COMO CAÍDO DEL CIELO

Philippine de Rothshild and Christine Lagarde

El CoV2 le brinda a los globalistas el escenario deseado para hacer avanzar sus proyectos, y todo indica que no van a dejar escapar la oportunidad



Artículo #4 de 5 en la serie “Una pandemia ideal”

4. Como caído del cielo

Ideal por lo conveniente; ideal porque sólo existe en el mundo de las ideas.



Autor: Santiago González (@gauchomalo140)


Si los globalistas no plantaron el CoV2 en Wuhan, hay que reconocer que su aparición espontánea o accidental les vino como anillo al dedo. Hacía décadas que esperaban un escenario semejante -incluso lo simularon y lo pusieron a prueba con modelos informáticos–, y cuando asomó en la realidad, queremos creer que inesperadamente, supieron aprovecharlo. El mundo –la política, los medios, los ciudadanos– se plegó a sus designios con tal docilidad que seguramente van a sentirse animados para acelerar sus planes, redefinir estrategias, lanzar, más temprano que tarde, la ofensiva final. A menos que tomemos conciencia y reaccionemos a tiempo, nos encaminamos hacia una sociedad global homogénea, atea y esclavista. Y nadie se ilusione con que va a caer del lado de los amos.

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La principal causa de muerte en el mundo la constituyen las enfermedades cardíacas: isquemias, trombosis. Los decesos por enfermedades respiratorias de todo tipo apenas representan una quinta parte de los causados por las dolencias del corazón. Por eso mismo, cuando empecé a estudiar las cuestiones relacionadas con el CoV2, me llamó la atención la desproporcionada proliferación de proyectos, iniciativas, alianzas, coaliciones, programas, plataformas (estas son las denominaciones que usan) destinadas a investigar enfermedades respiratorias virales de origen animal, no reales sino posibles, y a modificar los virus animales hasta volverlos capaces de infectar a los humanos, con la intención declarada de desarrollar vacunas preventivas.

Esos centenares de instituciones, ubicadas principalmente en los Estados Unidos y Europa, pero con agentes en Asia y otros lugares como vimos en el caso de Wuhan, se dedican a una o varias de estas actividades: 1) la caza de virus potencialmente peligrosos en colonias de animales salvajes; 2) la identificación del genoma del virus; 3) su alteración genética de modo que se vuelva peligroso para el ser humano; 4) el diseño de una vacuna para prevenir su contagio; 5) campañas de divulgación y propaganda para la aceptación de la vacuna, y 6) campañas masivas de inoculación. Todas, además, comparten un común denominador: están financiadas por grandes laboratorios y por un puñado de fundaciones instituidas por las fortunas más grandes del planeta.

Entre las fundaciones privadas que contribuyen a sostener esas tareas figuran la Open Society Foundation de George Soros, la Bill & Melinda Gates Foundation, el Wellcome Trust, el World Economic Forum, organizador de los encuentros de Davos, la Rockefeller Foundation, la UN Foundation de Ted Turner, la Bloomberg Philantropies de Mike Bloomberg, y otras menos rutilantes. Los laboratorios incluyen los nombres por todos conocidos. Los más activos son GlaxoSmithKline, Sanofi-Pasteur, Merck Sharp & Dohme, Pfizer, Johnson&Johnson, Roche, etc. Estas mismas fundaciones y laboratorios, por otra parte, solventan un 75% del presupuesto de la Organización Mundial de la Salud, influyen decisivamente en sus políticas -especialmente en las políticas relacionadas con virus y vacunas–, y se han propuesto lograr el control formal de su gestión.

Uno puede entender el interés de los laboratorios en las vacunas universales, obligatorias y sujetas a un calendario: probablemente no haya en el mundo negocio que se le compare. Pero, ¿por qué ese puñado de ultramillonarios, en cuyas manos está la mayor parte de la riqueza del mundo, tiene tanto interés en los virus y las vacunas? Si uno presta atención a los propósitos declarados de sus fundaciones, advierte enseguida que las preocupaciones de estos caballeros parten de las vacunas pero van más allá, hacia la salud en general –cosa que sienta bien a cualquier empresa filantrópica–, pero no sólo a la salud, digamos, biológica, sino también a la salud social (control de la natalidad, aborto, eutanasia), la salud cultural (multiculturalismo, tolerancia, agnosticismo) e incluso a la salud política (gobierno, legislatura y justicia supranacionales). Vistos en conjunto, sus intereses “sanitarios” definen un verdadero proyecto de ingeniería social.

Si un papa como Julio II pudo hacer valer su poder, su influencia y sus recursos para cambiar el rostro de Roma, ¿qué impediría a ese uno por ciento de los habitantes del planeta, que poseen y administran el doble de riqueza que el 99% restante, hacer valer los suyos para cambiar el rostro del mundo? Si bien no parecen tener a mano ese concurso de talento que el Renacimiento puso al alcance del venerado pontífice, su poder, su influencia y sus recursos son infinitamente superiores. Y no hay en la historia antecedentes de grupo alguno con proyectos definidos de reforma social, y con la energía y los medios para llevarlos a la práctica, que se haya abstenido de hacerlo por cualquier razón. Los grupos representados por las fundaciones que comentamos tienen ambas cosas.

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Los propósitos de ingeniería social conducidos por una élite plutocrática no son nuevos. Probablemente su primer antecedente contemporáneo haya sido la Comisión Trilateral, un grupo privado de personalidades estadounidenses, europeas y japonesas creado en 1973 por David Rockefeller y orientado intelectualmente por Zbigniew Brzezinsky, que planteó con toda franqueza en sus documentos públicos dos temas centrales para las élites mundiales: la interdependencia de sus intereses por encima de los estados nacionales, y la percepción de que había un “exceso de democracia” en la sociedad (eran tiempos de intenso activismo en todo el mundo), y que era necesario moderar ese exceso induciendo un mayor conformismo y pasividad en los ciudadanos.

Quien haya vivido lo suficiente como para comparar el mundo de hace medio siglo con el de nuestros días podrá comprobar que las élites han logrado su propósito con creces. Las naciones han venido resignando soberanía de una manera u otra (por ejemplo, sometiéndose los países europeos a una autoridad supranacional; sometiendo nosotros, los argentinos, nuestra Constitución a tratados internacionales y nuestra política sanitaria a las órdenes de la OMS), al tiempo que las masas urbanas otrora hambrientas de ilustración, políticamente activas, y celosas de sus libertades se han convertido en rebaños dóciles, ignorantes y acobardados, consumidores bulímicos de chatarra de todo tipo (tecnológica, alimenticia, cultural e ideológica).

En este medio siglo, las élites descubrieron que las grandes conmociones sociales atemorizan a los rebaños, y que el miedo los induce a ceder derechos a cambio de seguridad. El narcotráfico, el lavado de dinero, el terrorismo internacional, agitados como espantajos, les permitieron restringir las libertades públicas y endurecer el control social en proporciones que un par de generaciones atrás habrían resultado intolerables, y motivado protestas y revueltas. Hoy nos parece que cámaras de seguridad omnipresentes, registro de datos biométricos, rastreo de desplazamientos, preferencias y relaciones, requisas humillantes en los aeropuertos, vigilancia de la opinión y el pensamiento, todo conducido indistinta y paralelamente por entes públicos y privados, son cosas aceptables e incluso necesarias.

Las élites comprobaron además la fácil corruptibilidad de las dirigencias políticas, sociales y también corporativas, arribistas desentendidos de su función o de su representación y dispuestos a cualquier cosa con tal de acrecentar sus fortunas y achicar sus responsabilidades. Y para su regocijo se encontraron finalmente con que, languideciendo entre públicos indiferentes y liderazgos venales, la prensa anda a la busca de un nuevo modelo de negocios. Esa sorprendente conjunción de abdicaciones -la de los ciudadanos, la de los dirigentes y la de la prensa– le ofrece una oportunidad única a los ingenieros sociales de la Open Society o del World Economic Forum, una oportunidad para ser aprovechada antes de que desaparezca. Trump, el Brexit, la derrota del aborto en la Argentina demostraron que algunos pueblos despiertan del sopor, y no sea cosa de que se repita el exceso de democracia. Es ahora o nunca. El CoV2 dinamizó esa oportunidad, le imprimió urgencia.

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Como vimos más arriba, hacía tiempo que las élites le venían buscando la vuelta a la cuestión de los virus, las pandemias y las vacunas. Los miedos instalados anteriormente en la sociedad habían sido eficaces para restringir libertades, pero limitados en su alcance: afectaban a determinados grupos o comunidades y dejaban a los demás afuera, ajenos al problema o incapaces de ver cercenados derechos que nunca tuvieron, o nunca ejercieron. Para avanzar en las direcciones trazadas en la década de 1970 los globalistas debían doblegar a los estados nacionales y forzar la sumisión de los ciudadanos. Necesitaban de un miedo capaz de atravesar fronteras y jerarquías, y de amenazar a todos por igual, sin distinciones de ninguna naturaleza, rápida y simultáneamente. Capaz de forzar a gobiernos incompetentes a aceptar el auxilio exterior y allanarse al consejo de un ente supranacional. Capaz, por fin, de lograr que los pueblos, exhaustos por el terror y el confinamiento y el hambre, imploren de rodillas una vacuna, se entreguen con alivio a la yerra de la inoculación. Es decir, necesitaban una pandemia.

Antes del incidente Wuhan, y después de la simulación informática de una pandemia de, vaya casualidad, virus corona, la Gates Foundation, el World Economic Forum y la Universidad Johns Hopkins (otro jugador importante en la arena de la ingeniería social, que difunde estadísticas engañosas sobre la covid-19), exhortaron en un documento a corporaciones y gobiernos (nunca habla de naciones ni de países, sino de gobiernos) a trabajar con los organismos internacionales. Gobiernos, empresas y organismos son mencionados siempre en pie de igualdad, y en orden indistinto. Pero el contenido del documento deja en claro la división del trabajo implícita: los gobiernos firman y ponen plata, las empresas ponen plata, y las entidades extranacionales, las que las élites controlan, las que saben lo que nos conviene, deciden las políticas. Esto es: gobiernan. El consenso ciudadano es absolutamente ignorado.

El incidente Wuhan les brindó a los globalistas más que lo que soñaban: gobiernos desconcertados e incompetentes, sin previsiones ni provisiones para enfrentar nada, obedientes a los dictados de la OMS; una población aterrorizada al punto de librarse a las reacciones más primitivas y abyectas, como señalar o agredir al contagiado; y una prensa concienzudamente dedicada, por irresponsabilidad o por modelo de negocios, a sembrar el pánico. “Bastaron tres o cuatro semanas iniciales de saturación informativa, con títulos alarmistas, relatos desmesurados y fotos o filmaciones catastróficas, para demoler toda una manera de vivir la vida, una forma de entender la civilización”, escribió Jorge Martínez en La Prensa. De eso se trataba. Los medios se excedieron en la servidumbre con más indignidad que los políticos. “Se incentivó la delación ciudadana y se predicó la necesidad de obedecer, sin dudar, a ‘expertos’, gobiernos y presuntos filántropos de toda laya”, agregó el columnista.

En un artículo publicado más tarde, ya en medio de lo que bien podría describirse como una segunda simulación de pandemia pero con público y vestuario como en los ensayos teatrales, nuestra compatriota Susana Malcorra, persona de largo recorrido por las instituciones y fundaciones globalizadoras, expuso con toda franqueza la razón de ser de los miedos inducidos en general y del miedo al virus en particular: “El siglo XXI tiene, en su mayoría, desafíos de índole global”, explicó. “El cambio climático, el terrorismo, los flujos ilegales (de personas, de dinero, de drogas, de armas, etcétera), la migración y, por supuesto, las pandemias. Este rápido inventario de problemas debería llevarnos a pensar en la necesidad de reforzar el Sistema Multilateral y en una refundación que lo actualice para responder a los mismos. Sin embargo -lamentó-, muchos cuestionan la mera existencia de cualquier Institución supranacional que pueda contribuir a la generación de soluciones comunes.”

Malcorra, ex canciller del gobierno de Mauricio Macri, formó parte del World Economic Forum y actualmente integra la junta de la Kofi Annan Foundation, apoyada económicamente por las fundaciones de Gates y Soros. Podemos suponer que su pensamiento refleja con razonable fidelidad los criterios de los ingenieros sociales para los que trabaja esta ingeniera en electricidad. “Para poder capitalizar la difícil experiencia a que el coronavirus nos ha expuesto a todos los países, grandes y pequeños, poderosos y débiles, desarrollados o no, debemos invertir en un rediseño de la Cooperación y Gobernanza Globales.” En todas las citas de Malcorra respeté su uso de las mayúsculas porque creo reflejan su noción de las jerarquías. Ninguna parte de su artículo hace referencia al consenso ciudadano.

La cuarentena y el distanciamiento social recomendados por la OMS han destrozado la economía mundial, dejando un tendal de empresas  pequeñas y medianas, pero los globalistas no están del todo disconformes. Creen que la ausencia de liderazgos políticos fuertes les va a permitir incidir de manera decisiva en la reconfiguración de las cosas: un mundo más pobre, quebrado y sin moneda, es un mundo más flexible a las recomendaciones de la ingeniería social, un patio de juegos para las cadenas y las grandes corporaciones, un parque de diversiones para el capital financiero. Un mundo a la medida de los happy few del uno por ciento. Y al fin y al cabo, la globalización como venía hasta ahora sólo había beneficiado significativamente a China, que estaba en camino de desplazar a los Estados Unidos como superpotencia mundial. Un verdadero cisne negro, porque la influencia de que los globalistas gozan en los Estados Unidos jamás podrían ejercerla en China. “La globalización, sin controles y regulaciones, trajo impactos negativos”, admitió Malcorra. El CoV2 llegó para subsanar también ese daño colateral. Ni que lo hubieran plantado a propósito.

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Antes de llegar a las mucosas, a las vías respiratorias o al sistema circulatorio, el virus activa un miedo ancestral, atávico y universal: el miedo a la muerte. Los promotores de un nuevo orden mundial, integrantes de una élite arrogante, exclusiva y dispuesta a todo, se aprovechan ahora de ese miedo insuperable, como ya lo han hecho en situaciones similares, para adelantar sus proyectos de ingeniería social: unificar los mercados, reducir los estados nacionales a la insignificancia, e instaurar un gobierno supranacional, perfeccionando el modelo de la Unión Europea. Los países persisten como parques temáticos para alimentar la industria del turismo y conservan sus símbolos para agitar el negocio de las competencias deportivas, pero las decisiones críticas sobre sus bienes, sus libertades y su moneda las toman organismos burocráticos sobre los cuales los ciudadanos carecen de control. El colectivismo de siempre conducido por una nomenklatura igualmente opaca y siniestra.

En realidad, la noción misma de ciudadano, de ciudadano como sujeto de derechos y libertades, desaparece en la sociedad globalizada, exiliada a unos espacios públicos que semejan un centro comercial o un aeropuerto, iguales todos entre sí, sin que se sepa cuándo es día y cuándo es noche, sin lugar para la sorpresa o el imprevisto. Las personas quedan reducidas a sus funciones sociales de compradores y vendedores, de productores y consumidores, de proveedores o usuarios de servicios, espectros conformistas y pasivos, sin nacionalidad ni barrio ni familia ni historia. En este contexto, los virus y las vacunas no deben verse exactamente como un agente patógeno y el remedio adecuado para combatirlo. Son más bien la metáfora de otro virus y otra vacuna de naturaleza distinta: la identidad, la memoria y la fe como un virus tenaz y resistente, y el miedo como vacuna para borrarlas de la conciencia humana y dejar libre el camino hacia una nueva esclavitud.

–Santiago González

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