LA DECENCIA


La distinción social entre lo que está bien y lo que está mal aparece en el germen de la nación y es condición de su existencia

Autor: Santiago González (@gauchomalo140)
Nota original: https://gauchomalo.com.ar/la-decencia/


“Serenata para la tierra de uno” es la canción de María Elena Walsh que los progresistas globalizadores no quieren que recordemos. El amor a la patria está tan sencilla y tan hondamente expresado, con una acomodación tan perfecta entre letra y música, que es imposible no conmoverse al escucharla. Uno acude a ella a cada vuelta del destino de esta desventurada Argentina, como quien necesita de la oración para reafirmar la fe. Walsh la compuso a fines de la década de 1960, cuando todavía era palpable en nuestra tierra y en nuestra gente esa “decencia de vidala” de la que habla la canción en una estrofa. La Serenata me emociona siempre, pero esa línea en particular se clava en el centro de mis emociones, como una espina.

“Tenés que poner alguien que los escuche, los atienda y después nosotros hacemos lo que queremos”, aconsejó un gobernador provincial a una ministra de la Nación sobre cómo tratar a los críticos de su gestión. La ministra respondió con risas. “Hoy anunciamos no solo un aumento de los haberes sino también la gratuidad de los medicamentos para todas y todos los jubilados”, declaró el presidente de la Nación –¡el presidente de la Nación!– al dar la noticia de una rebaja de haberes para más de la mitad de los jubilados y de una decisión confusa sobre el tema de los medicamentos sobre la que una semana después todavía no había detalles. Un fiscal federal que investiga contratos estatales detalló la “ingeniería financiera diseñada para la triangulación espuria de cuantiosas sumas de dinero, con la participación de sociedades nacionales y extranjeras, tanto en miras a posibilitar retornos para la canalización de sobornos como para consolidar provechos económicos resultantes”. Uno de los jóvenes acusados de asesinar a otro a patadas se lo contó así a un amigo: “Matamos a uno, ¿cuándo traés las flores [marihuana] para fumar?”

Todo esto se oyó, vio y leyó tan solo en la primera mitad de febrero. Me pregunto: ¿Qué fue de nuestra “decencia de vidala”? La espina se revuelve en la herida de las emociones.


Hablar de la decencia parece hoy algo fuera de contexto, un anacronismo, una rémora del pasado como el balero en tiempos del videojuego, pero en el marco de la guerra cultural en la que estamos embarcados el cronista no tiene más remedio que convertirse en anacronista, hablar de lo que ya no se habla, traer a la luz valores, creencias, historias que el vendaval posmoderno querría ver esfumados en las brumas del pasado pero que alientan en la memoria y en la conciencia de la gente. Tendemos a creer que la decencia se ha perdido, pero no es así. La gran mayoría de los argentinos sabemos qué es lo que está bien y qué es lo que está mal: el límite entre una cosa y otra lo marca justamente nuestra noción de la decencia, ese código de conducta no escrito que se ubica en algún punto intermedio entre la urbanidad y el respeto de la ley, entre la buena costumbre y el código. Lo que sí se ha perdido, lo que se ha debilitado hasta la insignificancia, es la sanción social de la indecencia.

La ley prohíbe robar y sanciona el robo. Pero nadie deja de llevarse a casa una lapicera de la oficina simplemente porque la ley lo prohíbe, o por temor al castigo. No lo hace, o resiste la tentación, porque sabe que eso no se hace, que eso está mal: es su sentido de la decencia, inculcado e incorporado a su persona desde la infancia, en la casa y en la escuela, en el barrio y en el club, en los libros y en los medios, el que le pone el freno. La decencia no es asunto de orden jurídico ni de orden religioso. La decencia es un conjunto informal de normas de comportamiento, una ética ciudadana si se quiere, aplicable a un sinnúmero de situaciones y elaborada espontáneamente por una sociedad en beneficio de todos y cada uno de sus miembros con el objetivo de facilitar la convivencia y promover cierta clase o nivel de bien común.

La decencia no supone una lista de prohibiciones o mandatos, sino de orientaciones o recomendaciones propuestas por la sociedad en su conjunto a cada individuo en particular. Así como veta ciertas conductas, también promueve otras. A través del respeto y la consideración hacia los demás cada uno persigue el respeto y la consideración por sí mismo y esa será toda su recompensa. Rara vez una persona decente va a recibir un reconocimiento expreso por obrar decentemente, porque eso es lo que se espera de ella. Pero el indecente en descubierto sentirá caer de inmediato sobre su persona el castigo inapelable previsto por el código no escrito de la decencia: la mirada reprobadora de sus semejantes, su propia vergüenza.

La sanción social de la indecencia, sin embargo, no es pareja en todas partes: en las sociedades más cohesionadas, mejor integradas, el rechazo que provoca el comportamiento indecente es más intenso. Nuestra sociedad, cuya problemática relación con el ordenamiento legal ya ha sido abundantemente estudiada, muestra una peligrosa tolerancia con la conducta indecente, incluso al punto de convertirla en virtud: la famosa “viveza criolla”, la “piolada”, el arte de manipular las cosas a favor de sí mismo y en perjuicio de los demás, en lo posible sin ser descubierto, no es otra cosa que la celebración social de la indecencia. Y aún así, con estos antecedentes de tan mal pronóstico, sentimos, especialmente en las grandes ciudades, que la decencia pública declina, se extingue, desaparece.

En esto no estamos solos. Incluso en sociedades con muy baja tolerancia a la indecencia la percepción es similar. “Cuando era chico en los suburbios de Nueva Jersey en la década de 1970, mi padre me enseñó a tratar a los demás con respeto y consideración. No siempre lo hice bien, pero sus lecciones sobre ser un ser humano decente siempre me acompañaron”, recordaba el psiquiatra estadounidense Grant Brenner en un artículo de 2017. “Esa clase de fibra moral y de firmeza que mi padre encarnaba y defendía es ahora escasa. Ya no se la considera como algo bueno. Asistimos a una devaluación de la integridad y a una valorización del engaño en todos los órdenes: en el lugar de trabajo, en la política, en la amistad, en las relaciones románticas.”

Y en una nota del 2004, el ensayista inglés James Bartholomew también se remitía al pasado para hablar de la decencia: “El concepto de comportamiento decente atravesaba todas las clases sociales, aunque con distintas palabras. Los integrantes de la clase media hablaban de ser un caballero o una dama. Un trabajador aspiraba a ser considerado una persona respetable. Ser respetable no era cuestión de dinero, sino de carácter. La palabra carácter tenía en esa época un significado adicional, era como un documento escrito acerca de las cualidades de un hombre: su honestidad, su laboriosidad, su sobriedad y su puntualidad.”

La noción de decencia forma parte del sentido común de una sociedad, y como éste, evoluciona con el tiempo: cosas que una época pudo haber juzgado indecentes pasaron a ser aceptables en la época siguiente y viceversa, aunque en lo sustancial probablemente no haya muchos cambios. Pero ahora prevalece la sensación no ya de un cambio en las pautas de lo que es decente y lo que no lo es, sino de que la noción misma de la decencia tiende a desaparecer, remitida por la cultura dominante al desván de los trastos en desuso, junto con el patriotismo, el honor, la dignidad, el decoro, la sobriedad, el recato, la caballerosidad y otras virtudes personales y sociales. Este escenario no debería sorprendernos: tiene dos razones centrales que lo explican, razones concurrentes y con un mismo origen.

La cultura dominante, teñida por el progresismo socialdemócrata, coloca al Estado en el centro de la vida social. El Estado absorbe todas las responsabilidades sociales y absuelve a las personas de esas mismas responsabilidades. Nadie se hace cargo de nada porque el Estado se hace cargo de todo, o eso es lo que se supone. Las normas de convivencia ya no se gestan en la interacción social, sino que surgen del Estado y su cumplimiento es vigilado por el Estado. Ya no hay normas no escritas ni sanción social. Y sin sanción social, nadie siente vergüenza: ni el gobernador cínico, ni el mandatario mentiroso, ni los empresarios corruptos ni los jóvenes asesinos. “La decencia tradicional ha sido socavada, azotada y desplazada por el estado de bienestar”, escribe Bartholomew, autor de The welfare state we’re in (2014). “La decencia tradicional, conservadora, ha sido extirpada de la cultura por el omnipresente estado del bienestar, un estado que, aun sin proponérselo, ha alentado la mentira, el engaño y la disolución familiar, y desalentado el ahorro, la generosidad y el respeto por sí mismo.”

La cultura dominante –progresista, globalista, socialdemócrata– enseña además que las personas son sujetos de derechos pero no de obligaciones, y enseña también que todo es relativo, y que cada punto de vista engendra un contrario igualmente válido. Los ciudadanos guardan internalizada la noción de decencia que recibieron de sus padres y maestros, pero si todo es relativo todo está permitido. La noción de decencia sigue viva en el corazón de las personas, al menos de las personas nacidas en el siglo pasado, pero el relativismo paraliza la sanción social. Y sin sanción social, otra vez, nadie siente vergüenza: ni el gobernador cínico, ni el mandatario mentiroso, ni los empresarios corruptos ni los jóvenes asesinos.

Aunque el ambiente prevaleciente le sea adverso, nadie crea que la decencia, o la falta de ella, es poco más que un tema de conversación con el que los jubilados distraen sus ocios en las plazas. La decencia es un rasgo esencial del comportamiento personal en las sociedades occidentales. De su naturaleza y su función se han ocupado la antropología, la filosofía, la sociología clásica, infinidad de teóricos de los negocios y la economía, incluido Milton Friedman, y estudiosos modernos de las cuestiones sociales, especialmente la italiana Cristina Bicchieri (The grammar of society, 2006) y los suecos Tore Ellingsen y Erik Mohlin (Decency, 2019), autores de un elaborado modelo formal de la decencia basado en la teoría de juegos.

“Mi amor, yo quiero vivir en vos”, repite en cada estrofa aquella entrañable María Elena Walsh enamorada de su patria como una novia. El amor verdadero no rehuye la lucha por lo que se ama, más bien la busca: “odiar a los que te castigan”, reclama la escritora, desde la emoción. Pero es necesario ser más práctico. La cuestión de la decencia se inscribe en el marco de la lucha cultural en la que estamos inmersos, y proyecta dos vías de acción, simultáneas y complementarias: revindicar aquello que el sentido común nos dice que está bien, hacer sentir la sanción social respecto de lo que el sentido común nos dice que está mal. Las normas de comportamiento que la decencia implica están en el embrión de la nación, son la primera manifestación de la affectio societatis que la sostiene. Sin decencia no hay nación, sin regeneración de la decencia no hay regeneración posible de la nación.

–Santiago González

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