LA CARRERA DE LA MUERTE
Autor: El Reaccionario (@altrightar)
“The democratic politician and the electorate are bound together by a circuit of reciprocal incitement, in which each side drives the other to ever more shameless extremities of hooting, prancing cannibalism, until the only alternative to shouting is being eaten.”
Nick Land.
No vamos a hablar en detalle de la elección, porque no es lo que acostumbro, pero sí vamos a hablar un poco de lo que podemos aprender de esta elección — y probablemente de cualquier otra.
Uno de los problemas de la democracia es que cuando la inventaron no dejaron bien clara la manera de proceder cuando el sistema se atasca en un loop autodestructivo. No hay un rompa el vidrio en caso de emergencia. Quizás creyeron que el mecanismo se regularía sólo: que pueblo y gobierno se mantendrían a raya entre sí; que los poderes se controlarían entre ellos. Era sólo cuestión de darle cuerda y listo — déjenla que ande, nomás.
Es posible que estemos siendo injustos, igual. ¿Cómo iban a saber lo que podía pasar? Bueno, en realidad se sabe por lo menos desde Aristóteles, pero no importa, porque no es momento de juzgar a los muertos. Que Locke y Montesquieu descansen en paz si pueden. Nosotros volvamos al presente.
La presidencia de Macri y la elección del domingo dejan una buena lección para los libros de historia, y ojalá sirva para evitar que a las futuras generaciones se les suba a la cabeza todo el asunto de la soberanía del pueblo y terminen ejecutando a otro Charles I o Luis XVI.
Lo que nos queda bien claro es que el sistema democrático, al menos en Argentina, se rompió. En realidad, roto estuvo siempre y en todos lados, pero acá los plazos parecen ser otros. Qué tiene Argentina de especial, no sé, pero no hay duda de que acá algo salió muy mal en algún momento, que hizo que el proceso des-civilizatorio se volviera loco, y que nos encontremos actualmente en medio de una carrera de la muerte. Como canta Ozzy, we’re going off the rails on the crazy train.
La naturaleza misma de la democracia — ese incitamiento recíproco a cometer excesos entre políticos y electores — hace que, salvo intervención humana, eventualmente la situación alcance una especie de tipping point o punto de no retorno. Dado el pacto tácito entre funcionarios y dependientes en torno a la confiscación de los bienes de los ciudadanos productores, el incentivo por permanecer en el sector privado decrece con el tiempo. Los que dan disminuyen en número mientras se engrosan las filas de los que reciben. Lo que subsidiás es lo que obtenés. Nada del otro mundo.
El punto de inflexión es fácil de inferir: cuando los dependientes superan en número a los productores, lo cual es inevitable, el reloj empieza a correr. Y si es cierto lo que me dicen de que en Argentina ocho millones de personas mantienen al resto, el país es asunto terminado. Como todos los votos valen uno, la prioridad del político siempre es la mayoría — y mucho más, lógicamente, si es una mayoría en aumento. No quiero ser alarmista ni mucho menos, pero es posible que Macri haya sido el último capaz de remediar esto “por las buenas”. El rechazo mayoritario hacia el kirchnerismo le dio a Cambiemos un cheque en blanco para hacer lo que debía hacerse. La gente estaba dispuesta a bancarse el mal trago porque sabía de lo que estaba huyendo.
Lamentablemente, Macri también se dejó seducir por las sirenas, porque la idea de comprar votos de la oposición siempre es difícil de resistir. Y más cuando el que pone la plata es otro. No vamos a hacer una evaluación de este pésimo gobierno, pero el Presidente decidió intentar ganarle al kirchnerismo en su propio juego. Macri debía ser el representante de la sobriedad, pero decidió apostar por otra cosa. Ahora los dos partidos más importantes del país compiten entre sí por el voto de los dependientes, cada uno tratando de superar al otro en una carrera de excesos confiscatorios.
El kirchnerismo, para colmo, aceleró el paso hacia la barbarie, y nos dejó una base de votantes que no conocen otra cosa que vivir en lo próximo y lo inmediato, como animales. Sin pretender ser demasiado exacto, nadie de menos de 25 o 30 años tiene noción de lo que es planear. Yo mismo, que no llego a los 30, ya me acostumbré a vivir al día como en la mismísima jungla. Un lustro de inflación del 50% anual hace estragos en la psiquis de cualquiera.
La Carrera de la Muerte es un círculo vicioso — una espiral descendiente que arrastra tanto a los dependientes como a los funcionarios, dejando a los primeros cada vez más incivilizados, a la vez que vuelve más corruptos a los segundos. La competencia por los votos es hostil y lo cierto es que la verdad no garpa. Tampoco alcanza con prometer algunas cositas, sino que ahora hay que ingeniársela de verdad. Cada día hay menos plata a la vez que hay dependientes más exigentes, y la política a esta altura no es otra cosa que una competencia de slogans y rebuscadas promesas de despilfarro. Socialismo con plata hace cualquiera — la cosa ahora es hacerlo con los pocos mangos que se le pueden seguir sacando al privado.
Lo que yo no entiendo, claro, es como podemos estar dispuestos a suicidarnos por no pecar de políticamente incorrectos, cuando cualquiera con tres neuronas funcionando se da cuenta de que este sistema ya no da más. Cada gobierno debe superar en extravagancia al anterior, a la vez que hereda un Estado cada vez más demosclerótico y una demografía cada vez más deteriorada. Porque el problema no es sólo la guita, sino los recursos humanos. Eso no se levanta en diez ni veinte años.
¿Somos conscientes de que este país va camino a un apocalipsis haitiano y que nos estamos callando para que no nos acusen de antidemocráticos? Miren, es hora de que nos demos cuenta de algo: los sistemas no gobiernan, y mucho menos gobiernan los ideales. Tampoco gobiernan las constituciones. Los hombres gobiernan, y sólo los hombres.
Entonces, acá lo que hace falta es un estadista. Alguien que tenga las pelotas suficientes para tomar las riendas del país y le haga entender a la población que hay que hacer cosas que quizás no gusten, pero que deben hacerse y punto. Si alguien va a dar vuelta la torta acá, es alguien que entiende que no se puede trabajar con cuarenta millones de personas gritándole en los oídos. Tiene que tener muy claro lo que va a hacer y tiene que hacerlo aún sin consenso, y lo que tiene que hacer es esto:
- Ordenar los números.
- Proteger al ciudadano honesto de los delincuentes.
- Terminar con las mafias prebendarias.
- Dejar que la gente trabaje y produzca en paz.
Esto ya no da para más. No se le puede seguir preguntando al adicto si consiente a que le quiten la falopa; y mucho menos se puede intentar comprarlo con más y más bolsitas. Ya pesa cuarenta kilos y no tiene dientes — alguien rescátelo o dejen que se muera de una vez.