MASCULINIDAD SANA

La Argentina necesita de la virilidad de sus jóvenes, la necesita para su reconstrucción, su desarrollo y su defensa




Autor: Santiago González (@gauchomalo140)
Nota original: https://gauchomalo.com.ar/masculinidad-sana/

El brutal asesinato de un joven a manos de otros jóvenes ocurrido este enero en Villa Gesell estremeció la conciencia pública al punto de que los medios continuaban ofreciendo análisis en abundancia semanas después de ocurrido el episodio. Unos ponen el foco en la víctima, otros en sus victimarios; pocos, ninguno, dan cuenta de que en esa fatídica noche se quebraron las vidas de once jóvenes argentinos: uno está irremediablemente muerto, otros se van a pudrir en la cárcel y alguno más quedará dolorosamente marcado para siempre. Los comentaristas, sin embargo, parecen haber optado por tratar de conferirle racionalidad a lo irracional, devolverle la tranquilidad al lector, asegurarle que este episodio, como tantos otros casos rutinarios de violencia juvenil que la prensa registra cada vez con menor interés, es un hecho lateral que no afecta el recto discurrir de la sociedad en su conjunto, y que se puede atribuir a alguna circunstancia marginal o específica, como la psicología del rugbier, o el consumo de alcohol, o el hacinamiento en los locales de baile o los prejuicios raciales o clasistas.

Pero, aun si ese fuera el caso, nunca hay que desestimar lo que ocurre en las márgenes. Un veterano pescador de río explicaba así las cosas: “Mire, si usted quiere saber qué pasa en esa corriente a la que llamamos sociedad, acérquese a las orillas y preste atención a lo que ocurre allí; entonces va a empezar a entender, si es que sabe cómo funciona una corriente, lo que sucede en el medio. Hay que tener mucho cuidado con errar el vizcachazo, decir que lo que se ve son ‘cuestiones marginales’ y asegurar así a quien lo escucha que con él está todo bien, que no tiene nada que ver: eso es una soberana estupidez.” Y lo que está ocurriendo en las márgenes de nuestra sociedad es que los jóvenes varones argentinos exhiben un creciente desprecio por su propia vida y las de los demás, que practican una especie de ruleta rusa, que se están matando. Y están matando.

Veamos las cifras: el 56 por ciento de las víctimas de accidentes de tránsito son menores de 35 años, y el 75 por ciento de esas víctimas son varones. El 80 por ciento de los suicidas son hombres, casi una tercera parte de ellos se ubica en la franja de 15 a 24 años, y su número se ha triplicado en los últimos 25 años hasta convertirse en la segunda causa de muerte de jóvenes después de los accidentes de tránsito. El 87 por ciento de las víctimas de homicidio son hombres de 20 a 24 años, aunque el joven muerto en Villa Gesell tenía 18. Más allá de la propaganda progresista sobre mujeres y minorías, el verdadero grupo de riesgo en la Argentina es el de los varones jóvenes, entre los que se encuentran las víctimas y también los victimarios. Y contra las explicaciones fáciles del progresismo, como lo indica el caso que comentamos, la violencia juvenil no está directamente relacionada con las carencias económicas. Esto es lo que muestran las orillas de las noticias, y si no prestamos atención a lo que ocurre allí, como recomienda nuestro amigo el pescador, nunca vamos a entender esas otras cosas a las que los medios dedican sus grandes titulares, sus anuncios espectaculares.

Para entender lo que pasa en las orillas deberíamos tal vez preguntarnos cuál es el hilo que enlaza a estos varones jóvenes: el muchacho de una villa que sale de caño, el alumno de un colegio privado que a la vista de todos golpea a alguien más débil hasta matarlo, el empleado de oficina del conurbano que corre picadas por la avenida, y el estudiante retraído que un día aparece ahorcado en el departamento donde vivía con sus padres. Pareciera que todos han decidido apostar la vida en un acto extremo de afirmación personal cuyas consecuencias pueden serles fatales. Son hombres y están poniendo en juego eso que llevan en los genes: agresividad, competitividad, individualismo, deseo de sobresalir, ambición de liderar, lealtad, orgullo, arrojo, violencia, voluntad de poder. Son hombres, y nadie les ha enseñado a administrar su masculinidad. Son hijos de padres ausentes o emasculados, que nada tienen para decirles, en una sociedad emasculada, que les advierte que su masculinidad es tóxica y reprobable, y les bloquea los caminos para darle cauce de manera provechosa y personalmente satisfactoria.

La violencia juvenil tiene menos que ver con las carencias económicas que con la confusión cultural. Todo el andamiaje educativo instalado por el progresismo tiende a sofocar las pulsiones básicas de la masculinidad, forzando el infame trabajo en equipo, privilegiando los consensos y las transacciones por sobre la originalidad y el genio individual, liquidando el sistema de premios y castigos, y reemplazando la meritocracia por el empleo astuto de la cadena de favores. En cierto modo, la mediocridad promovida por el sistema educativo y cultural vigente acompaña eficazmente a la sociedad argentina tal como es (no como imaginamos o deseamos que sea), donde la disposición a la competencia, el mérito y el esfuerzo no tienen premio, y sí lo tienen en cambio cualidades generalmente asociadas al temperamento femenino como la flexibilidad, la manipulación y los compromisos. Pero ¿qué ocurre con aquéllos que no logran reprimir las demandas de su masculinidad? En el mejor de los casos emigrarán en busca de horizontes diferentes o serán unos desgraciados toda su vida; en el peor, aparecerán en las páginas policiales, confundidos con los delincuentes, convertidos en delincuentes.

Porque, ¿dónde puede hoy un hombre canalizar su masculinidad? En la sociedad ya no hay espacio para el cortejo amoroso, por ejemplo. La relación con el sexo opuesto tiende a reducirse a un intercambio ocasional de favores, cauteloso y especulativo, emocional y espiritualmente insatisfactorio, cuya vacuidad esencial sólo puede cubrirse, imaginariamente, con la reiteración predatoria y promiscua. En la sociedad ya no hay espacio para el jefe de familia, protector y proveedor, totem del hogar, cuyo lugar es permanentemente desafiado por una pareja que contribuye al sustento tanto como él, a veces más que él, y que normalmente impone las normas familiares. En la sociedad ya no hay espacio para el derecho del padre sobre el hijo engendrado en el vientre de una mujer. En la sociedad mucho menos hay espacio para el padre guía, que educa a los hijos tanto con las palabras como con los silencios y siempre con el ejemplo. En las historias de jóvenes envueltos en problemas de “masculinidad tóxica”, la ausencia del padre salta inmediatamente a la vista. Los periodistas interrogan a los padres sobre sus hijos, y ellos responden con la mirada ausente, impotentes ante la fatalidad de las cosas.

Una sociedad inteligente debería reconocer, encauzar y aprovechar la masculinidad de sus hombres, aunque sólo fuese por el hecho de que ella está en el centro de la institución familiar. Las virtudes masculinas son además el aire, el agua y el sol destinados a mantener erguidos los dos troncos de la política occidental: el sistema republicano y la economía de mercado. Pero la sociedad argentina, como la mayoría de las que han sido cooptadas por la socialdemocracia, prefiere reprimir esas virtudes. Tanto el sistema republicano como la economía de mercado se han desnaturalizado a tal punto que cualidades como el coraje, la agresividad y la competitividad  son para ellos una amenaza más que una fuente de vitalidad y energía. Por eso el progresismo globalista, campeón de las élites políticas autorreferenciales y de la economía financiera concentrada, machaca desde los medios contra la “masculinidad tóxica” y promueve en su lugar un hombre blandito, invertebrado, solitario y ensimismado. Ese hombre está condenado a la tristeza, a la angustia, a la soledad y a la acumulación consecuente de violencia. Hay toda una industria esperándolo: los ubicuos proveedores de psicofármacos, alcohol, fiestas electrónicas, drogas duras y sexo para aliviar tensiones. Y una cuadrilla de limpieza para los daños ocasionales, como el de Villa Gesell.

Este episodio desgraciado desató en los medios, como era de esperarse, una catarata retórica sobre la “masculinidad tóxica”, apoyada en las opiniones de expertos e instituciones orientados cuando no financiados por la socialdemocracia globalista, que por lo visto es capaz de continuar promoviendo el aborto hasta los veinticinco y treinta años de vida del recién nacido, o al menos su emasculación oportuna. Pero una sociedad de castrati está condenada por definición a la muerte. Miremos lo que ocurre en las orillas si queremos saber qué pasa en el centro de la corriente. La Argentina necesita hoy más que nunca de la virilidad de sus jóvenes, de su testosterona y de su adrenalina; la necesita para su reconstrucción, su desarrollo y su defensa. Necesita educar a sus jóvenes para que aprendan a manejar sus pulsiones masculinas, para que no las vuelvan irreflexivamente contra sí mismos ni contra terceros; necesita abrirles cauces, en el deporte, en el trabajo, en la familia y en la milicia para que puedan orientarlas en su beneficio y en el de la sociedad en la que viven.


–Santiago González


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