas de campaña, cuando se mostraba empuñando la motosierra y asestando garrotazos sin demasiada sutileza. No es raro que algunos aficionados al cine de terror, o bien conocedores de la economía argentina, teman que, como en las películas de orcos o de zombis, o como en la historia, la inflación y el déficit vuelvan en cualquier momento a la vida, con renovadas energías.
La reducción de la inflación y el control del gasto no se han alcanzado entonces gracias al genio de Milei sino más bien a su decisión política de alcanzarlos, aunque fuese a las trompadas. Paradojas del destino: no fueron las diáfanas fórmulas financieras las que facilitaron al presidente sus mejores logros, como él probablemente esperaba, sino las inciertas alternativas de la acción política, digna de todo su desdén. Para reforzar la lección: la política no es un acto individual; no es la fórmula genial descubierta en la soledad del gabinete. Se necesitan dos para bailar el tango, y se necesitan millones para que una política tenga éxito.
Con su decisión aparentemente inquebrantable de aniquilar la inflación y controlar el gasto, el presidente aportó el 50% del mérito respecto de los resultados obtenidos. El otro 50% debe atribuirse, con toda justicia, al consenso social, sin el cual nada habría podido lograrse. El malentendido o el equívoco en que se encuentra atrapado el gobierno reside en creer, al menos en su discurso público, que el 100% del mérito le pertenece, y desestimar, por inexperiencia, arrogancia o temor a la demagogia, el papel de la sociedad en ese logro. Personalmente, me inclino por la arrogancia.
El peso del ajuste ha caído abrumadoramente sobre los hombros de la clase media, que todavía no sale de su estupor tras comprobar que la casta del discurso público era en realidad ella misma. Con creciente angustia y desesperación, el sector que legendariamente marcó el tono de la sociedad argentina advierte ahora que el suelo que creía firme bajo sus pies se convierte en inestables arenas movedizas que ya no lo sostienen, en las que se hunde cada vez más. Otra paradoja de esta época sin precedentes: la clase media así castigada ha sido la principal donante de consenso para las reformas que encara Milei: tras décadas de promesas fallidas, creyó encontrar en su decidida resolución un motivo de esperanza.
Sin embargo, como consecuencia de la arrogancia o de cualquiera de los otros factores mencionados, el gobierno ha desestimado públicamente el valor de ese consenso, la importancia decisiva de que la acumulación de pérdida de empleos, aumentos de tarifas, parálisis económica y caída de salarios y jubilaciones no se haya traducido hasta ahora en la clase de violentas protestas callejeras de las que la Argentina tiene una larga y sangrienta tradición. Esa tolerancia no goza del aprecio oficial, al contrario. Una escuálida protesta de jubilados recibió como respuesta una obscena exhibición de poder represivo. Es evidente que la Casa Rosada no entiende la naturaleza de su relación con la sociedad.
El desdén evidente del gobierno por quienes en verdad lo sostienen se hace visible en múltiples frentes. Antes que nada en su renuencia a brindarles un reconocimiento explícito, luego en su negativa a hablarles directamente y explicarles el sentido y el propósito de sus decisiones; también en las respuestas groseras e insultantes que arroja sobre cualquier crítico, incluso el mejor intencionado; finalmente, en su desconsiderada arbitrariedad: agasaja como “héroes” a un puñado de legisladores comprados y al mismo tiempo produce un video de mal gusto contra la casta, pero exclusivamente apuntado contra el kirchnerismo, como si el PRO o el radicalismo, especialmente el radicalismo, fueran ajenos a la casta.
Estos tremendos errores de comunicación están erosionando precisamente ese valioso consenso que explica por lo menos la mitad de los éxitos logrados hasta hoy por el gobierno, que, en lo sustancial, se agotan en los dos frentes señalados, inflación y gasto. Ni el genio del presidente, ni el de sus colaboradores le han encontrado la vuelta a cuestiones más delicadas, que exigen pericia y refinamiento, como las que plantean el frente monetario y cambiario o el frente previsional, por mencionar un par de ejemplos. Préstamos no han llegado, inversiones no han aparecido, y todas las esperanzas están puestas ahora en el blanqueo, en el ahorro de los argentinos de clase alta y media alta.
En el mensaje que acompañó la presentación del presupuesto el presidente anunció otra decisión política: la prioridad presupuestaria argentina se concentra en el pago de la deuda, y todo lo demás se subordina a ese compromiso central. Hay que reconocerle a Milei el coraje y la determinación para hacerse cargo de una propuesta semejante, tan antipática, tan difícil de digerir para quienes soportan el peso del ajuste, tan fácilmente atacable por sus enemigos políticos. Pero se trata de una decisión razonable: un país endeudado, más aún, un país sin crédito como la Argentina no es un país soberano.
Los militares primero y los presidentes de la democracia después no han hecho más que incrementar el endeudamiento, internacional pero también local, del Estado argentino. Cuando el presidente decide restringir el gasto público federal del 50% al 25% del PBI, y cuando invita a los gobiernos provinciales a hacer lo mismo, está atacando los motores mismos del endeudamiento; cuando hace del pago de la deuda una prioridad presupuestaria está allanando el camino hacia la recuperación de la soberanía nacional. Hay que recordar que un 25% del PBI, el nivel histórico del gasto público, alcanzó en su momento para sostener los mejores sistemas educativos, sanitarios, judiciales, y de seguridad y defensa de la región.
También para este punto el gobierno va a necesitar del consenso social, y también esto lo comunicó mal, con un discurso demasiado abstracto, pronunciado en un escenario inadecuado, con un público tribunero, y al que la ciudadanía respondió con pacífica sabiduría, apagando sus televisores en proporciones sin precedentes para ese mismo día y hora. Según asegura la crónica periodística, el responsable de ese desaguisado fue recompensado con un ascenso, y la retórica del discurso oficial se mantuvo desde entonces dentro de los mismos carriles de la arrogancia y el insulto.
Los efectos de esa manera errónea de comunicar se hacen sentir en las encuestas de opinión y en las sesiones de focus groups organizadas por diversas consultoras: la imagen del presidente y la aprobación popular de su gestión vienen de tumbo en tumbo en las últimas semanas. Al gobierno le convendría apartar su retórica desde la desacreditada lucha contra la casta y orientarla hacia una épica de la reconstrucción nacional, capaz de ganar y afianzar consensos. Esto no debería ser difícil para un campeón de la libertad como Javier Milei, ya que no hay libertad posible sino dentro de un Estado nacional fuerte y capaz de protegerla. Es lo que piensan los líderes mundiales que admira. Y además, tiene ahí cerca a su vicepresidente, que puede ilustrarlo al respecto.
–Santiago González
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