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DE RODILLAS


A una civilización con estos síntomas sólo la cura un electroshock. 
Lo está pidiendo a gritos.


Una nueva raza de estigmatizados ha surgido de los saqueos y motines de estos días. Una estirpe con la marca de Caín en la frente. Un linaje maldito al que su pecado original nunca se le perdonará. Ese vaso impuro, ese espíritu maligno, somos nosotros, los hombres europeos, reos de presuntos crímenes que no hemos cometido y que se pretende que expiemos.
La industria de la culpa quiere acabar con nosotros y corromper nuestro sentido moral
Una industria de la culpa quiere acabar con nosotros y, sobre todo, corromper nuestro sentido moral para impedirnos reaccionar en defensa propia. Durante los últimos cincuenta años, en medio de un bienestar material que es producto de la tecnología, la medicina y el legado de siglos de su civilización, el europeo ha aprendido a sentirse culpable ante aquellos beneficiarios de sus logros a los que ha acogido en su propia patria y les ha otorgado unos derechos y un bienestar que jamás alcanzarán en sus tierras y culturas de origen. El europeo nativo ha dado en la extraña superstición de creer que alguien de piel  más oscura y religión distinta es superior moralmente, que es un acreedor con el que está en deuda, frente al que ha cometido un pecado que ninguna penitencia borra. Sólo así se explica que tanta barbarie haya quedado impune.
Por supuesto, esta orgía de saqueos, incendios y crímenes, con siete policías negros asesinados en Estados Unidos, ha sido aplaudida por las clases dirigentes, encantadas de ver a los estratos medios aterrorizados y humillados, incapaces de defenderse frente a la violencia de los cachorros de la élite: los antifascistas y los racistas eurófobos.
Investíguese a un antifa y se encontrará a un niñato blanco de padres acomodados
Investíguese a un antifa y se encontrará a un niñato blanco de padres acomodados. Curioso racismo sistémico, que ha llevado a un negro a la presidencia de los Estados Unidos y que permite que esta minoría esté mucho más presente entre los funcionarios y los cargos políticos de lo que su proporción entre la población real permite suponer. Curiosa solicitud de los activistas negros de piel rosada y marfileña, que incendian las calles cuando se produce la muerte de un negro a manos de un blanco, pero que no sienten la menor preocupación por la violencia entre negros, que es la tragedia principal de la verdadera población afroamericana. En el fondo, lo que con esto aflora es el profundo racismo de la izquierda universitaria, de la élite de la Ivy League, que se permite el lujo de decidir quién es negro y qué vidas importan y cuáles no. Recordemos que Joe Biden, el mirlo blanco del progresismo yanqui, sentenció que los votantes negros de Trump no eran verdaderos negros. Para ser auténticamente africano se necesita la patente de un catedrático anglosajón de Harvard. Por cierto, la muerte de Floyd tuvo lugar en una ciudad administrada por la facción más izquierdista de los demócratas y donde la policía depende directamente del alcalde, un conocido enemigo de Trump.
Ha dado la vuelta al mundo el ataque que los vándalos y saqueadores multiculturales realizaron contra la estatua de Churchill, en Londres. En vez de condenar el ataque, reprimir a las bestias que lo perpetraron y homenajear al agraviado, a Churchill, los medios y los dirigentes de Gran Bretaña se dedicaron a glosar las “razones” de los bárbaros y a meditar sobre ellas. No han faltado quienes se han puesto del lado de los salvajes, especialmente entre la corrompida élite universitaria, origen del cáncer deconstructor que está matando a nuestra cultura. No hay paradoja más cruel que ésta: aquellos que ahora campan por Gran Bretaña y disfrutan de un estatuto legal privilegiado gracias a que Churchill ganó la guerra del 45, son los que  maldicen su memoria. Los versos de La carga del hombre blanco, de Kipling, adquieren hoy día una siniestra, acerba y repulsiva actualidad. Tras todo esto se manifiesta la voluntad de las élites económicas de desarraigar a los pueblos y anular las soberanías sostenidas en la identidad de una comunidad nacional. Y también el designio de extinguir a los caros trabajadores europeos y sustituirlos por sus protegidos, frente a los que se ha situado a los primeros en una posición de inferioridad moral y legal, como lo demuestran todas las leyes discriminatorias que se aprueban contra nosotros un día sí y otro también en los países más avanzados de Occidente. Sin la coartada moral de la maldad del hombre blanco, del racismo sistémico y otras pedanterías, estas leyes no tienen la menor legitimidad.
Antes, un europeo sólo se arrodillaba ante Dios o ante su dama
Antes, un europeo sólo se arrodillaba ante Dios o ante su dama. El postrarse de hinojos, la proskinesis o el kow tow chino, son posiciones de indefensión absoluta, donde uno se entrega inerme a la merced de alguien superior. Por eso, adoptar semejantes posturas se consideraba indigno de un hombre libre. Es famoso el caso de la embajada inglesa a China, en 1792, cuando Lord MacCartney se negó a adoptar esa postura ante el emperador Qianlong por considerarla humillante.  Hoy, eso lo hacen los niñatos de las élites europeas ante unos recién llegados, cuyos abuelos ni lucharon en nuestras guerras, ni contribuyeron durante siglos con su esfuerzo y su talento a levantar esta civilización que hoy nuestras castas políticas y financieras quieren extinguir, empeñadas como están en crear un nuevo pueblo europeo, más barato, importado y no engendrado, con el menor número de nativos posibles y que nada tenga que ver con la estirpe que creó las catedrales góticas, edificó nuestras ciudades, circunnavegó el globo, compuso los cantares de gesta, alumbró la música clásica, creó el mundo de la novela y produjo un Shakespeare, un Calderón, un Rembrandt, un Bach… Hoy todo eso se deconstruye y se relativiza. Y se infama cuando se puede. Hacer que el europeo se sienta culpable es fundamental para tenerlo de hinojos, postrado, perdido el orgullo y la dignidad, arrastrándose ante la escoria antifascista, tirada al muladar de la historia su condición de hombre libre, de creador de cultura.
Los mismos que besan las botas de un africano incendian las iglesias que levantaron sus abuelos
Los mismos que besan las botas de un africano incendian las iglesias que levantaron sus abuelos.
Nunca ningún pueblo había sido humillado de semejante manera sin haber perdido una guerra, sin haber sufrido una catástrofe horrible. Muy enferma tiene que estar Europa para arrastrarse con tanta indignidad y regodeo. Las escenas degradantes y en extremo malsanas que hemos visto en los últimos días, con europeos arrodillándose y besando las botas de los negros, nos indican que se ha fomentado intencionadamente desde las universidades un complejo de culpa blanca, que mezcla componentes masoquistas con un racismo tan íntimamente reprimido que se manifiesta, precisamente, en estas exteriorizaciones, más propias del porno bizarre y fetichista que de una comunidad política seria. Todo esto va unido a uno de los elementos básicos de todo desorden mental: la distorsión de la realidad. No es cierto que haya un racismo sistémico (perdón por el pedantismo). Al revés, si alguien está en situación de inferioridad legal es el europeo nativo, al que un conjunto de leyes “integradoras” le privan del acceso a los empleos, las ayudas y las becas. O sea, sí hay racismo “sistémico”, pero contra los blancos, culpables de todo por el simple hecho de nacer con un determinado tinte de piel. Toda esta locura tiene su origen en la construcción de un mito entre la izquierda universitaria de los años sesenta, que perdió al proletariado como agente de la revolución y se volvió hacia el Tercer Mundo como fuente de sus fantasías políticas: por eso lo importa en masa a Europa. La imposición de esta fábula ideológica ha tenido traducción legal y política a lo largo de los últimos cincuenta años y está aniquilando la identidad cultural de países como Canadá o Suecia, donde se reniega de su pasado y se favorece un brutal proceso de aculturación globalista. Los mismos que lloran y patalean por defender la identidad de alguna remota tribu en las antípodas, aplauden la destrucción de la tradición europea. A esto, desde Freud, se le llama matar al padre.
A una civilización con estos síntomas sólo la cura un electroshock. Lo está pidiendo a gritos.

Y para ilustrarlo, aquí van las imágenes de unos
etnomasoquistas blancos besando pies de negros


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